Vida y muerte del emperador Tongzhi (1861-1875)
Cuando el hijo de Cixí, Tongzhi, tenía cinco años, comenzó un rígido régimen de educación formal, el que preparaba a los emperadores y príncipes Qing. Le sacaron de las habitaciones de su madre y empezó a vivir en unos aposentos separados. Casi todos los días estaba en su estudio a las cinco de la mañana para comenzar las lecciones. Cuando le trasladaban allí, en una silla de manos, la Ciudad Prohibida dormía aún, salvo unos cuantos criados que se movían de un lado a otro o dormitaban apoyados contra columnas. Los faroles que su séquito llevaba en la mano solían ser los únicos destellos de luz en la oscuridad que envolvía los callejones del palacio[200].
Sus tutores gozaban de la máxima reputación otorgada por consenso, tanto en sabiduría como en moralidad, y las dos emperatrices viudas eran quienes los aprobaban y los nombraban. El programa prestaba especial atención a los clásicos confucianos, que Tongzhi recitaba sin comprenderlos. A medida que cumplió años, fue entendiendo más y aprendió a escribir ensayos y poesía. Las enseñanzas incluían también caligrafía, lengua manchú y lengua mongola, tiro con arco y equitación. Al emperador Tongzhi no se le daban nada bien los textos de Confucio. Su profesor principal, el gran tutor Weng, se lamentaba día tras día, exasperado, en la intimidad de su diario: el emperador no se concentraba, no tenía fluidez para leer los textos en voz alta, no escribía bien los caracteres y siempre estaba aburrido. Al escribir poesía, exhibía poco estilo con temas etéreos como «El agua limpia de primavera que discurre sobre una roca», si bien parecía algo más cómodo con temas relacionados con sus obligaciones reales, tales como «El empleo de gente buena para gobernar bien el país». Cixí y la emperatriz Zhen preguntaban con frecuencia por sus estudios a los tutores. Se quedaban consternadas al saber que el niño parecía «sentir pánico en cuanto ve un libro» y lloraron cuando siguió sucediendo después de que asumiera el poder. Ordenaron a sus maestros que se limitaran a garantizar unas competencias básicas para el trabajo que le aguardaba, y el gran tutor Weng les aseguró que eso no era imposible, porque los informes que llegarían a Su Majestad no serían tan difíciles como los clásicos y sus edictos los redactarían otras personas. Después, Cixí puso a prueba la capacidad de su hijo en el contexto de una audiencia y descubrió que no podía hablar de forma clara ni coherente. Preocupada, instó a sus tutores a que le preparan especialmente para que, por lo menos, fuera capaz de hacer preguntas sencillas y dar breves instrucciones[201].
Una cosa que sí interesaba al emperador era la ópera, que sus maestros consideraban una distracción poco digna: «Nada más que un placer para los sentidos». Él los ignoraba y muchas veces incluso actuaba. En tales ocasiones, se maquillaba y hacía una representación delante de su madre, que no hacía nada para desanimarlo. Como no era un buen cantante, Tonghzi encarnaba los papeles que incluían artes marciales. Una vez, haciendo de general, se inclinó ante un eunuco que representaba al rey. El eunuco se apresuró a arrodillarse, y él gritó: «¿Qué haces? ¡No puedes hacer eso cuando estás encarnando al rey!». La escena hizo reír a Cixí. Al emperador Tongzhi también lo entusiasmaban las danzas manchúes, y bailaba, encantado, para su madre[202].
Tenía asimismo otros placeres. Cuando era adolescente, el gran tutor Weng le veía «reírse y hacer tonterías» con sus compañeros de estudio. En una ocasión, parecía no poder controlar las risas ante un texto de lo más serio, cosa que confundió enormemente al maestro. «¡Qué extraño!», exclamó en su diario. Pero esos eran casi los únicos instantes en los que Su Majestad tenía algo de energía; el resto del tiempo, parecía exhausto e incapaz de abandonar su abulia. Una vez reconoció que llevaba bastantes noches sin dormir. Pero prohibió a sus profesores que le preguntaran cuál era el problema, y les advirtió con severidad que no dijeran ni una palabra a su madre ni a la emperatriz Zhen. El gran tutor Weng, desesperado, llegó a gritar a su pupilo real, pero en general confiaba su angustia a su diario: «¡Qué vamos a hacer! ¡Qué vamos a hacer!».
El emperador adolescente había probado las delicias del sexo. Al parecer, el hombre que le introdujo en ese nuevo placer era un joven y atractivo estudioso de la corte, Wang Qingqi, de quien el emperador se encaprichó y al que instaló en su estudio como acompañante. Juntos, salían a escondidas de la Ciudad Prohibida a visitar prostitutas y prostitutos cada vez que podían[203].
