Un amor maldito (1869)
En sus primeros años como gobernante del imperio chino, Cixí, viuda y entre los veintimuchos y los treinta y pocos años, que vivía en el harén rodeada por eunucos, se encariñó de uno de ellos, An Dehai, apodado «el Pequeño An». En realidad, se enamoró de él. Ocho años más joven que ella, el Pequeño An procedía de una zona próxima a Pekín, Wanping, que tenía tradición de proveer de eunucos a la corte. Tenía una historia algo distinta a la de la mayoría de los eunucos. La pobreza empujaba a sus padres a castrarlos en la infancia con la esperanza de que pudieran ganarse mejor la vida en la corte. Normalmente, el padre llevaba al niño a un castrador especializado, que trabajaba nombrado por la corte. Después de firmar un contrato que absolvía al castrador de cualquier responsabilidad en caso de muerte o fallo (que eran dos resultados muy probables), se llevaba a cabo la dolorosísima operación. Los honorarios del castrador eran muy altos y había que pagarlos descontándolos de los ingresos futuros. Si el chico se quedaba en una categoría inferior, podía tardar años en satisfacer la deuda. Para ahorrar dinero, a veces castraban a los niños sus propios padres.
La mayoría de los hombres sentían una repugnancia visceral hacia los eunucos. El emperador Kangxi, que gobernó 61 años, los llamaba «los más bajos y abyectos, más gusanos y hormigas que hombres». Qianlong El Magnífico decía que «no hay nadie más pequeño ni más bajo que estos estúpidos campesinos» y que «la corte muestra una generosidad extravagante al permitirles servir aquí»[171]. Vivían casi como prisioneros en los palacios, de los que rara vez los dejaban salir. Los castigos a los que se los sometía no tenían que regirse por el procedimiento legal Qing: lo único que hacía falta para golpear a un eunuco hasta matarle era el capricho del emperador. La gente corriente se reía de ellos por el problema más habitual que padecían: la incontinencia, consecuencia de la castración, que se agravaba con la edad y que los forzaba a llevar pañales todo el tiempo. Los eunucos eran objeto de desprecio universal por haber perdido su virilidad. Eran pocos los hombres que les mostraban compasión o tenían en cuenta que habían acabado en su mísera condición empujados por una pobreza desesperada. Las únicas que solían sentir algo de piedad y de afecto por ellos eran las mujeres de la corte que vivían en su compañía.
El Pequeño An, atractivo y sensible, sirvió a Cixí durante años y se volvió indispensable para ella. Todos sabían que era su favorito. Pero los sentimientos de Cixí hacia él superaban el afecto hacia un criado devoto. La volvía loca. En el verano de 1869, los cortesanos empezaron a notar que Cixí no trabajaba tanto como antes y que tenía cierto aire de languidez, una actitud que indicaba cierta «indulgencia en la búsqueda de placeres»[172]. Estaba claramente enamorada, y el amor la hizo dar un paso tremendamente audaz y peligroso que violó las arraigadas tradiciones dinásticas.
Ese año, el emperador Tongzhi, su hijo, cumplía 13 años. Siguiendo la tradición, Cixí empezó a preparar su boda, que indicaría su paso a la edad adulta. En primavera se puso en marcha la selección de consortes en todo el país. Los ropajes para la ceremonia los iban a hacer los sastres reales de Souzhou, el renombrado centro de la seda próximo a Shanghái. Cixí envió a dicha ciudad, tan famosa por sus bellos canales y jardines como por su seda, al Pequeño An para «supervisar la compra». Era innecesario, porque existía un cauce establecido para realizar la operación. Y tampoco tenía precedentes. Ningún emperador Qing había enviado nunca a un eunuco con un encargo fuera de la capital. Pero Cixí no pensó más que en lo contento que se pondría el Pequeño An. Iba a salir de la Ciudad Prohibida, de Pekín, a viajar por el Gran Canal que conectaba el norte y el sur de China. Incluso podría celebrar su cumpleaños en el barco. A Cixí le habría encantado poder hacer el viaje ella misma. Sentía un intenso odio por la Ciudad Prohibida, que le parecía un lugar «deprimente», sin nada más que patios y callejones encerrados entre muros[173]. Los vientos embriagadores que habían llegado a las puertas de la Ciudad Prohibida desde el otro lado del océano habían agitado unas aspiraciones hasta entonces inconcebibles.
