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Los primeros viajes a occidente (1861-1871)

En el camino hacia la modernidad Cixí contó con un alma gemela, asesor cercano y administrador responsable, que fue el príncipe Gong. Formulaba todas sus decisiones con la ayuda de él, que era el encargado de llevarlas a la práctica. Entre los dos, el biombo de seda amarilla era casi inexistente.

Sin un hombre así fuera de los confines del harén, Cixí no habría podido gobernar con eficacia. En compensación, le concedió todo tipo de honores sin precedentes y, sobre todo, le eximió de tener que arrodillarse y postrarse ante ella. Un edicto imperial hecho público inmediatamente después del golpe, en nombre de su hijo, concedía el privilegio de no arrodillarse ni tocar el suelo con la frente en las reuniones diarias al príncipe Gong, así como al príncipe Chun y a otros tres tíos del emperador niño[141]. El príncipe Gong era el más beneficiado, porque veía a Cixí a diario. Pero ella acabó dándose cuenta de que tenía que retirarle el honor, porque, sin la rígida etiqueta, el príncipe Gong se mostraba demasiado relajado con ella y la trataba con la misma condescendencia que solía exhibir con todas las mujeres, en especial porque ella era muy joven: no había cumplido aún los 30. El comportamiento del príncipe la irritó y enfadó durante un tiempo hasta que un día, en 1865, estalló y, muy agitada, lo despidió. Escribió de su puño y letra un decreto en el que le acusaba de «tener una opinión demasiado buena de sí mismo», «pavonearse y darse aires» y sencillamente, «decir muchas tonterías»[142]. Fue uno de los pocos decretos que Cixí escribió en persona. Su caligrafía seguía siendo mala, y su texto estaba lleno de solecismos. El hecho de que abandonara la cautela y dejara al descubierto su vulnerabilidad —su falta de formación académica, que tanto importaba a la élite— demuestra lo furiosa que estaba.

Como suele pasar con los momentos complicados en las relaciones sólidas, la tormenta pasó. Los nobles mediaron. Cixí se tranquilizó. El príncipe Gong pidió perdón y se postró a sus pies (que permanecían detrás del biombo de seda amarilla), llorando y prometiendo cambiar su actitud. Viendo que había dejado claro su propósito, Cixí rescindió el decreto y volvió a colocar al príncipe Gong en sus antiguos cargos. Ahora bien, le retiró el título de gran asesor, aunque siguió desempeñando las mismas funciones que antes. También le dijo que en la corte mostrara más respeto y dejara atrás su arrogancia. A partir de entonces, el príncipe Gong, domesticado, tuvo cuidado de mostrarse humilde y de arrodillarse y postrarse en presencia de ella. Este episodio fue una advertencia a otros nobles y les sirvió para no mostrarse condescendientes con Cixí. Ella era la que mandaba. Todos debían postrarse ante ella[143].

Su relación con el príncipe Gong siguió siendo muy estrecha en el trabajo. De hecho, se unieron más que nunca por todas las ocasiones en las que tenían que hacer frente como «camaradas» a los conservadores que se oponían a sus intentos de llevar la modernidad al imperio.

Un episodio importante fue el relacionado con la primera institución educativa moderna, el Colegio Tongwen, la Escuela de Aprendizaje Combinado. Se creó en 1862, poco después de que comenzara el reinado de Cixí, para formar a intérpretes. En su momento topó con relativamente poca resistencia; al fin y al cabo, China debía relacionarse con extranjeros. La Escuela se alojaba en una pintoresca mansión en la que, entre dátiles y bosquecillos de lilos y jazmines amarillos, un pequeño campanario anunciaba las clases. Pero en 1865, cuando, siguiendo el consejo del príncipe Gong, Cixí decidió convertirla en todo un colegio universitario para la enseñanza de las ciencias, la oposición enloqueció. Durante 2.000 años, las únicas materias que se consideraban apropiadas para la educación habían sido las enseñanzas clásicas. Cixí defendió su decisión diciendo que el colegio no pretendía más que «tomar prestados métodos occidentales para verificar ideas chinas» y no iba a «sustituir las enseñanzas de nuestros sagrados sabios»[144]. Pero eso no calmó a los funcionarios que habían llegado a sus puestos a base de absorber los clásicos confucianos y que dijeron que el Ministerio de Exteriores y el príncipe Gong eran «secuaces de los demonios extranjeros»[145]. En los muros de la ciudad aparecieron pintadas con insultos al príncipe.