Mientras el emperador disfrutaba de una niñez descontrolada, la corte se preparaba para sus nupcias. El proceso de seleccionar a sus consortes duró casi tres años, interrumpidos por la ejecución del Pequeño An y la depresión de Cixí. A principios de 1872, antes de que cumpliera 16 años, las dos emperatrices viudas y él mismo habían escogido ya a las consortes, y la fecha de la boda se fijó para ese mismo año. De los cientos de jóvenes elegibles, se decidió que sería emperatriz una tal princesa Alute.
Todas las familias de la élite dijeron que la adolescente, de origen mongol, era una dama ejemplar y una candidata perfecta. Su padre, Chongqi, el único mongol que había obtenido jamás la primera plaza en un Examen Imperial de ámbito nacional, era un auténtico devoto de los valores de Confucio, que inculcó en la joven mente de su hija. Ella obedecía a su padre de manera incondicional, y se podía contar con que obedecería igual a su esposo. De maneras impecables y muy bella, conocía bien los textos clásicos, que su padre le había enseñado personalmente. La emperatriz Zhen se decidió por Alute. El emperador Tongzhi también. No tenía ningún deseo de acostarse con ella, y pensó que era el tipo de persona que lo consentiría sin rechistar.
Cixí tenía sus reservas. El abuelo materno de Alute, el príncipe Zheng, había sido uno de los ocho miembros del Consejo de Regentes formado por su difunto marido, y ella le había ordenado suicidarse después del golpe, con el envío de una larga bufanda de seda blanca para que se ahorcara con ella. El hombre al que había ordenado decapitar, Sushun, que la había odiado a muerte, era tío abuelo de Alute. La niñez de la joven se había visto empañada por esta catástrofe, porque la casa familiar de su madre, una elegante mansión famosa en Pekín, había quedado confiscada con arreglo al código penal, y a los miembros masculinos de la familia se les había prohibido ocupar cargos públicos. Bajo la impecable conducta de Alute, Cixí no estaba segura de cuáles serían sus auténticos sentimientos. Así que señaló a otra candidata, una tal señorita Fengxiu, y dijo que le gustaban su chispa y su ingenio. Sin embargo, al final, Cixí cedió a los ruegos de su hijo y aceptó su elección; hasta ese punto lo quería. Estaba dispuesta a confiar en Alute, y esperaba que el padre de la joven no le hubiera metido ninguna idea inapropiada en la cabeza. Después de llegar a un acuerdo, Cixí ordenó que se devolviera la mansión confiscada a su familia materna y que se devolviera el título a los descendientes masculinos[204].
La ceremonia nupcial siguió el precedente establecido por el emperador Kangxi 200 años antes, en 1665, que era la última vez que un monarca reinante había escogido a una joven como emperatriz (la emperatriz Zhen no se había casado designada ya para ser emperatriz, sino que había ascendido al puesto después de entrar en la corte). Aunque a la ocasión se le dio el nombre de la «Gran Boda», da-hun, no hubo ninguna celebración nacional. No fue más que un asunto de la corte. En la Ciudad Prohibida, sedas de colores brillantes flotaban alrededor de enormes caracteres rojos que decían «doble felicidad»: xi. También había una exhibición similar de seda en la mansión de la novia, sobre todo encima de las columnas rojas que flanqueaban la entrada. Desde allí hasta la Ciudad Prohibida, se escogió la ruta de varios kilómetros que debía seguir la novia y las calles se nivelaron y se cubrieron de tierra amarilla, como correspondía a una procesión real.
A lo largo de la ruta, durante toda la semana anterior a la ceremonia, porteadores vestidos con camisas rojas de lunares blancos fueron llevando cada mañana el ajuar de la novia a su nuevo hogar: grandes armarios y pequeños platos de jade, prácticos lavabos de madera e intrincadas obras de arte para especialistas. Los artículos más pequeños viajaron expuestos sobre mesas cubiertas de tejidos amarillos, sujetos por cintas de seda rojas y amarillas. Para ver esa muestra de los enseres de la casa imperial, los residentes de Pekín salían en tropel al amanecer y ocupaban los márgenes de la ruta. Esa fue su única participación en el acontecimiento. Una mañana, por motivos de seguridad, porque los objetos que se transportaban ese día eran particularmente valiosos, la procesión comenzó antes del alba, para no encontrarse con los espectadores. Estos, después de esperar en vano, se dispersaron a regañadientes y entre protestas. También se sintieron desilusionados quienes esperaban ver el entrenamiento de los encargados de llevar la silla nupcial. Los porteadores, que debían llevarla con una estabilidad perfecta y ser capaces de relevarse unos a otros rápidamente y sin ninguna sacudida, se entrenaban llevando un jarrón lleno de agua en la silla. Sin embargo, por algún motivo, nunca salían a la hora que se había anunciado.
