Una venganza contra occidente (1869-1871)
El príncipe Chun había sido el primer y más firme aliado de Cixí en la preparación del golpe, casi una década antes. Su propósito había sido acabar con un grupo de idiotas incompetentes a los que culpaba de la derrota del imperio y la muerte de su hermano, el emperador. A diferencia de Cixí, no tenía ninguna intención de transformar las políticas, sino que quería que el país fuera más fuerte para poder vengarse un día de las potencias occidentales. Su apoyo al golpe de Cixí y su cooperación con ella a lo largo de los años se habían basado en la hipótesis de que ella quería lo mismo.
Sin embargo, a medida que avanzaba la década de 1860, el príncipe Chun empezó a ver que la venganza no era una de las prioridades de Cixí y que, más bien, le atraían las costumbres de Occidente. Cuando, después de aplastar las rebeliones internas, muchos pidieron la expulsión de los occidentales, ella los ignoró. A principios de 1869, el príncipe Chun decidió que debía actuar y presentó un memorándum a Cixí. En él le recordaba el incendio del Viejo Palacio de Verano y la muerte de su marido en el exilio y escribió que el difunto emperador había «muerto con una intensa pena en su corazón», una pena que aún seguía atormentando al príncipe y le hacía sentir que no podía «vivir bajo el mismo cielo que el enemigo». Tras pasar por encima del hecho de que el comercio con Occidente había enriquecido al país, exigía que expulsara a todos los occidentales y cerrase las puertas de China. Había que hacer seis cosas, decía. Una, boicotear todas las mercancías extranjeras, con el fin de que los occidentales no tuvieran incentivos para ir a China; y pedía a la corte que sentara ejemplo destruyendo públicamente todos los productos occidentales que hubiera en los palacios. El ministro de Exteriores debía elaborar una lista de todos los extranjeros residentes en Pekín para que, cuando llegase el momento de romper relaciones, se los pudiera «eliminar» si era necesario, una labor para la que se ofrecía voluntario. El príncipe quería que Cixí emitiera «un decreto que diga a todos los jefes provinciales que deben animar a la aristocracia y el pueblo […] a quemar iglesias extranjeras, saquear los bienes extranjeros, matar a los comerciantes extranjeros y hundir los buques extranjeros», y subrayaba que todas esas acciones debían llevarse a cabo de forma simultánea «en todas las provincias». Para acabar su largo memorándum, el príncipe Chun decía sin rodeos a Cixí que debía «cumplir el último deseo» de su difunto marido y «no dejar ni un solo día de pensar en la venganza, no olvidarla ni por un instante»[186].
Cixí no quería atar el imperio al carro de la represalia. «Aunque no olvidemos los agravios ni un solo día […] los agravios no se solucionan matando gente ni quemando casas», razonó[187]. Envió el memorándum del príncipe Chun a los nobles para que lo debatieran. A todos les sorprendió la violencia de su propuesta y dijeron a Cixí que lo mantuviera en «el más alto de los secretos» y evitara filtraciones. Al príncipe Chun le dijeron palabras tranquilizadoras, elogiaron sus sentimientos y aprobaron medidas como la de impedir la entrada de las mercancías occidentales en la Ciudad Prohibida (salvo «artículos útiles como relojes y armas de fuego»). Pero dejaron claro que se oponían al tono agresivo de su propuesta, porque podía llevar a una guerra con Occidente, que China no podría ganar. El príncipe Chun aceptó de mala gana el veredicto de los nobles. Pero no quedó en absoluto convencido[188].
Poco después de estas comunicaciones fue cuando el príncipe Chun insistió en la ejecución del Pequeño An. Cixí no tuvo ninguna duda de que era un ataque político y personal contra ella. Mientras aguardaba su oportunidad de vengarse, el príncipe Chun preparó su siguiente paso.