Un motivo de indignación era que, en este colegio, los extranjeros iban a ser «profesores». Tradicionalmente, un profesor era una figura muy venerada, un mentor para toda la vida, que impartía sabiduría además de conocimientos y al que había que respetar como a un padre. (El asesinato de un profesor se calificaba de parricidio, que, como la traición, se castigaba con la muerte de los mil cortes). Emperadores y príncipes levantaban en sus hogares altares para honrar a sus maestros fallecidos. Quien con más fuerza se opuso a esta iniciativa fue un estudioso mongol muy querido, Woren, que era profesor del hijo de Cixí, el emperador Tongzhi. En una carta a Cixí escribió que no había que conceder a los occidentales un estatus tan elevado porque eran enemigos que habían «invadido nuestro país, amenazado nuestra dinastía, quemado nuestros palacios y matado a nuestra gente». Y razonó: «Hoy estamos aprendiendo sus secretos para combatirles en guerras futuras, y ¿cómo podemos fiarnos de que no hagan trampas y nos enseñen falsedades?».

Aunque a los disidentes violentos les había respondido con contundencia, en el caso de Woren, Cixí se mostró amable y se limitó a pedirle que encontrase profesores chinos para enseñar ciencias. Fue una manera de comprometer al tutor mongol, que tuvo que reconocer que no tenía nadie a quien nombrar. Cixí le dijo que siguiera intentando encontrar una solución para los problemas del país. El maestro, que había sido escogido para enseñar al emperador por sus profundos principios confucianos, estaba convencido de sus propios argumentos, pero se sintió impotente y perturbado al chocar con la realidad. Un día estalló en sollozos mientras daba clase al emperador de nueve años, que, como nunca había visto llorar al viejo maestro, se asustó y se sintió desconcertado. Pocos días después, el anciano se desmayó cuando intentaba subirse a un caballo. Estaba enfermo y quiso dimitir. Cixí se negó a aceptar la dimisión, pero le concedió una baja permanente por enfermedad[146]. Woren dejó a muchos seguidores en la corte, incluido otro profesor, el gran tutor Weng, que también odiaba a Occidente. Weng había llorado con el incendio del Viejo Palacio de Verano y calificaba a los occidentales de Pekín de «sucios animales» y «lobos y chacales»[147].

Cixí siguió adelante a pesar de la tenaz oposición y nombró a un alto funcionario, Hsü Chi-she, como director del colegio, con el anuncio de que Hsü tenía un «gran prestigio» y era «un buen modelo» para los estudiantes[148]. El mérito que distinguía a Hsü, para la emperatriz viuda, era el libro que había escrito, la primera descripción exhaustiva del mundo hecha por un chino. Aunque nunca había estado en el extranjero, Hsü había llevado a cabo su gran obra con ayuda de un misionero estadounidense, David Abeel, de quien se había hecho amigo cuando trabajaba en la costa meridional, durante la década de 1840. En el libro situaba a China como un país más entre otros muchos en la Tierra, con lo que contradecía la idea de que China era el Reino del Centro, el centro del mundo. Estados Unidos parecía ser el país que más admiraba, y de George Washington decía: «¡Ah, qué héroe!». Hsü explicaba que, después de que Washington librara guerras de las que había salido victorioso en un vasto territorio, cuando la gente le había querido designar rey, él «no ascendió al trono, ni transmitió su puesto a sus descendientes. Por el contrario, creó el sistema por el que una persona se convierte en jefe del país mediante una elección». «¡Washington era un hombre extraordinario!», exclamó(21). Lo que más impresionaba a Hsü era el hecho de que Estados Unidos «no tiene realeza ni nobles […] En este Estado completamente nuevo, los asuntos públicos los decide el pueblo. ¡Qué maravilla!». Para Hsü, Estados Unidos era lo que más se aproximaba al ideal confuciano de que «todo lo que está bajo el Cielo es para el pueblo» (tian-xia-wei-gong), y era el lugar más similar a las Tres Grandes Dinastías de la Antigüedad de China, las de los emperadores Shun, Yao y Yu, más de 4.000 años antes. Los chinos pensaban que, bajo esas dinastías, su país había sido un lugar floreciente y amable, en el que a los emperadores se los elegía para el cargo por sus méritos, y vivían como todos los demás. En realidad, eran unas dinastías míticas. Pero la gente imaginaba que eran auténticas, y muchos chinos que entraban en contacto con Occidente se asombraban de que la legendaria práctica de la antigüedad china pareciera estar vigente al otro lado del océano. El sistema de justicia británico era «justo como el de nuestras Tres Grandes Dinastías de la Antigüedad», observó alguien[149].