El astrólogo imperial seleccionó el 16 de octubre de 1872 como fecha para la boda. Poco antes de la medianoche, bajo una luna llena, una gran procesión fue a buscar a Alute a su casa. Estaba vestida con una espléndida túnica que tenía bordados un dragón (el emperador) y un fénix (la emperatriz) entrelazados. Sobre la cabeza tenía un brocado rojo con el mismo dibujo. La calle estaba vacía. Los únicos autorizados a contemplar el desfile imperial fueron los escasos perros que correteaban y los guardias repartidos por todo el trayecto. A la población se le había ordenado mantenerse apartada, y a quienes vivían junto a la ruta de la procesión les dijeron que se quedaran dentro de sus casas y no miraran por las ventanas. En los puntos en los que la ruta real se cruzaba con callejones, se habían erigido biombos enmarcados en bambú para impedir cualquier posibilidad de ver nada[205]. A las legaciones extranjeras les dijeron con dos días de antelación que ordenaran a sus respectivos ciudadanos quedarse en sus casas, una exigencia que despertó brotes de enfado y frustración. ¿De qué servía celebrar un gran acontecimiento nacional, preguntaron, si nadie iba a presenciarlo?[206]
Uno de los pocos que sí lo vio a escondidas fue un pintor inglés, William Simpson, que se deslizó en una tienda del camino junto con un amigo misionero. El local estaba lleno de clientes fumando opio y nadie prestó atención a los extranjeros ni a la celebración real. Las ventanas eran de papel fino pegado en marcos de madera, y era fácil hacer un orificio. A través del agujero vieron pasar a príncipes y nobles sobre caballos blancos, precedidos y seguidos de banderas, baldaquines y abanicos gigantes. Tenían un aspecto algo fantasmal en las oscuras y desiertas calles de Pekín, iluminados solo por mortecinos faroles de papel, en unos casos colgados y en otros sostenidos con la mano. Hasta la luna estaba semicubierta por las nubes, como si quisiera obedecer la orden imperial. La lenta columna iba acompañada de silencio.
No era un acontecimiento alegre, e incluso se podría calificar de desolador. Pero se pensaba que en eso consistía la solemnidad. En esa atmósfera, pocos minutos después de medianoche, Alute, en su silla de manos cubierta de oro y transportada por 16 hombres, atravesó el umbral de la puerta meridional y principal de la Ciudad Prohibida. Era la primera mujer que cruzaba esa puerta en 200 años para entrar en la parte delantera de la ciudad, a la que no tenía acceso ninguna mujer salvo la emperatriz el día de su boda. Ni Cixí ni la emperatriz Zhen habían estado nunca allí.
La princesa Alute vivió este honor tan extraordinario sentada con recato, sosteniendo dos manzanas. Dentro de la Ciudad Prohibida, al bajar de la silla, la esposa del príncipe cogió las manzanas y las colocó bajo dos sillas enjoyadas que había delante de la puerta de su cámara nupcial. La palabra que designa la manzana contiene el sonido ping y la palabra para silla contiene el sonido an. Dos manzanas y dos sillas, ping-ping an-an, formaban una expresión que aludía a un buen deseo permanente: «Seguridad y paz». Parece muy prosaico para recibir a una nueva emperatriz. Pero Alute, al pasar por encima de esos objetos cargados de simbolismo, no iba a encontrar ninguna de las dos cosas.
Esa noche de bodas, después de terminar todos los rituales, encerrado en una habitación con una abrumadora decoración en rojo, frente al carácter gigantesco que significaba «doble felicidad», el novio pidió a la novia que recitara poesía de la dinastía Tang, en vez de hacer el amor. Después de esa noche obligatoria juntos, él pasó todas las demás en un palacio aparte, muy lejos de ella y del resto del harén. Alute pensó que tenía el deber de ir a ofrecerse a su esposo, pero él la rechazó, y ella —tímida y educada para no contradecirle—, obediente, se fue[207].
La princesa Fengxiu, la preferida de Cixí, fue nombrada consorte número dos. Justo antes del día de la boda llegó a la Ciudad Prohibida por la puerta posterior, transportada en una pequeña silla de manos que no llevaban más que cuatro hombres y con una procesión diminuta. Esta ceremonia casi siniestra era la que correspondía a una concubina. Ella y otras tres concubinas imperiales intentaron ganarse los afectos de su esposo pero no tuvieron más suerte que la emperatriz. Las cinco mujeres se vieron condenadas a una vida de soledad[208].