En agosto, el Pequeño An partió en un grupo que incluía a miembros de su familia y otros eunucos. Cuando el gran tutor Weng se enteró, escribió en su diario, muy alarmado, que era «una cosa muy extraña». Otros nobles también se quedaron extrañados, y luego horrorizados, al saber que el Pequeño An, con un séquito considerable, se lo estaba pasando bien y causando sensación. La gente no había visto nunca a un eunuco y estaba entusiasmada con el espectáculo. Cuando aparecía su barcaza en el Gran Canal, las masas acudían a contemplarla admiradas. Los nobles estaban furiosos. Al llegar a Shandong, el gobernador de la provincia, Ding Baozhen, obsesionado con las normas y las costumbres establecidas, detuvo al Pequeño An y el resto del grupo. Cuando envió su informe a la corte, el gran tutor Weng exclamó: «¡Qué satisfacción! ¡Qué satisfacción!»[174].
Todos los nobles de la corte dijeron que había que ejecutar al Pequeño An porque había infringido unas normas cardinales. En realidad, el joven no había infringido nada. La dinastía estipulaba que a los eunucos les estaba «prohibido salir de la Ciudad Real sin autorización». Pero él tenía autorización, de Cixí. Lo que habían hecho los dos era romper con una tradición que encerraba a los eunucos en los palacios. Y para los nobles eso era imperdonable. El más insistente de todos en que se le ejecutara fue el príncipe Chun, el cuñado de Cixí, amigo del gran tutor Weng, con el que solía estar de acuerdo[175]. Discrepaban de muchas cosas que hacía Cixí, y esta fue la gota que colmó el vaso. Hasta el príncipe Gong y sus colegas más abiertos pidieron la ejecución. Cixí era parte interesada y no podía intervenir en la decisión. Su amiga, la emperatriz Zhen, suplicó a los nobles: «¿No se le puede perdonar la vida en pago por todos los años que ha servido con devoción a la emperatriz viuda?»[176]. Los nobles respondieron con un silencio sepulcral, que equivalía a un sonoro «no». La cuestión quedó zanjada. Allí mismo se redactó un decreto que ordenaba la ejecución inmediata del Pequeño An.
Cixí sintió que su mundo se derrumbaba. Consiguió retrasar el decreto dos días, que aprovechó para implorar a la emperatriz Zhen que redoblara sus ruegos para salvar la vida del Pequeño An. Pero todos los esfuerzos fueron en vano. El príncipe Chun llegó y exigió a las mujeres que hicieran público el decreto al instante, y probablemente advirtió a Cixí que lo que debía hacer era distanciarse del Pequeño An, no al contrario. La emperatriz Zhen se vio obligada a dejar que se publicara el documento.
Ordenaron al gobernador Ding que ejecutara la sentencia cuanto antes, sin necesidad de más confirmación por parte de la corte. El príncipe Chun y otros querían asegurarse de que Cixí no tuviera más tiempo para encontrar una forma de evitarlo. Al Pequeño An «no debe permitírsele defenderse con astutas explicaciones» ni «debe ser interrogado» en absoluto[177]. Por lo visto, los nobles sospechaban que había tenido una aventura amorosa con Cixí y querían tapar el escándalo.
Así que el Pequeño An murió decapitado. También se ejecutó a otros seis eunucos y a siete guardaespaldas contratados. El gobernador Ding, al parecer, tuvo expuesto el cadáver en el cadalso varios días, para que la gente pudiera ver que no tenía órganos masculinos[178]. Se había extendido el rumor de que era el amante de Cixí. En la Ciudad Prohibida, ella mandó que le entregaran todas las pertenencias del eunuco y se las dio a uno de sus propios hermanos, para que las tuviera alguien de confianza[179].