Cuando se publicó el libro de Hsü, en 1848, bajo el gobierno del suegro de Cixí, el emperador Daoguang, los funcionarios se habían escandalizado. Le habían acusado de «inflar la categoría de los bárbaros extranjeros»[150] y le habían cubierto de invectivas. Había perdido su trabajo. Ahora, en 1865, su libro llegó a manos de Cixí, que le sacó de su semirretiro deshonroso en su hogar del río Amarillo y le colocó en un puesto fundamental del Ministerio de Exteriores[151]. Los occidentales de Pekín vieron el nombramiento de Hsü como otra señal más del «comienzo de una nueva era».

En los años sucesivos, Hsü sufrió continuos insultos de otros funcionarios. Pidió permiso para jubilarse, alegando mala salud, y al final Cixí tuvo que dejarle marchar (murió en 1873). Después de que se retirara, Cixí nombró a un misionero estadounidense, W. A. P. Martin, para dirigir el Colegio Tongwen, por recomendación de Robert Hart. Al ser extranjero, Martin no corría riesgo de sufrir el ostracismo de sus colegas. Pero, para Cixí, poner a un occidental al mando de una institución educativa china fue un acto revolucionario y extremadamente audaz. Escogió a Martin porque había introducido los conceptos legales occidentales en China con su traducción del libro de Henry Wheaton Elements of International Law, que se publicó gracias a una subvención de 500 taeles de plata del Ministerio de Exteriores, con autorización de Cixí. Permaneció en su puesto varios decenios, y formó a muchos diplomáticos y otros personajes importantes. Ese colegio universitario de estilo occidental fue modelo de un nuevo sistema educativo en el imperio[152].

Con el fin de abrir los ojos de la gente al mundo exterior, Cixí empezó a enviar viajeros a otros países. En la primavera de 1866, cuando Hart se fue de permiso a su país, el príncipe Gong escogió a varios alumnos del Colegio Tongwen para que le acompañaran y recorrieran Europa. Nombró a un manchú de 63 años, Binchun, para que encabezara el pequeño grupo de jóvenes. Con su perilla de erudito, se convirtió, como escribiría después con orgullo, en «la primera persona enviada de China a Occidente».

Binchun era administrativo en la oficina de Aduanas. Para una misión tan pionera, era un hombre de categoría increíblemente baja y edad demasiado avanzada. Pero todos a los que se había preguntado (que no podían tener más categoría que Hart, para estar en su séquito) habían rechazado el trabajo. Binchun fue el único que se ofreció voluntario. Muchos alarmistas le advirtieron de que ir a un país extraño sería como ofrecerse a ser presa de «tigres y lobos con forma humana» y de que podían retenerle secuestrado o incluso cortarle en pedazos. Pero Binchun tenía mucha curiosidad y una absoluta falta de prejuicios. Había aprendido ya suficientes cosas del mundo exterior por sus amigos occidentales, entre ellos W. A. P. Martin, como para saber que las historias de terror no tenían fundamento. En un poema describió de qué forma los libros de sus amigos extranjeros habían ampliado sus horizontes y ya no se sentía como la famosa rana que, sentada en el fondo de un pozo, declaraba que el cielo no era más que el fragmento que podía ver.

Binchun viajó a 11 países, visitó ciudades y palacios, museos y óperas, fábricas y astilleros, hospitales y zoos, y conoció a monarcas y a hombres y mujeres corrientes[153]. La reina Victoria anotó en su diario sobre su audiencia con él, el 6 de junio de 1866: «Recibí a los enviados chinos, que están aquí sin credenciales. Su jefe es un mandarín de primera clase. Se parecían a las figuras de madera y pintadas que se ven»[154]. Binchun, a quien habían atribuido una categoría muy superior para el encuentro, escribió en su diario que la reina Victoria le había preguntado qué opinaba de Gran Bretaña y que respondió: «Los edificios y los aparatos están construidos y hechos con mucho ingenio y son mejores que los de China. En cuanto a la forma de gobernar, aquí existen muchas ventajas». La reina respondió, por su parte, que confiaba en que la gira sirviera para reforzar las relaciones de amistad entre los dos países.