Tras la boda, en una ceremonia celebrada el 23 de febrero de 1873, el emperador Tongzhi asumió oficialmente su cargo. Tenía 16 años. Ser un monarca absoluto a una edad tan temprana no era algo infrecuente. Por extraño que parezca, los dos primeros emperadores de la dinastía Qing, Shunzhi y Kangxi, se hicieron cargo del imperio a los 13 años. La toma de posesión de Tongzhi fue un asunto circunscrito a la corte, igual que su casamiento. La gente corriente se enteró por la declaración imperial, en un pergamino que se descolgó desde la Puerta de Tiananmén y se copió y repartió por todo el imperio, de la misma manera que su coronación, unos años antes. De ahí en adelante, aquel adolescente, y solo él, sería quien tomara todas las decisiones relativas al imperio[209]. Como, a partir de entonces, sería él quien escribiría con su pincel mojado en tinta roja, los sellos que habían utilizado en los decretos las dos emperatrices viudas dejaron de utilizarse[210]. El biombo de seda amarilla tras el que se sentaban Cixí y la emperatriz Zhen se plegó y ellas se retiraron al harén.
El emperador estaba decidido a mostrarse merecedor del puesto y prometió al gran tutor Weng que no iba a «ser perezoso ni negligente» ni quería «decepcionar a mis ancestros»[211]. El maestro se alegró muchísimo. Durante un año, más o menos, el joven fue fiel a su palabra y leyó informes, autorizó edictos y concedió audiencias. Pero no tenía la iniciativa de su madre. Sus instrucciones escritas en tinta roja eran breves y rutinarias. Cixí se atuvo a las reglas y no intervino en lo que hacía su hijo. Por consiguiente, no hubo más proyectos ni intentos de modernizar el imperio[212].
Solo hubo una excepción. Las legaciones occidentales estaban pidiendo audiencia con el monarca para presentar sus credenciales desde que habían llegado a Pekín. Hasta entonces les habían respondido que era impensable: el emperador era un niño y a las dos emperatrices viudas, al ser mujeres, no se las podía ver. Al día siguiente de asumir él el poder, las legaciones volvieron a enviar una petición colectiva de audiencia. Además, insistieron en ver al emperador sin tener que arrodillarse ni postrarse. Aunque lord Macartney, a su pesar, lo había hecho en 1793 por el bien de su misión comercial, el segundo enviado británico, lord Amherst, se había negado a presentarse en 1816. Ahora las legaciones unieron sus fuerzas y exigieron una audiencia sin tener que humillarse en el suelo. Pero la mayoría de la corte era inflexible al respecto y la respuesta fue que debían postrarse[213].
Cixí ya había tomado su decisión: los enviados no tenían que tocar el suelo. Unos años antes había discutido la cuestión con un pequeño círculo de personajes más liberales como el príncipe Gong, el marqués Zeng y el conde Li, y todos habían estado de acuerdo en que podían y debían hacer concesiones. El emperador Tongzhi hizo lo que le dijo su madre. El 29 de junio de 1873 recibió a los ministros enviados sin que se pusieran de rodillas ni tocaran el suelo con la frente. Fue un momento histórico. Los representantes se mantuvieron de pie, se quitaron el sombrero y avanzaron hacia el trono inclinando la cabeza a cada paso. El decano del cuerpo diplomático pronunció un discurso de felicitación y el príncipe Gong transmitió las palabras de buenos deseos del emperador. El acto duró media hora. La corte no hizo ningún anuncio público, porque no quería llamar la atención sobre el hecho de que no se habían postrado[214]. Uno de los que sí se enteró fue el gran tutor Weng, y le molestó[215]. Algunos, furiosos porque les parecía que el emperador había cedido a las presiones de Occidente, prometieron vengarse del desaire en el futuro.
Aparte de este delicado asunto, la burocracia siguió su curso de manera automática. La administración china tradicional era una máquina bien engrasada, que, salvo que surgiera una crisis, seguía funcionando. Las iniciativas no eran necesarias y no solían proponerse. Las políticas estatales dependían en gran medida del dinamismo del trono. Y, mientras que Cixí estaba llena de ideas innovadoras, su hijo carecía de ellas casi por completo. Tampoco había ningún espíritu especial de cambio. Cixí había llevado paz, estabilidad y cierto grado de prosperidad al imperio. No había ninguna rebelión campesina ni invasión extranjera.
No obstante, a pesar de ser un emperador puramente burocrático, Tongzhi tenía que, por lo menos, supervisar el trabajo, para que la máquina funcionara adecuadamente. Y todo eso a él lo cansaba. El adolescente alto, guapo y juerguista empezó a quedarse en la cama cada vez hasta más tarde. El número de audiencias disminuyó, hasta que llegó un momento en que no veía más que a una o dos personas al día, y en cada ocasión no hacía más que unas cuantas preguntas rutinarias. Los informes constantes se devolvían muchas veces sin leer, y él se limitaba a escribir el «Hágase como proponéis» de rigor, independientemente de que hubiera una «propuesta» o no. Al darse cuenta de ello, los ministerios hacían lo que les parecía, y la administración se relajó.