En aquella época, el encuentro de la cultura occidental y la china había producido muchos enfrentamientos. Los occidentales calificaban a China de «semicivilizada», mientras que los chinos llamaban a los occidentales «demonios extranjeros». Pero la animosidad se centraba sobre todo en las misiones cristianas, que se habían establecido en muchas partes del país durante los diez años anteriores. Había habido revueltas ocasionales contra ellas, y hasta adquirieron una denominación específica: jiao-an, «casos relacionados con las misiones cristianas».
El origen no eran los prejuicios religiosos. Como observó el agregado Freeman-Mitford, los chinos no tenían fuertes antipatías religiosas:
Si no fuera así, ¿cómo es posible que haya habitado una colonia de judíos entre ellos sin que nadie les molestase durante dos mil años, y aún hoy […] en Kai Feng, en la provincia de Ho Nan? ¿Cómo es que los mahometanos han florecido enormemente en algunas provincias […]? En las murallas del palacio imperial de Pekín hay un pabellón ricamente decorado con inscripciones árabes del Corán en honor de una dama mahometana que fue esposa o favorita de uno de los emperadores. No parece que eso sea persecución religiosa. Y además […] el budismo ha sido la religión popular[189].
Se consideraba que el cristianismo era una enseñanza que «empuja a la gente a ser buena»: quan-ren-wei-shan. Ni siquiera los manifestantes anticristianos aborrecían la doctrina. Su ira se dirigía contra las misiones en sí. Ser extranjero siempre era motivo de sospecha, pero el principal problema era que las misiones se habían convertido en una autoridad rival a ojos de la gente normal. Tradicionalmente, las autoridades locales tenían poder absoluto en todas las disputas y administraban justicia —o injusticia— según su opinión. La viajera inglesa Isabella Bird estuvo en una ocasión sentada ante la puerta de las oficinas de un responsable provincial, el yamen, y observó su funcionamiento:
En la hora que pasé a la entrada del yamen de Ying-san Hsien, entraron y salieron 407 personas, hombres de todo tipo, muchos en sillas, pero la mayoría a pie, y casi todos bien vestidos. Todos llevaban papeles, y algunos, grandes dossiers. En el interior, secretarios, administrativos y escribas cruzaban una y otra vez el patio, deprisa y sin parar, y constantemente se despachaba a chai-jen, mensajeros, llenos de papeles. Sin duda se llevaban a cabo muchas transacciones de toda clase[190].
La llegada de los misioneros, apoyados por barcos de guerra, introdujo una nueva forma de autoridad en la sociedad. En las numerosas querellas que se producían, que iban desde las disputas de los derechos de propiedad de fuentes de agua o tierras hasta enfrentamientos históricos entre familias, era frecuente que quienes pensaban que no habían obtenido o no podían obtener justicia de las autoridades locales fueran a pedir protección a la iglesia y se convirtieran. En una situación de ese tipo, un cristiano chino podía acudir al sacerdote, como escribió Freeman-Mitford:
jurando que la acusación contra él no es más que un mero pretexto y que el verdadero delito es su profesión de la fe cristiana, en la que está protegido por el tratado. Lleno de justa indignación y confianza en la veracidad de su converso, al que, por ser cristiano, hay que creer forzosamente más que al hereje acusador, el sacerdote corre a la oficina del magistrado para apelar en nombre de su protegido. El magistrado declara al hombre culpable y le castiga; el sacerdote se aferra a su defensa; se sucede una correspondencia diplomática y ambas partes derraman las siete copas de la ira. ¿Cómo es posible que un sacerdote que se entromete y el mandarín que sufre la intromisión se amen el uno al otro?[191]
Como consecuencia, algunos funcionarios locales, indignados, fomentaban las hostilidades contra los cristianos. También alimentaban el resentimiento algunos malentendidos. Uno de ellos tuvo que ver con los orfanatos de los misioneros. Según la tradición china, los recién nacidos abandonados eran los únicos de los que cuidaban unas instituciones benéficas que debían inscribirse ante las autoridades. Los demás huérfanos y niños abandonados eran responsabilidad de sus parientes, y cómo trataran a los niños era cosa suya. A los chinos les resultaba incomprensible que unos extraños pudieran acoger a niños y niñas sin el consentimiento de sus familiares y que a estos no se les permitiera llevárselos y ni siquiera visitarlos. Esta costumbre despertaba gran suspicacia. Abundaban los rumores de que los misioneros secuestraban a los niños y utilizaban sus ojos y sus corazones como ingredientes medicinales o para fotografías, un fenómeno que en aquel entonces resultaba misterioso. Isabella Bird escribió:
Eran habituales las historias de que devoraban a los niños, y estoy segura de que la gente creía que eso era lo que hacían los misioneros […] Vi que, cuando los extranjeros entrábamos en una de las calles más pobres, muchas personas cogían a sus hijos y los metían a toda velocidad en casa; también había niños con cruces rojas sobre parches verdes cosidos en la espalda, en la creencia de que los extranjeros tenían demasiado respeto por la cruz como para hacer daño a cualquier niño que la llevara[192].