En una fiesta dada por el príncipe de Gales, Binchun se quedó maravillado por el baile, inexistente en China y que describió con cierto detalle y un anhelo evidente. Cuando el príncipe de Gales le pidió sus impresiones de Londres, él respondió con sinceridad que, al ser el primer enviado chino al extranjero, tenía la suerte de ser el primero en saber que existía tanto esplendor al otro lado del océano.

Le maravillaron las ciudades iluminadas de noche y le asombraron los trenes, en los que viajó 42 veces. «La sensación es como de volar por el aire», escribió, y se llevó de vuelta una maqueta de un tren. Se convenció de que las máquinas podían mejorar las vidas de la gente. En Holanda, el uso de bombas de agua para crear terrenos fértiles le hizo reflexionar: «Si se usaran en las tierras de los campesinos en China, no tendríamos que preocuparnos más por las sequías ni las inundaciones». Le gustaron los sistemas políticos europeos y documentó con admiración su visita al Parlamento británico en Londres. «Fui a la gran cámara del Parlamento, que tiene un techo muy alto y resulta grandiosa y venerable. Allí, 600 personas elegidas en todos los rincones del país se reúnen para debatir los asuntos públicos. (Las distintas opiniones se discuten con libertad y hasta que no se llega a un consenso no se toma una decisión ni se lleva a la práctica. Ni la monarca ni el primer ministro pueden imponer su voluntad en las decisiones)».

Este hombre de mente inquisitiva se sintió asombrado por todo lo que veía; incluso los fuegos artificiales, que se habían inventado en su propio país. Pero, mientras que en China seguían usándose como petardos en tierra, aquí se disparaban hacia el cielo y producían unas explosiones arrebatadoras. Hasta sus reservas iban precedidas de elogios: «A los occidentales les encanta estar limpios, y sus cuartos de baño y retretes están inmaculados. Lo único es que arrojan los periódicos y revistas en las heces después de leerlos, y a veces los utilizan para limpiar la suciedad. No parece que respeten ni aprecien las cosas sobre las que hay textos escritos». El respeto a la palabra escrita era una enseñanza de Confucio.

También cautivaron a Binchun las mujeres europeas y el hecho de que pudieran codearse con los hombres, bailar con ellos y llevar ropas increíbles. Ese tipo de relación entre hombres y mujeres le pareció atractiva. Sobre todo le impresionó cómo trataban los hombres occidentales a sus mujeres. A bordo de un barco de vapor, advirtió que «las mujeres caminaban del brazo de los hombres en cubierta, o descansaban en camas de ratán mientras sus maridos las servían como criados», que era todo lo contrario de las costumbres de China, pero que demostraba una intimidad doméstica que le gustó. Subrayó el hecho de que, en Europa, las mujeres podían ser coronadas monarcas igual que los hombres, como demostraba el gran ejemplo de la reina Victoria. A propósito de ella Binchun escribió con admiración: «Tenía 18 años cuando accedió al trono, y todos en su país se deshacen en elogios de su sabiduría».

Los diarios de Binchun, con sus entusiasmados superlativos sobre Occidente, fueron entregados al príncipe Gong al regresar a China, y el príncipe los mandó copiar y presentar a Cixí. Era el primer relato de un testigo presencial que leía Cixí sobre el mundo exterior, escrito por uno de sus propios funcionarios, y era inevitable que le causara un profundo efecto[155]. En particular, tenía que atraerle el trato dado a las mujeres en Occidente. Mientras que las mujeres occidentales podían ser monarcas por derecho propio, Cixí tenía que gobernar desde detrás del trono de su hijo. No podía ver a sus funcionarios sin un biombo, e incluso con el biombo seguía sin poder recibir a los enviados extranjeros que habían solicitado varias veces audiencia para presentar sus credenciales. Cuando pedía la opinión a los nobles sobre este aspecto, sus respuestas habían sido firmes y uniformes: no podía concederse la audiencia mientras el emperador fuera niño; los enviados tendrían que esperar hasta que él asumiese oficialmente el poder. Que ella pudiera recibirlos era algo tan impensable que los funcionarios, en su mayoría, ni se molestaban en mencionarlo. Era imposible que Cixí no se sintiera predispuesta a tener buena opinión de las costumbres occidentales.