Esta situación tenía ya muy preocupados a los nobles cuando el emperador decidió reconstruir el Viejo Palacio de Verano. Había visitado las ruinas con su madre y le había consternado ver los restos de los gloriosos edificios cubiertos de hierba. En el otoño de 1873, escribió personalmente un edicto que anunciaba su intención de restaurar el complejo, al menos en parte. El motivo que alegó fue que las dos emperatrices viudas necesitaban un hogar para su retiro. Algunos pensaron que era razonable: el príncipe Gong donó 20.000 taeles de plata para contribuir a cubrir los costes. Cixí ofreció su apoyo entusiasta. La restauración era su sueño. Estaba deseando volver a vivir allí. Con su energía característica y su atención a los detalles, se dedicó en cuerpo y alma al proyecto y se lanzó a entrevistar a capataces y arquitectos, aprobar diseños y maquetas e incluso dibujar algunos de los interiores.
Las obras comenzaron la primavera siguiente, y el emperador hizo frecuentes visitas, en las que instaba a los constructores a acelerar, sobre todo con sus propios aposentos, para poder mudarse allí, incluso antes que las emperatrices viudas. En realidad, lo que más quería el joven monarca era un lugar en el que tener libertad para dedicarse a sus aventuras sexuales. Al tiempo que abandonaba cada vez más sus deberes reales, era bien sabido que pasaba el tiempo «disfrutando y retozando con eunucos». Seguía escapándose a hurtadillas de la Ciudad Prohibida, disfrazado, para visitar establecimientos de mala fama. La Ciudad Prohibida le resultaba muy incómoda, porque las puertas se cerraban al anochecer, y después de esa hora ni el emperador podía salir sin un motivo justificado. En el momento del cierre, los eunucos de guardia daban el grito de «llamada de anochecer» con sus voces atipladas, y entonces se cerraban las pesadas puertas, una por una, y se oía el ruido de los cerrojos. El inmenso complejo caía en un silencio total en el que solo se oían de vez en cuando, débilmente, los clac, clac, clac de los tacos de bambú de los guardias nocturnos por las calles de Pekín. En silencio, los vigías se iban pasando una maza de mano en mano por todas las murallas de la Ciudad Prohibida, para asegurarse de que ninguno se había quedado dormido ni había desaparecido y que no había huecos en las patrullas. El emperador Tongzhi detestaba las llamadas del anochecer y las puertas cerradas. Las numerosas e inflexibles normas que regían la vida del emperador —desde tener que despertarse a una hora fija hasta ir siempre acompañado de personas que anotaban cada uno de sus movimientos— eran una irritación permanente. Quería el Viejo Palacio de Verano como refugio. Vasto, sin ningún muro sólido que lo rodeara, ese era el lugar en el que podría llevar la vida que deseaba[216].
Sin embargo, pronto estalló un coro de oposición, acorde con la tradición de reprender al monarca si parecía que estaba demasiado atento a los placeres o envuelto en alguna aventura excesivamente cara. Los críticos señalaron que el país no era suficientemente próspero, y el Ministerio de Hacienda presentó al emperador un estado de cuentas que mostraba que el proyecto estaba por encima de las posibilidades del Estado. El tío del emperador, el príncipe Chun, le dijo que el Viejo Palacio de Verano no podía ser más que un recuerdo de la muerte de su padre y de su deber de vengarle[217]. Pero el emperador Tongzhi tenía la mente puesta en la diversión, más que en la venganza. Hizo caso omiso a su tío y arrojó el informe del Ministerio de Hacienda al ministro postrado ante él. No era un monarca que hiciera caso a sus opositores, y escribió con tinta roja un documento en el que denunciaba a los que habían mostrado sus reservas y los acusaba de intentar impedir que cumpliera con sus obligaciones filiales, un grave pecado de acuerdo con la ética confuciana. Adoptó un aire de superioridad moral, despidió a un funcionario «como advertencia» y dijo a los demás que «habrá castigo para quienes vuelvan a mencionar la cuestión». Al final, el príncipe Gong, que había comprendido que el proyecto no era factible, firmó una petición en la que rogaba a su real sobrino que cambiara de opinión. El joven le espetó: «¡Quizá pretendes que te ceda mi trono!». Un gran consejero, postrado en el suelo, se quedó tan asombrado por la reacción del emperador y lloró de tal manera que se desmayó y tuvieron que llevárselo.