En junio de 1870 estalló un motín anticristiano en Tianjín, al parecer desencadenado por uno de esos rumores, el de que un orfanato administrado por las Hermanas de la Misericordia, dependientes de la Iglesia católica francesa, estaba secuestrando a niños y arrancándoles los ojos y los corazones para usos en fotografía y medicina. La muchedumbre dio una paliza a varios cristianos locales, a los que se acusó de haberse llevado a los niños, y luego los llevó a la oficina del magistrado. Aunque todos fueron declarados inocentes (uno estaba llevando a un niño de la escuela parroquial a casa), miles de hombres siguieron llenando las calles y arrojando ladrillos a los cristianos. El cónsul francés en Tianjín, Henri Fontanier, acudió corriendo con sus guardias y realizó un disparo que hirió a uno de los criados del magistrado. La muchedumbre enfurecida golpeó al francés hasta matarlo y luego mató a entre 30 y 40 chinos católicos, además de a 21 extranjeros. En tres horas de linchamientos, saqueos e incendios, se destruyeron orfanatos, iglesias y escuelas. Hubo víctimas mutiladas y destripadas, y a unas monjas extranjeras las desnudaron antes de matarlas[193].
La política de Cixí ante los incidentes que involucraban a cristianos había sido siempre «tratarlos con justicia»: chi-ping-ban-li[194]. No creía los rumores de que devoraban niños, que ya habían aparecido en ocasiones en otras zonas y siempre habían resultado falsos. Condenó de manera categórica los asesinatos e incendios y ordenó al marqués Zeng, virrey de Zhili, que tenía su despacho en Tianjín pero que en aquellos momentos estaba ausente por enfermedad, que fuera de inmediato a la ciudad e interviniera con el «arresto y castigo de los cabecillas del motín, para que se haga justicia». Hizo público un decreto en el que expresaba su compasión por las víctimas cristianas, rechazaba los rumores y decía a todos los jefes provinciales que protegieran a los misioneros. El príncipe Gong destinó más guardias a patrullar ante las casas de los occidentales.
El marqués Zeng llegó pronto a la conclusión de que el rumor que corría en Tianjín no tenía fundamento. Descubrió que el motín parecía distinto al caso habitual de unos funcionarios locales que se sumaban a una turba anticristiana; en esta ocasión había algo más siniestro detrás. Durante la investigación se reveló que el rumor lo había originado un tal comandante Chen Guorui, el Gran Jefe Chen. Los alborotadores detenidos confesaron que se habían enterado de lo de «los ojos y los corazones» por el Gran Jefe, que tenía los órganos en su poder, o eso creían. Chen había llegado a Tianjín por barco varios días antes de la revuelta, y había sido entonces cuando había empezado a difundirse el rumor. Los herreros empezaron a vender armas, pese a estar prohibido por las leyes Qing, y diversos vándalos y matones empezaron a entrar y salir de la vivienda del Gran Jefe, una posada anexa a un templo. El día de la revuelta, unos hombres fueron convocando a las masas calle por calle tocando gongs. Cuando el comisario imperial de la región, Chonghou, desmanteló el puente flotante que llevaba a la colonia internacional para tratar de impedir que la multitud llegara a ella, el Gran Jefe Chen ordenó que volvieran a montarlo y, mientras la gente lo atravesaba, les gritó desde su barco: «¡Buena gente, eliminad a los extranjeros, quemad sus casas!». Durante la matanza, Chen, que tenía mal genio y la costumbre de azotar a sus subordinados, permaneció en el barco, según contó él mismo, «buscando placer con niños».