Por consiguiente, su reacción después de leer el diario de Binchun fue ascenderle a un puesto en el Ministerio de Exteriores y nombrarle director de Estudios Occidentales en el Colegio Tongwen a principios de 1867, cuando Hsü, el admirador de Washington, era director del centro. Los dos hombres eran espíritus afines, y Hsü había dado a Binchun una copia de su geografía mundial para que se la llevara en el viaje, durante el cual Binchun había confirmado que Hsü tenía razón y que ¡China no era el centro del mundo! Hsü escribió un prefacio al diario de Binchun cuando se publicó, bajo los auspicios de Cixí.[156]

Igual que Hsü, Binchun recibió críticas de los nobles conservadores. El gran tutor Weng le mencionó en su diario con aversión y desprecio, dijo que era un «voluntario para ser esclavo de los demonios» y mostró su horror por que llamara «a los caudillos bárbaros monarcas»[157]. No está claro si el sufrimiento que le causó a Binchun su mente abierta tuvo algo que ver con el deterioro de su salud, que acabó con su muerte en 1871.

Cixí siempre había tenido la intención de enviar embajadores a los países occidentales. Pero no conseguía encontrar a hombres apropiados para ocupar los puestos, porque ningún funcionario hablaba una lengua extranjera ni sabía nada de otros países. En 1867, Anson Burlingame, embajador de Estados Unidos en Pekín, iba a dejar su puesto para volver a casa, y el príncipe Gong sugirió que se le nombrara embajador extraordinario para Europa y América. En su recomendación, el príncipe Gong dijo a Cixí que Burlingame era un hombre «justo y conciliador», que tenía «presentes los intereses de China» y que siempre estaba «dispuesto a ayudar a China a resolver sus problemas». Era de fiar, igual que el británico Robert Hart, con quien «no tenemos ninguna barrera comunicativa»[158]. Además, añadió el príncipe, Estados Unidos era el país «más pacífico y menos agresivo» entre las potencias respecto a China. Haciendo gala de una perspicacia considerable, Cixí aprobó la sugerencia de inmediato y nombró a Burlingame primer embajador de China en Occidente, con las correspondientes cartas credenciales y los debidos sellos. La tarea de Burlingame era presentar la nueva China al mundo y explicar su nueva política exterior, «hablar en contra y detener cualquier cosa que sea perjudicial para los intereses de China y consentir todo lo que sea beneficioso». Tendría dos jóvenes ayudantes chinos, Zhigang y Sun Jiagu, a los que debería consultar todas las cuestiones. Las decisiones importantes debían remitirse a Pekín. Para que Gran Bretaña y Francia no se molestaran, se invitó a un diplomático de cada país a ser secretario de la misión.

Los conservadores se enfadaron. En su diario, el gran tutor Weng calificó a Burlingame con desprecio de «caudillo bárbaro extranjero [yi-qiu]»[159]. A la comunidad internacional le impresionó la idea: «Singular e inesperado», escribió el diario en lengua inglesa North China Herald. El periódico no podía creer que «la mente china» fuera capaz de una iniciativa tan inspirada y la atribuía al «cerebro del señor Hart»[160]. En realidad, Hart no se enteró hasta después de que se concibiera y, aunque expresó su apoyo, hizo comentarios posteriores que eran tibios y escépticos, e incluso críticos. Quizá él, a quien se consideraba «Mr. China», sintió algo de celos[161].

La misión de Burlingame recorrió Estados Unidos y Europa y despertó gran atención en todas partes. La recibieron los jefes de todos los Estados que visitó, como el presidente Andrew Johnson en Estados Unidos, la reina Victoria en Gran Bretaña, el emperador Napoleón III en Francia, Bismarck en Prusia y el zar Nicolás I en Rusia. La reina Victoria escribió en su diario el 20 de noviembre de 1868: «Recibí al embajador chino, el primero que ha venido jamás, pero es americano y lleva vestimenta europea, un tal señor Burlingham [sic]. Ahora bien, sus colegas son dos chinos auténticos, y los dos secretarios son un inglés y un francés»[162].

