El primer paso en el largo camino hacia la modernidad (1861-1869)
Los indicios de una nueva era se vieron de inmediato. El príncipe Gong encabezaba el Gran Consejo y la media docena de grandes consejeros nuevos eran inteligentes y sensatos como él. Según Frederick Bruce, el primer enviado británico que residió en Pekín, eran «hombres de Estado que comprenden nuestro carácter y nuestros motivos lo suficiente como para confiar en nosotros», y que «están satisfechos con nuestra moderación, además de nuestra fuerza». En su opinión, el cambio de líder era «el incidente más favorable que ha ocurrido hasta ahora en el curso de nuestras relaciones con China»[100].
En efecto, gracias a los informes del príncipe Gong y tras ver que las tropas británicas y francesas se habían retirado de Pekín, Cixí había llegado a la conclusión de que era posible mantener relaciones amistosas con Occidente, y empezó a esforzarse para lograrlo. Comenzó a plantear las preguntas más lógicas y fundamentales: ¿Son el comercio exterior y la política de puertas abiertas dos cosas tan malas para China? ¿No podemos beneficiarnos de ellas? ¿No podemos utilizarlas para resolver nuestros problemas? Esta nueva perspectiva anunció el comienzo de la era de Cixí. Indicó que estaba sacando a China del callejón sin salida en el que había acabado, arrinconada por el odio obsesivo del emperador Xianfeng y cien años de política de aislamiento. Estaba trazando un nuevo rumbo para el país: el de abrirse al mundo exterior.
Cixí presidió el esfuerzo hercúleo, en colaboración con la emperatriz Zhen, desde el harén. Se levantaban entre las cinco y las seis de la mañana, a veces incluso a las cuatro —que siempre era una tortura para Cixí— con el fin de estar listas en el salón de audiencias a las siete. Aparecían espléndidamente vestidas, en unas túnicas formales con dibujos de aves fénix, zapatos adornados con perlas y el cabello lleno de joyas y peinado en un moño en forma de altísima torre. En el salón se sentaban una al lado de la otra, detrás de un biombo de seda amarilla, a través del cual discutían los asuntos con los grandes consejeros. Los consejeros llevaban un tiempo esperando en sus despachos, de una sencillez deliberada, con mesas y sillas austeras, cubiertas con telas. Cuando terminaban las reuniones, las dos mujeres concedían audiencias a funcionarios de todo el imperio. El emperador niño, Tongzhi, se sentaba en un pequeño trono delante del biombo, de cara a los funcionarios, mientras que las mujeres eran apenas visibles detrás de él. Para asistir a estas audiencias, los funcionarios se levantaban poco después de medianoche para ir hasta la Ciudad Prohibida, y el ruido de sus carros de mulas y las pezuñas de los animales eran casi los únicos sonidos en las calles desiertas de Pekín. Durante toda la audiencia, permanecían postrados y con la mirada baja.
Solía ser Cixí la que hacía las preguntas. Se le daba bien proyectar una imagen de autoridad. Mientras estaba en el harén, como muchas observaban, era vivaracha y aficionada a reírse; pero en cuanto aparecía un eunuco para anunciar, de rodillas, que su silla de manos estaba lista para llevarla al salón de audiencias, dejaba de sonreír y asumía un aire intimidatorio[101]. Incluso separados por el biombo, los funcionarios podían sentir su imponente presencia, y ella podía juzgar la personalidad de ellos. Muchos de los que asistían a esas audiencias decían que Cixí parecía capaz «de leernos el pensamiento» y que, «de un vistazo», parecía poder «desentrañar el carácter de todos los que comparecen ante ella»[102]. La emperatriz Zhen permanecía callada y discreta, en un voluntario segundo plano[103].
Después de las audiencias, de vuelta en sus aposentos, las mujeres se cambiaban la ropa por otra menos formal y más cómoda y se quitaban algunas joyas, que hacían que los tocados pesaran demasiado. Sacaban los informes del día de una caja amarilla y, de acuerdo con una serie de costumbres de la corte que pronto aprendieron, doblaban una esquina de una página o la marcaban con la uña para indicar «Informe registrado», «Seguir la recomendación», etcétera. Gran parte del trabajo diario consistía en puras tareas administrativas, por ejemplo, aprobar nombramientos de funcionarios. La emperatriz Zhen se encargaba de ellos por su cuenta, y casi todos los documentos de este tipo llevaban solo su sello[104]. Las decisiones políticas eran competencia de Cixí. Durante veinte años, las dos mujeres trabajaron en perfecta armonía, hasta la muerte de la emperatriz Zhen en 1881. El hecho de que siguieran siendo amigas toda la vida, además de colaboradoras políticas, fue un hecho extraordinario, «casi único, si no del todo, en la historia»[105], comentó un misionero estadounidense.