En medio del enfrentamiento por la reconstrucción del Viejo Palacio de Verano, varias voces expresaron su desaprobación hacia el estilo de vida de Su Majestad, incluidos su obsesiva afición a la ópera, su abandono de los deberes de Estado y, en especial, sus salidas nocturnas disfrazado. Tongzhi exigió a sus dos tíos que le dijeran quién se había dedicado a contar esas historias. El príncipe Chun atribuyó el origen de las informaciones a varios locales concretos de mala fama, y el príncipe Gong a su hijo mayor, que era amigo del emperador. Este, furioso, los acusó de querer «intimidarlo», junto con otros cargos que equivalían a alta traición. Los dos príncipes no dejaron de golpear el suelo con la cabeza, pero no consiguieron aplacar la ira del emperador, que escribió con tinta roja un edicto con el que arrebató al príncipe Gong y su hijos sus títulos, apartó al príncipe de todos sus cargos y lo puso bajo vigilancia en el Departamento de los Nobles. Con otro edicto despidió al príncipe Chun[218].
Por suerte para los nobles, la madre del emperador estaba atenta. Escribieron a Cixí para rogarle que interviniera. Ella se dirigió a las oficinas de su hijo junto con la emperatriz Zhen y le dijo que hiciera caso a la mayoría. Entre lágrimas, le recriminó su trato al príncipe Gong. Mientras hablaba, el joven emperador se puso de pie y la escuchó, y, cuando la reprimenda de su madre se volvió emotiva, se arrodilló. El código tradicional obligaba al emperador a mostrarse sumiso con su madre, y además la quería. Rescindió todas las órdenes que había dado, y Cixí tuvo que abandonar su sueño de mudarse al Viejo Palacio de Verano[219].
El emperador Tongzhi no estaba dispuesto a dejar sus aventuras sexuales fuera de la Ciudad Prohibida y se fijó como objetivo el vecino Palacio del Mar. Este complejo, dominado por un vasto lago artificial, no albergaba grandiosos palacios, sino unos cuantos templos y edificios de gran calidad arquitectónica, protegidos solo por unos muros simbólicos. La zona de vivienda se encontraba en mal estado porque el padre y el abuelo del emperador Tongzhi no habían tenido dinero suficiente. Los nobles aprobaron las obras de renovación, y los trabajos comenzaron de inmediato. El emperador cobró afecto al lugar y siguió visitándolo a medida que el verano se convirtió en invierno, hasta que un día, cuando estaba en el lago, contrajo un resfriado.
Además, el emperador contrajo también algo mucho más grave. Su expediente médico de la Clínica Real muestra que el 8 de diciembre de 1874 aparecieron erupciones en su piel. Al día siguiente, los médicos le diagnosticaron viruela. El diagnóstico y las recetas de los médicos se dieron a conocer a los miembros del Gran Consejo. Mezclaron e hirvieron hierbas y otros ingredientes, algunos especiales, como gusanos de tierra, que se consideraba que servían para extraer el veneno. La infusión la probaron primero los médicos y luego los eunucos jefe. La corte empezó a observar todos los rituales relacionados con la viruela. Ante una fuerza mortal, lo que hacían los chinos —y en cierto modo siguen haciendo— era apaciguarla, incluso ponerla en un pedestal, con la esperanza de que se aplacara y los dejara en paz. Por eso, a la viruela le dieron el halagador nombre de «flores celestiales», tian-hua, y se dijo que el emperador estaba «disfrutando de la felicidad floral y celestial». Los cortesanos se vistieron con túnicas floreadas y bufandas de seda roja (el color de la alegría), y construyeron altares para adorar a la Diosa de las Ampollas, la dama supuestamente responsable de los granos llenos de pus. A los nueve días de que brotara la enfermedad, las ampollas mostraron señales de estar maduras para estallar. Se invitó a los más íntimos a ver a Su Majestad[220].
Junto al lecho real estaban de pie Cixí y la emperatriz Zhen, con velas en las manos. Pidieron a los nobles, que estaban de rodillas a cierta distancia, que se acercaran. El adolescente enfermo yacía con el rostro hacia ellos y levantó un brazo para que lo inspeccionaran. Vieron, como describió el gran tutor Weng, que «las flores son extremadamente densas y sus ojos apenas visibles». Al cabo de un rato se retiraron de la habitación y luego fueron convocados al salón de audiencias, donde Cixí habló con ellos largo y tendido. Estaba desconsolada y rompió a llorar mientras hablaba. Dijo que su hijo tal vez necesitara relajarse durante su recuperación y que, si «en ocasiones» quería que se interpretara música, «confiaba» en que los nobles «no se opusieran». Con estas palabras de claro reproche, los nobles dieron repetidos golpes de frente en el suelo.