Cixí no podía haber escogido a un portavoz más apropiado que Anson Burlingame. Nacido en New Berlin, Nueva York, en 1820, el presidente Abraham Lincoln le había designado como primer embajador en China en 1861. De mentalidad justa, educado, Burlingame creía en la igualdad entre las naciones y nunca despreció a los chinos. Sería un representante muy elocuente de China ante los públicos occidentales.

Ya era conocido por su poder de oratoria. Después de estudiar en la facultad de Derecho de Harvard, había entrado en la Asamblea de Massachusetts como senador, y luego se incorporó al Congreso en Washington D. C. Allí, en 1856, lanzó una tremenda diatriba verbal contra un ferviente defensor de la esclavitud, el congresista Preston Brooks, que acababa de dar una brutal paliza al senador abolicionista Charles Sumner con un bastón de madera. Brooks retó a un duelo a Burlingame, y este aceptó y eligió el fusil como arma y Navy Island, en lo alto de las cataratas del Niágara, como lugar para el encuentro. El duelo no se celebró solo porque Brooks rechazó las condiciones.

En Pekín, Burlingame contribuyó de manera fundamental a que los países occidentales adoptaran la «política de cooperación» y sustituyeran la doctrina de la fuerza por una diplomacia justa. Se puede ver una muestra de sus apasionados discursos en defensa de China durante su viaje en las palabras que dirigió a «los ciudadanos de Nueva York» el 23 de junio de 1868. Así presentó su misión: China «busca ahora a Occidente […] y esta noche les muestra a sus representantes […] Ha venido a conocerles». Entre grandes vítores, relató a su público qué había conseguido el Gobierno de Cixí y lo extraordinarios que eran sus logros:

Afirmo que no hay lugar en esta tierra en el que se haya avanzado más en los últimos años que en el imperio de China. [Vítores.] Ha ampliado su comercio, ha reformado su sistema de ingresos, está cambiando sus organizaciones militares y navales, ha construido o establecido una gran escuela en la que se enseñarán las ciencias modernas y las lenguas extranjeras. [Vítores.] Y lo ha hecho en circunstancias adversas de todo tipo. Lo ha hecho después de una gran guerra, que duró trece años, una guerra de la que ha salido sin una deuda nacional. [Largo aplauso y risas.] Debéis recordar lo densa que es su población. Debéis recordar lo difícil que es introducir cambios drásticos en un país así. La introducción de vuestros barcos de vapor dejó sin empleo a cien mil conductores de juncos. La inclusión de varios centenares de extranjeros en la administración civil provocó, como es natural, el resentimiento de los viejos funcionarios nativos. La creación de una escuela se encontró con la formidable resistencia de un bando encabezado por uno de los hombres más importantes del imperio. Sin embargo, a despecho de esos factores, a pesar de todos ellos, el actual Gobierno progresista de China ha seguido avanzando sin vacilar por el camino del progreso [Vítores.].

El comercio, informó Burlingame a su público, «ha pasado, durante el tiempo que he estado en China, de 82 millones de dólares a 300 millones de dólares [más de 4.500 millones en valor actual]». Eran unos cambios admirables, recordó Burlingame a los políticos y el resto de los espectadores, porque afectaban a «un tercio de la raza humana». Criticó a quienes proponían «obligar a China» a adoptar una rápida industrialización y señaló que la idea había «surgido de sus intereses y sus caprichos». Condenó a quienes «nos dicen que la dinastía actual debe caer y hay que tirar abajo toda la estructura de la civilización china»[163].