Se suele decir que el príncipe Gong tomaba todas las decisiones en lugar de Cixí, dado que esta, que era una mujer «semianalfabeta», tenía experiencias y conocimientos limitados. Los abundantes intercambios documentados entre ellos, y entre Cixí y los funcionarios, indican todo lo contrario: que el príncipe Gong y todos los demás respondían ante Cixí y ella era quien decidía. Siempre consultaba al príncipe, por supuesto, y a veces suscitaba debates entre los funcionarios de más rango. Después daba sus órdenes al Gran Consejo, de palabra, y los consejeros o sus secretarios ponían los decretos por escrito. Después de aprobarlos, la emperatriz Zhen y ella estampaban sus sellos en los documentos. De acuerdo con las normas Qing, los grandes consejeros (incluido el príncipe Gong) tenían prohibido añadir o cambiar alguna cosa en un decreto.
La dinastía contaba con un contrapeso político que era un órgano de vigilancia tradicional e institucional, los censores, yu-shi: los «críticos» oficiales. Además de ellos, Cixí animaba a otros funcionarios a que hicieran comentarios críticos, y así comenzó una tendencia que desembocó en la participación de los eruditos en los asuntos de Estado, en agudo contraste con la tradición, que la desaconsejaba. Estos «opositores» informales se convirtieron en una fuerza importante en el país y adquirieron un nombre colectivo, qing-liu, «río limpio», en referencia a que no se guiaban por sus propios intereses. La propia Cixí era uno de sus blancos. Con los años, los miembros del Gobierno se quejaron de que las críticas dificultaban su trabajo, pero Cixí nunca intentó acallarlos. Da la impresión de que sabía de forma instintiva que un gobierno necesita voces discrepantes. Entre esas voces descubrió a algunos personajes notables a los que ascendió a altos cargos. Uno de ellos fue Zhang Zhidong, que llegó a ser uno de los principales reformadores. Cixí tenía cuidado de no enfrentarse a la opinión mayoritaria, pero la decisión definitiva siempre era suya.
Para dirigir el imperio era necesario tener más dominio del lenguaje y más conocimiento de los clásicos de los que tenía Cixí. Así que recibía clases de eunucos educados. Sus lecciones eran una especie de lecturas en la cama y se desarrollaban antes de la siesta o de noche. Se sentaba con las piernas cruzadas en la cama, con un libro de poesía o un clásico en la mano. Los eunucos se sentaban sobre cojines en el suelo, delante de una mesa baja. Repasaban los textos, y ella los leía después. La lección se prolongaba hasta que ella caía dormida[106].
Con Cixí, China entró en un largo periodo de paz con Occidente. Por ejemplo, el Gobierno británico advirtió que «China está preparada para entablar relaciones íntimas con extranjeros en vez de […] esforzarse por impedir cualquier relación con ellos». Y «como la política de China es fomentar el comercio con las naciones del mundo, sería suicida que no hiciéramos todo lo posible para ayudar al Gobierno liberal de China». De modo que Gran Bretaña y otras potencias adoptaron una «política de cooperación». «Nuestro rumbo actual», dijo lord Palmerston, a la sazón primer ministro, «es fortalecer el imperio chino, aumentar sus ingresos y facilitar que pueda tener una Armada y un ejército mejores»[107].
El príncipe Gong, que dirigía el primer Ministerio de Exteriores de China además del Gran Consejo, se llevaba bien con los diplomáticos occidentales. Era un hombre encantador. El abuelo de las hermanas Mitford, Algernon Freeman-Mitford, observó que era «dado a las bromas y la diversión» e incluso parecía «tener un carácter frívolo». «Mi monóculo era una verdadera bendición para el príncipe. Cuando estaba perdiendo una discusión y no sabía como responder, se detenía, levantaba las manos lleno de asombro, me señalaba y exclamaba: “¡Una sola lente! ¡Maravilloso!”, de forma que, a mi costa, creaba una distracción y ganaba tiempo para pensar su respuesta»[108].