Resultó que el Gran Jefe Chen era un protegido del príncipe Chun. Después de que se revelara su actuación, el príncipe escribió varias cartas a Cixí en las que le decía que «tengo mucho afecto a este hombre y quiero utilizarle en nuestra causa contra los bárbaros extranjeros». Había que tratar bien a Chen porque todos los hombres del imperio con ideales estarían observando lo que le sucedía y podrían ver si el trono tenía verdaderos deseos de «vengar al país». Había que «alentar» a la muchedumbre, no castigarla, advirtió el príncipe. No había duda alguna de que Chen había instigado el motín ni de que tenía detrás al príncipe Chun.
Cixí comprendió asimismo que el príncipe Chun había querido que todo el país hiciera lo mismo que Tianjín. Durante la matanza y después, la agitación se extendió a todo el imperio, y circularon los mismos rumores sobre los misioneros, los ojos y los corazones. En algunos lugares aparecieron en las calles carteles que anunciaban que en un día concreto debían salir todos a matar a los extranjeros y destruir las iglesias. En varias ciudades estallaron motines, aunque de menor tamaño. Todo encajaba a la perfección con el memorándum enviado por el príncipe Chun a Cixí un año antes, y la conclusión inevitable fue que el príncipe había asumido la responsabilidad de llevar su plan a la práctica.
Al darse cuenta del papel que había tenido el príncipe, y sabiendo lo poderoso que era y que sus ideas eran muy populares, Cixí se volvió precavida. Tuvo que negarse a cumplir la exigencia de llevar al Gran Jefe Chen ante la justicia que le hizo el enviado francés, que se había enterado de la actuación de Chen por los cristianos locales. Ceder a las demandas francesas habría despertado una furia inimaginable contra ella y contra su Gobierno. Circulaban ya peticiones para que aprovechara los disturbios de Tianjín y prohibiera las misiones cristianas, destruyera las iglesias y expulsara a todos los occidentales. Los nobles estaban furiosos por la posibilidad de castigar a los amotinados, a los que consideraban héroes y que contaban con la admiración de personas como el gran tutor Weng. En los abanicos más elegantes se dibujaron escenas de los asesinatos y los incendios, que los personajes más cultos calificaron de obras de arte. El marqués Zeng fue objeto de airados ataques por «ponerse de parte de los demonios extranjeros» y recibió un trato de auténtico paria. En las discusiones mantenidas delante del trono sobre el motín dominó el príncipe Chun y nadie se atrevió a insinuar que había que castigar al Gran Jefe Chen. Con aire arrogante, el príncipe criticó al Gobierno de Cixí por no haber dado ningún paso en los diez años anteriores para ejercer represalias[195].
La posición de Cixí ya estaba muy debilitada por el episodio del Pequeño An. Ahora pensó que tenía que congraciarse con el príncipe Chun y para ello fingió que estaba de acuerdo con él. Le dijo a él y a los demás nobles que ella también consideraba a los bárbaros extranjeros como sus enemigos declarados, pero que su problema era que su hijo no era aún mayor de edad y ella no podía más que ir manteniendo todo en funcionamiento hasta que fuera adulto. Tal vez con la idea de que debía utilizar todos sus poderes para seducir y despertar simpatías, Cixí ordenó que quitaran el biombo de seda amarilla y se sentó cara a cara con los nobles, seguramente por primera vez. Mostró una imagen de impotencia muy atractiva y les suplicó que les dijeran a la emperatriz Zhen y a ella qué hacer porque no tenían «ni idea»[196].