Un buen amigo del Pequeño An —otro eunuco de la Ciudad Prohibida— se quejó de que era Cixí la que había «enviado a Dehai a su muerte», primero por mandarle fuera de Pekín y luego por no haber asumido la responsabilidad. El comentario puso el dedo en la llaga. En un arrebato de furia, Cixí ordenó que ejecutaran al eunuco estrangulándole[180]. Un secretario principal del Gran Consejo, Zhu, contó en una carta a un amigo que la emperatriz viuda estaba «descargando su ira sobre los criados que la rodeaban». Rezumaba «amargura y pesar, un pesar desbordante». Y en clara referencia a su enfado con el príncipe Chun, el secretario decía que «mantiene una profunda hostilidad contra varios príncipes y nobles muy cercanos» y «se niega a calmarse»[181].
El príncipe Chun y otros nobles no solo mataron al amante de Cixí, sino que enviaron una advertencia sobre varios de los alarmantes cambios que estaba introduciendo. Además de dar estatus social a los eunucos, parecía permitir que se viera a mujeres en público, pese a que la tradición dictaba que debían permanecer en casa[182]. (Los diplomáticos británicos eran atacados con piedras cuando iban acompañados de señoras, mientras que en otras ocasiones no encontraban más que amabilidad). El Pequeño An se había llevado en el viaje a su hermana, su sobrina y varias mujeres músicas, a las que ahora exiliaron a las tierras salvajes del norte para servir como esclavas a los guardias fronterizos. Los nobles no persiguieron a la propia Cixí. No querían deshacerse de ella. Sus logros eran monumentales y se valoraban. El gobernador Ding dijo a sus subordinados que ella había llevado a China «una prosperidad que ha sobrepasado incluso a las de dinastías [tan gloriosas] como la Tang y la Song»[183]. Solo querían avisarla de que no fuera demasiado lejos. En cualquier caso, se avecinaba su retirada. Su hijo asumiría el poder poco después de su boda.
Después de todas las ejecuciones, mientras el príncipe Chun y otros expresaban su «sentido alborozo», Cixí se derrumbó y permaneció en la cama más de un mes. Era incapaz de dormir, tenía un ruido perpetuo en los oídos y el rostro muy hinchado, y vomitaba de forma constante, a menudo bilis. Los médicos reales diagnosticaron el equivalente chino a una depresión nerviosa —«el qi del hígado se dispara hacia arriba, en dirección opuesta al canal normal [hacia abajo]— y mantuvieron una vigilia junto a su puerta. Una de las medicinas prescritas fue sangre de gacela mongola, de la que se decía que reducía las inflamaciones. Hacia finales de año empezó a trabajar de nuevo, pero los vómitos proseguían. Semejante reacción física era algo extraordinario en ella, que, al fin y al cabo, no era nada tímida: había logrado llevar a cabo un golpe de Estado con frialdad, sin el menor signo de tensión física ni emocional, a pesar de que se arriesgaba a una muerte por mil cortes. Pero ahora parecía que le habían estrujado el corazón. Solo el amor podía causar un caos así[184].
Su hijo rezaba por ella y la visitaba con devoción. Pero el niño no podía reconfortar a su madre, que se sentía inconsolable. Lo único que la aliviaba era la música. Llevaba casi diez años sin poder disfrutarla como habría querido. Primero, tras la muerte de su esposo, las normas de la corte dictaban que se prohibieran todos los entretenimientos durante dos años. Al terminar ese periodo, la presión general empujó a Cixí a prolongar la prohibición dos años más, hasta su entierro. Incluso entonces, en la Ciudad Prohibida solo habían empezado a representarse óperas en ciertas ocasiones festivas. Ahora, como para desafiar a todos, Cixí ordenó que se representaran a diario, y en sus aposentos se oía música de forma casi ininterrumpida[185]. En su lecho de enferma, mientras ahogaba sus penas en la música, daba vueltas a una idea: cómo castigar al hombre que más había insistido en ejecutar al Pequeño An y que encabezaba la manada de lobos, su cuñado, el príncipe Chun.
Las ejecuciones del Pequeño An y sus acompañantes bastaron para que Cixí decidiera no volver a tener un amante. El precio era demasiado alto. Su corazón pareció cerrarse. Y la modernización de China también salió perjudicada y quedó en gran parte en suspenso durante los años posteriores, mientras ella trataba de recorrer un campo de minas.