Después, Cixí discutió con ellos asuntos de Estado. Dijo que, como el emperador no había podido trabajar, en los últimos días se había mostrado cada vez más inquieto y quería que los nobles encontrasen una solución. Los nobles propusieron que las dos emperatrices viudas se hicieran cargo mientras el emperador «gozaba del feliz acontecimiento». Luego se fueron a redactar una petición en ese sentido. Pero Cixí tuvo dudas; volvió a llamar a los nobles y les dijo que detuvieran la redacción. Se le había ocurrido que una «petición» podía dar la impresión de que se pedía al emperador que renunciara al poder. Decidió que la solicitud debía venir de su hijo, que, después de hablar con su madre, aseguró que estaba encantado de que interviniera ella. Al día siguiente, el emperador convocó a los nobles y, con más energía aparentemente que el día anterior, dijo con voz firme al príncipe Gong: «Solo quiero decir unas palabras. No debe haber un solo día en el que no se despachen los asuntos de Estado. Tengo pensado pedir a las dos emperatrices viudas que se ocupen de todos los informes en mi nombre, y yo volveré a cumplir mi deber como antes, después de este feliz acontecimiento». Cixí le dijo que los nobles ya habían «pedido» lo mismo la víspera; todos estaban de acuerdo, así que el emperador podía dejar de preocuparse. Los nobles se fueron, aliviados y satisfechos de que las riendas del poder estuvieran de nuevo en manos de Cixí[221].
En el decimosexto día de la enfermedad, las costras que cubrían el cuerpo del joven empezaron a caerse y pareció que se iba a curar. Levantaron el gran altar a la Diosa de las Ampollas que había sido erigido en uno de los salones y, con la compañía de una amplia brigada de guardias de honor, lo trasladaron fuera de la Ciudad Prohibida.
Pero el emperador Tongzhi no se recuperó. Sus llagas se inflamaron y estallaron, sin dejar de supurar. El 12 de enero de 1875, sin haber cumplido aún 19 años, falleció. Había gobernado menos de dos años. Existe la teoría de que le envenenó Cixí, pero no tiene ningún fundamento. Muchos sospechan que murió de sífilis; como esta enfermedad tiene síntomas muy similares a la viruela (durante un tiempo se la llamaba «mal de bubas», por las costras supurantes que cubren el cuerpo, como en la viruela), y como no existían los métodos actuales de diagnóstico, no es posible saberlo con certeza. Da la impresión de que en la corte tampoco lo sabían y sospecharon que la enfermedad del emperador tenía que ver con su estilo de vida. A Wang Qingqi, su amigo, le expulsaron de la corte y le prohibieron trabajar en un puesto oficial para siempre[222]. Se castigó a los eunucos más próximos al emperador, a unos con bastonazos y a otros con el destierro a las fronteras.
Lo más probable es que fuera viruela. En aquella época era un mal endémico en la capital, y la única hermana del emperador Tongzhi, la gran princesa, murió de lo mismo poco después, el 5 de febrero. En sus delirios murmuraba que su difunto padre la había llamado para que acompañara a su hermano[223].
Quien sí decidió acompañar al emperador y morir con él fue su esposa, Alute. Que una mujer se quitara la vida al fallecer su marido se consideraba la máxima virtud. En pueblos y aldeas se erigieron arcos de triunfo a mayor gloria de los dos(23). La princesa Alute, a la que habían seleccionado por sus virtudes, estuvo a la altura de las expectativas. Según varios eunucos, al expirar su marido, su padre le envió una caja de comida y, cuando ella la abrió y vio que estaba vacía, comprendió que le estaba diciendo que debía dejarse morir de inanición. Así lo hizo, y se granjeó la admiración de todos por ser digna hija de su padre. Murió 70 días después que su esposo, el 27 de marzo[224].
Muchos han responsabilizado de la muerte de Alute a Cixí. Los chinos la han acusado de maltratar a su nuera y empujarla al suicidio. Los occidentales han dicho que estaba embarazada del heredero al trono y Cixí la asesinó para asegurarse el poder. Ninguna de las acusaciones se basa en pruebas (aunque es posible que Cixí tratara con severidad a Alute). En realidad, la princesa procedía de una familia que había asumido el suicidio como suprema demostración de honor. Años después, en 1900, cuando las tropas occidentales invadieron Pekín y Cixí tuvo que huir, los 14 miembros de la familia se suicidaron para demostrar su lealtad[225].
Durante los 100 días posteriores a la muerte del emperador Tongzhi se prohibieron bodas y espectáculos en la capital. En todo el imperio se prohibió a los hombres que se afeitaran y se cortaran el pelo. (En épocas anteriores, el emperador Qianlong había encarcelado a unos funcionarios por violar la prohibición durante el periodo de luto por su esposa). Todas las campanas de los templos de Pekín, grandes y pequeños, repicaron 30.000 veces. En aquel entonces, los chinos eran sin duda el pueblo más ceremonioso de la Tierra. Los eruditos tenían que leer obligatoriamente un libro que contenía 3.000 normas de etiqueta. Una de las más importantes era que, hasta que el emperador fallecido fuera enterrado, no se podía tocar música en la corte. De modo que la Ciudad Prohibida volvió a callar, con figuras que se movían discretamente y en silencio, acompañadas solo por ecos.