En esas circunstancias, el 25 de julio de 1870, murió la madre de Cixí. Durante su enfermedad había consultado no solo a médicos chinos sino también a la doctora estadounidense Headland, que se había convertido en leal amiga de muchas familias de la aristocracia. Cixí envió a gente a la casa de su madre para que presentaran sus respetos en su nombre y rezó por ella en un altar que mandó levantar en sus aposentos. Dispuso que se colocara el ataúd de su madre en un templo taoísta 100 días, durante los que un abad dirigió un servicio diario. Pero ella no salió de la Ciudad Prohibida. La seguridad era mucho más difícil de garantizar en las calles de Pekín. Tal vez tuvo alguna intuición siniestra. En esa época, el astrólogo de la corte, que observaba las estrellas y hacía interpretaciones en el Observatorio Imperial construido por los jesuitas y equipado por los europeos, predijo que iba a ser asesinada una autoridad importante. Era una profecía extraordinaria, porque prácticamente no había habido magnicidios en la historia Qing. Un mes después, el virrey Ma Xinyi fue asesinado en Nankín. Había denunciado a varias personas que habían extendido rumores con falsas acusaciones contra misioneros y las había castigado. Con ello logró evitar una matanza como la de Tianjín en Nankín[197].
Mientras tanto, como las principales víctimas del motín de Tianjín eran francesas, incluido el cónsul, Henri Fontanier, llegaron barcos de guerra franceses que dispararon tiros de advertencia ante los Fuertes de Dagu. La guerra parecía inevitable. Cixí tuvo que mover tropas y hacer preparativos. El marqués Zeng, que había estado enfermo, sufrió varios ataques de nervios y tuvo que permanecer en cama. Escribió a Cixí: «China no puede permitirse de ninguna manera una guerra». Nadie en la corte, ni siquiera los que con más vigor exigían venganza, tenía ninguna respuesta para la demostración de fuerza de los franceses.
En ese crítico momento, el hombre que más ayudó a Cixí fue el conde Li, entonces virrey de otra región (China estaba dividida en nueve virreinatos). Partió de inmediato con su ejército para defender la costa y dio prácticos consejos sobre una posible solución diplomática para la crisis. Había que ejecutar a los asesinos convictos, recomendó, pero al menor número posible para no inflamar a la población. El ministro de Exteriores debía explicar a las legaciones extranjeras que insistían en que se castigara a los alborotadores que «un número excesivo de ejecuciones no serviría más que para crear unos enemigos más decididos y no favorecería los intereses de los occidentales a largo plazo». Otro argumento que el conde dijo que debía utilizar Pekín fue que comprendía que los occidentales «mantienen la intención de tratar a los chinos normales y corrientes con generosidad y consideran sagrado el principio de no matar a la ligera»; que sabía que los misioneros practicaban la bondad. «Todos estos sentimientos se contradicen con unas ejecuciones masivas»[198]. Cixí valoró su forma de comprender Occidente y le nombró virrey de Zhili, la región que rodeaba Pekín y, por tanto, el virreinato más importante. Como la capital de la región era Tianjín, un Puerto del Tratado habitado por occidentales, el conde podría tratar directamente con ellos. Y además estaría, por supuesto, cerca de Pekín. El conde sucedió al marqués Zeng, que, después de una larga enfermedad, falleció en 1872.