Burlingame no se limitó a defender a China. En nombre del país, firmó en 1868 un «tratado en pie de igualdad» con Estados Unidos, distinto a todos los tratados «desiguales» que habían firmado China y los países occidentales tras la Guerra del Opio. En especial, protegía a los inmigrantes chinos en Estados Unidos al concederles el estatus «del que gozan los ciudadanos o súbditos de la nación más favorecida» e hizo todo lo posible para interrumpir el comercio de esclavos de China a Sudamérica que se desarrollaba en aquel tiempo(22). En un artículo de 6.000 palabras, el amigo y admirador de Burlingame, Mark Twain, describió de forma muy gráfica qué efectos iba a tener el tratado en los chinos que vivían en Estados Unidos: «Me proporciona una satisfacción infinita llamar especialmente la atención sobre esta cláusula del cónsul y pensar en el aullido que saldrá de los cocineros, los niveladores del ferrocarril y los artistas del empedrado en California cuando la lean. Nunca más podrán golpear, maltratar a los chinos ni soltar los perros contra ellos». Antes del tratado, los chinos carecían de protección legal, como señalaba Twain: «He visto a hombres chinos vejados y maltratados de todas las maneras más mezquinas y cobardes que una naturaleza degradada es capaz de inventar, pero nunca he visto intervenir a un policía ni he visto que un chino obtuviera en un tribunal de justicia la reparación debida por las injusticias cometidas contra él». Ahora, los chinos se convertirían en votantes y los políticos no podrían seguir ignorándolos. Twain escribió con regocijo: «¡Porque, de un plumazo, todas las desastrosas, intolerantes y anticonstitucionales leyes aprobadas por California contra los chinos desaparecen, y se “descubre” (como se dice en el teatro) a 20.000 posibles votantes y cargos públicos procedentes de Hong-Kong y Suchow!»[164]. Pekín ratificó el Tratado de Burlingame al año siguiente.

El segundo de Burlingame, Zhigang, le admiraba por ser «abierto, comprensivo y justo» y por trabajar «con tanta dedicación» en servicio del país al que estaba representando. Cuando las cosas no iban tan bien como le gustaría, Burlingame caía en «un desánimo y una frustración inconsolables». En Rusia, país vecino de China, con el que el hecho de compartir una frontera de miles de kilómetros auguraba posibles problemas, el sentimiento de responsabilidad pareció pesarle de manera especial. El agotamiento físico y mental —llevaba dos años viajando— se cobró su precio y Burlingame cayó enfermo al día siguiente de su audiencia con el zar, en pleno invierno ruso. Murió en San Petersburgo a principios de 1870. Cixí se había mantenido informada sobre el viaje y honró y recompensó a Burlingame con verdadero sentimiento, antes de ordenar a Zhigang que tomara el relevo y subrayar que «es de la máxima importancia» que la misión continuase[165].

Antes de salir de Pekín a principios de 1868, Zhigang acudió a una audiencia con la emperatriz viuda, que estaba sentada detrás del biombo de seda amarilla, mientras que el emperador Tongzhi, entonces de 11 años, estaba delante, sentado en un trono. Zhigang se puso de rodillas nada más atravesar el umbral, se quitó el sombrero de mandarín y lo puso a su izquierda, con la pluma señalando hacia el trono, como demandaba la etiqueta, y recitó los saludos de rigor al emperador, en lengua manchú (él mismo era manchú), antes de tocar el suelo con la frente. Después se irguió, volvió a ponerse el sombrero, se puso de pie y avanzó hacia delante y hacia la derecha, hasta un cojín más cercano al trono, donde volvió a arrodillarse y aguardó las preguntas de Cixí. Ella le preguntó por la ruta que iba a seguir el viaje, y Zhigang le dio una lista de los países a los que iba a viajar y que iba a atravesar. Era evidente que Cixí tenía una noción bastante acertada de la geografía mundial y estaba bien informada sobre las costumbres occidentales: le dijo a Zhigang que se asegurara de que sus acompañantes vigilaban sus modales y «no les permitiese hacer el ridículo ni ser objeto de risa para los extranjeros». Con plena conciencia del ostracismo que sufrían sus diplomáticos en Pekín, dirigió unas palabras de ánimo a Zhigang: «Cuando se trabaja en asuntos internacionales, uno ha de estar preparado para aceptar todos los comentarios despreciativos que hagan sobre él». A lo que el joven respondió: «Hasta el príncipe Gong tiene que padecer esas cosas, y eso no le asusta. Las personas corrientes no podemos más que esforzarnos al máximo en nuestro trabajo»[166].

Zhigang era un funcionario diligente, y su diario del viaje es muy distinto del de otro viajero anterior, Binchun. En vez de rezumar efusivos comentarios entusiastas sobre Occidente, tenía una opinión más despegada. En su opinión, algunas cosas no podían servir para China. Las autopsias, por ejemplo, le horrorizaban, aunque reconocía que tenían una utilidad importante. Pensaba que los hijos de los fallecidos no podían consentir que abrieran a sus progenitores. Otras cosas que no le agradaban eran las actividades de ocio en las que participaban hombres y mujeres juntos, como el baile, los juegos en la playa, los baños en el mar, el patinaje sobre hielo y la asistencia al teatro. Los chinos valoraban la sensatez, afirmaba, mientras que los europeos apreciaban la sensualidad. Aborrecía el cristianismo, que, en su opinión, era una buena doctrina pero llena de hipocresía: «Los occidentales predican el “amor a Dios” y el “amor al hombre” y parece que se lo creen de verdad. Pero libran guerras con barcos y cañones para conquistar a los pueblos por la fuerza, además de imponer el opio, un veneno peor que la peste, a los chinos, y todo en busca de beneficios». «Parece que el amor a Dios es menos verdadero que el amor al lucro», escribió.