La prohibición de la música en la corte se prolongó cuatro años, el tiempo que se tardó en construir el mausoleo del emperador Tongzhi. El emperador no se había erigido ninguna tumba, porque no había estado en el trono el tiempo suficiente para iniciar el proyecto. A su muerte, su madre envió al príncipe Chun y al gran tutor Weng, junto con un equipo de maestros del feng shui, a escoger el lugar ideal para enterrarle. Mientras tanto, su gigantesco ataúd permaneció en un salón de la Ciudad Real para que los altos funcionarios desfilaran a rendirle honores. El féretro estaba hecho de una madera preciosa, pintada 49 veces de color dorado, adornada con símbolos budistas y forrada con 13 capas de brocado decorado con innumerables dragones.
A las afueras de Pekín había dos recintos de mausoleos para los emperadores Qing, uno al oeste de la ciudad y otro al este. Se había seguido la regla de que el mausoleo de cada emperador estuviera en el mismo conjunto que el de su abuelo, no el de su padre. Como el padre de Tonghzi estaba enterrado en los Mausoleos Orientales, él debería haber sido sepultado en los Occidentales. Pero Cixí, cuyo destino era acabar enterrada junto a su marido en los Mausoleos Orientales, quería estar cerca de su hijo, así que le llevó allí. Los nobles manifestaron su comprensión y no se opusieron a que se desviara de la tradición.
Los dos recintos eran enormes, unos lugares de una belleza serena y natural, protegidos por colinas, ríos y bosques. Cada mausoleo tenía una cámara subterránea y un edificio sobre ella que era una reproducción de un palacio de la Ciudad Prohibida. En la fachada había esculpidas unas columnas de mármol blanco con unas coronas elevadas en forma de alas. Lo más sobrecogedor de un mausoleo era su entrada: una larga avenida en línea recta, bordeada de inmensas estatuas de piedra que representaban elefantes, leones, caballos y otros animales de gran tamaño, en una gran extensión de tierra. Sin embargo, en el mausoleo del emperador Tongzhi no se construyó una avenida así. El presupuesto no daba para ello. Cixí tuvo que escoger entre gastarse el dinero en la avenida o importar madera para el ataúd y los edificios funerarios. China sufría escasez de madera de calidad, y el mausoleo de su difunto marido había tenido que conformarse con la madera que había sobrado de la tumba de su padre. Cixí, que creía en la vida después de la muerte, quería que su hijo tuviera el mejor material en el más allá, así que decidió sacrificar la entrada gloriosa. Compró en el extranjero la madera más cara, una clase especial de nanmu, de la que se decía que era tan densa que en el agua se hundía en lugar de flotar.
El mausoleo se completó, por fin, más de cuatro años después de la muerte de Tongzhi, y un día de 1879, elegido por el astrólogo de la corte como el más propicio, se los depositó a él y a su emperatriz, Alute, juntos en la cámara subterránea. Sobre los ataúdes colocaron cientos de piezas de oro, plata, jade y piedras preciosas. Con la meticulosa atención de Cixí, la ceremonia del entierro tuvo la grandiosidad de otras anteriores, con la participación de todos los funcionarios de alto rango, que recorrieron a pie los 120 kilómetros desde la capital; 7.920 hombres se relevaron para llevar el féretro, en turnos de 120. Los habían preparado de manera profesional y se habían bañado con cuidado, para después vestirse con unas chaquetas moradas de arpillera, la tela obligatoria para el luto riguroso. Todos los funcionarios que trabajaban en un radio de 50 kilómetros desde la ruta acudieron a unas salas construidas especialmente para recibir el ataúd, postrados, a su paso. Cada sala estaba iluminada por miles de velas blancas de gran tamaño[226].
Aunque todo esto seguía el precedente establecido, Cixí se esforzó en cuidar cada detalle. Quería verdaderamente a su hijo. Muchos años después, en el aniversario de su muerte, la pintora estadounidense Katharine Carl, que estaba en la corte pintando el retrato de Cixí, se vistió de negro. Según escribió, Cixí comprendió que se había vestido con el color del luto en Occidente y «pareció muy conmovida». «Me cogió la mano entre las suyas y dijo: “Tienes buen corazón, al acordarte de mi pena y querer compartirla”, y sus lágrimas cayeron sobre mi mano, que ella mantuvo retenida»[227].