Aconsejado por el conde Li, el príncipe Gong concibió una solución conciliadora que pretendía satisfacer a los franceses sin enfurecer más a los xenófobos chinos. Se condenó a muerte a 20 «criminales» y se desterró a las fronteras a otros 25. Muchos hombres no tenían ni un nombre propiamente dicho, señal de la mísera existencia que vivían. Se los identificó solo como «Liu el segundo hijo», «Deng el viejo», y así sucesivamente; el que encabezaba la lista era «el cojo Deng». El día de la ejecución, funcionarios y espectadores les vitorearon como auténticos héroes, su único momento de gloria. Dos funcionarios locales que habían participado en los disturbios fueron castigados, pero solo por incumplimiento del deber («no haber reprimido con suficiente fuerza a la turba»), y condenados al exilio en las fronteras septentrionales. Su estancia fue breve, porque «todo el imperio observa su suerte», advirtió el marqués Zeng. En cuanto al comandante Chen, fue declarado «totalmente inocente». La correspondencia judicial sobre él empleó un lenguaje de lo más suave, para que no se enfadara.
Se pagaron indemnizaciones a las víctimas y se costeó la reparación de las iglesias. A Chonghou, el funcionario que había intentado proteger a los occidentales desmantelando el pontón, lo enviaron a Francia a proclamar que Pekín condenaba el motín y expresaba sus deseos «de conciliación y amistad». Se extendió la idea tergiversada (que sigue vigente) de que Cixí enviaba a Chonghou a humillarse, y el príncipe Chun, indignado, lo criticó.
Francia aceptó la solución. Estaba en guerra con Prusia en Europa y no podía embarcarse en otra en Oriente. El imperio chino se libró por los pelos.
El príncipe Chun no estaba nada arrepentido de la crisis que había provocado y, furioso con la solución, afirmó que sufría de una «enfermedad del corazón» y se quedó en la cama. Allí escribió a Cixí tres largas cartas en las que la criticaba sin reparos por no alentar a los amotinados de Tianjín ni hacer que la gente siguiera su ejemplo en toda China. Insinuó que no había cumplido los deseos de su difunto esposo. La respuesta de Cixí estuvo llena de lugares comunes y no le discutió nada. Pero el príncipe Chun no la dejó en paz: se apresuró a escribir una cuarta carta en la que repetía su acusación y alegaba que, gracias a ella, «los extranjeros están todavía más desenfrenados». Se había dado cuenta de sus evasivas: «Lo que dice el decreto no es en absoluto de lo que yo hablaba. No se dice una palabra sobre el asunto de los bárbaros extranjeros. Es muy escalofriante y preocupante». Cixí se vio obligada a tratar la cuestión, pero insistió en que la expulsión de los occidentales «no está prevista» y en que China debía buscar «la coexistencia pacífica con los países extranjeros». Gracias al apoyo del príncipe Gong y otras autoridades importantes como el conde Li, logró ignorar al príncipe Chun.
Este último siguió cultivando su resentimiento. A principios del siguiente año, 1871, volvió a escribir para quejarse una y otra vez de lo mismo: que Cixí no quería vengarse de Occidente. Sin llegar a denunciarla a ella personalmente, convirtió al príncipe Gong y a sus colegas en chivos expiatorios y los acusó de «mostrarse serviles con los bárbaros extranjeros». Los dos hermanos no se hablaban, pero Cixí tenía que seguirle la corriente a Chun[199].
Desde luego, el príncipe era muy capaz de instigar otra revuelta como la de Tianjín, que podía acabar arrastrando a todo el imperio a una guerra catastrófica. Pero Cixí no podía censurarle. Su postura contra los extranjeros era tan popular entre los funcionarios y la población que pelearse con él por este asunto habría sido suicida para ella. El príncipe Chun, pues, se había convertido en una bomba de relojería para el imperio. Como líder de la facción xenófoba, era el principal obstáculo para la política de puertas abiertas de Cixí; y, como jefe de la Guardia Pretoriana, podía llegar a ser una amenaza contra su vida. Hasta entonces no le había hecho nada porque, además de ser la madre del emperador y la hermana de su esposa, su hijo iba a asumir pronto el poder y entonces ella regresaría al harén. Estaba dispuesto a tolerarla durante ese breve periodo. Sin embargo, para Cixí, garantizar la seguridad del imperio y la suya propia quería decir que había que hacer algo con el príncipe Chun.