Sin embargo, Zhigang escribió también que en Londres, en el museo de Madame Tussaud, le sorprendió ver una figura de cera de tamaño natural del comisario Lin, cuya lucha contra el opio y cuya destrucción de los cargamentos había llevado a la Guerra del Opio con Gran Bretaña. Lin estaba representado allí, con su consorte favorita, vestido con ropas resplandecientes, en actitud majestuosa, en lo que era el auténtico salón de la fama de Londres. El museo había encargado las figuras a un artista cantonés y las había importado con un coste inmenso[167]. De modo que no era cierto, ni mucho menos, que todos los cristianos británicos estaban cautivados por «el amor al lucro» ni a favor del comercio de opio. Asimismo hubo otras cosas que le dejaron impresiones positivas, desde la cortesía y la hospitalidad de los reyes y reinas que recibieron a la misión hasta la amabilidad y simpatía de la gente que se encontraban paseando por el parque. Durante su visita a la tumba de George Washington, a Zhigang le impresionó su sencillez y rindió homenaje a este «hombre tan grande». Después de presenciar un escándalo de manipulación de votos en Francia, llegó a la conclusión de que las elecciones ofrecían oportunidades a los ambiciosos sin escrúpulos. Pero Zhigang demostró que, en general, era un admirador del sistema político occidental. Describió el funcionamiento del Congreso de Estados Unidos y comentó: «Con este sistema, los deseos del pueblo llegan a las instancias más altas y la sociedad se gobierna con justicia». De los países que visitó, Estados Unidos le pareció el más sincero en sus deseos de amistad con China, entre otras cosas porque su enorme dimensión y su riqueza en recursos hacían que no tuviera motivos para desear arrebatar nada a los chinos. Francia no le gustó, porque obligaba a su pueblo a pagar unos impuestos muy altos para mantener un gran ejército que pudiera luchar en guerras extranjeras. El joven funcionario era partidario de la industrialización. Escribió con cierto detalle sobre los inventos científicos y las empresas modernas, y mostró especial entusiasmo por el telégrafo, que le pareció una cosa que no perturbaba la naturaleza como los demás proyectos (las máquinas del telégrafo eran apenas visibles) y podía casi formar parte de ella. En conjunto, concluía el mandarín, «si somos capaces de hacer lo mismo que ellos, ¡no cabe duda de que nosotros también podremos ser ricos y fuertes!».

Zhigang y sus acompañantes chinos volvieron a su país a finales de 1870, después de haber recorrido 11 países en casi tres años. Al volver, presentaron sus diarios e informes a Cixí[168]. Pese a ello, después de los enormes conocimientos acumulados y la buena voluntad generada, no se tomó ninguna medida. El único paso fue el envío de grupos de adolescentes a Estados Unidos para que fueran educados. Pero este proyecto, cuyo objetivo era producir futuros pilares de la sociedad que conocieran de verdad Occidente y las costumbres occidentales, llevaba ya cierto tiempo en preparación. El conde Li, que lo había promovido, estaba deseoso de que se estableciera un programa exhaustivo. En aquel entonces era virrey de Zhili y tenía su oficina en Tianjín, cerca de la capital. En 1872 pidió ir a Pekín a ver a la emperatriz. Pero Cixí le dijo que no[169]. Se encontraba en una posición muy vulnerable desde finales de 1869, después de que ocurrieran ciertos acontecimientos criminales que la habían dejado luchando por sobrevivir e incapaz de poner en marcha grandes iniciativas. Además, su hijo estaba a punto de hacerse con el poder, y su retirada al harén era inminente. Zhigang se lamentó: «De pronto, la situación cambió. ¡Qué desgracia! No puedo hacer nada más que retorcerme las manos»[170].