La primera ventaja que obtuvo Cixí de esta nueva relación de amistad fue la ayuda de las potencias occidentales para derrotar a los rebeldes de Taiping. En aquella época, 1861, los campesinos llevaban diez años librando feroces batallas en el interior de China, y controlaban amplias franjas de las mejores tierras del país, a orillas del río Yangtsé, y algunas de las ciudades más ricas, como Nankín, su capital, muy próxima a Shanghái. Como los rebeldes se declaraban cristianos, al principio, los occidentales habían simpatizado con ellos. Pero pronto se decepcionaron, cuando se vio con claridad que los Taiping tenían poco que ver con el cristianismo. Durante mucho tiempo, su líder, Hong Xiuquan, impuso la abstinencia sexual absoluta a los miembros de menor categoría y decretó la pena de muerte para quienes infringieran la prohibición, aunque estuvieran casados; sin embargo, autorizaba a sus jefes a tener hasta 11 esposas cada uno, y él llegó a tener 88 consortes. Escribió más de 400 «poemas» obscenos en los que decía a las mujeres cómo dar placer al Sol, que es el nombre que se asignaba a sí mismo[109]. Y eso no era lo peor: las hordas de campesinos rebeldes emprendían matanzas crueles e indiscriminadas de personas inocentes y prendían fuego a pueblos y aldeas allá por donde pasaban. Destruyeron una superficie equivalente a la de Europa Occidental y Central. El North China Herald, que se publicaba en lengua inglesa, llegó a la conclusión de que «toda la historia» de la rebelión de Taiping «ha sido una sucesión de carnicerías, saqueos y desorganización; y [su] avance del sur hacia el norte, y ahora en la parte oriental de esta desgraciada tierra, ha ido siempre acompañado de desolación, hambruna y pestilencia»[110]. Los rebeldes tampoco tenían buenas relaciones con los cristianos occidentales; rechazaron sus peticiones de que dejaran en paz Shanghái e intentaron capturar la ciudad, con el consiguiente peligro para los negocios y la seguridad de los extranjeros.
Algunas potencias se habían ofrecido a ayudar a luchar contra los Taiping mientras el emperador Xianfeng aún vivía. Pero él odiaba por igual a unos y otros. Poco después de su muerte volvieron a hacer la propuesta, y Cixí aceptó entusiasmada. A quienes sospechaban que los occidentales no tenían buenas intenciones y muy bien podían acabar ocupando las tierras que arrebataran a los rebeldes, les razonaba: «Desde que se firmaron los tratados, Gran Bretaña y Francia han mantenido su palabra y se han retirado. Les interesa ayudarnos»[111]. Tomó ciertas precauciones, no obstante, y se negó a usar tropas occidentales, siguiendo el consejo de Thomas Wade, secretario de la legación británica, de que tener tropas extranjeras en suelo chino no era bueno para China(17). A Cixí le impresionó que Wade le diera consejo pensando en el bien de China. Decidió aceptar a oficiales occidentales para equipar, entrenar y dirigir a soldados locales, bajo la autoridad de un jefe supremo chino[112].
Con su apoyo, Frederick Townsend Ward, un curtido aventurero y mercenario de 30 años de Salem, Massachusetts, con aptitudes para el mando, organizó un ejército de varios miles de chinos, con entrenamiento occidental y oficiales occidentales. Ward y sus hombres ganaron muchas batallas, de las que Cixí se enteraba en elogiosos informes. Le confirió grandes honores públicos y dio a sus fuerzas el nombre de Ejército Siempre Victorioso. Era inaudito que unos decretos imperiales «reconocieran de manera franca y explícita» los méritos de un extranjero, y a los occidentales aquello les pareció «una señal importante del cambio de actitud en los chinos»[113].
Ward resultó mortalmente herido en una batalla en 1862, y Cixí ordenó la construcción de un templo en su honor. El oficial inglés Charles Gordon asumió el mando del Ejército Siempre Victorioso. Gordon era firme partidario de «acabar con la rebelión». Escribió: «No hay palabras para expresar los horrores que sufren estas personas a manos de los rebeldes, ni el espantoso desierto en que han convertido esta rica provincia. Está muy bien hablar de la no intervención; y yo no soy especialmente sensible, ni suelen serlo nuestros soldados; pero desde luego estamos impresionados por la absoluta miseria y desgracia de esta pobre gente»[114]. Como Ward, Gordon tenía tendencia a fanfarronear y entraba en acción armado solo con un bastón de ratán. Sus hombres le consideraban un héroe. Acabaría siendo el famoso Gordon El Chino, y desempeñando un papel clave —algunos dicen que indispensable— en la derrota de la rebelión de Taiping y la salvación de la dinastía Qing.
Aunque no tenía contacto directo con los guerreros ni los enviados occidentales, Cixí tardó poco tiempo en aprender sobre Occidente y captar ideas de los voluminosos y detallados informes que recibía del príncipe Gong y otros funcionarios que sí trataban con ellos. En un caso, un decreto imperial había agradecido a «los ingleses y los franceses» que hubieran atacado con proyectiles a las tropas de Taiping. El enviado francés protestó y señaló que solo habían participado los franceses, no los ingleses. Cixí dijo a sus diplomáticos: «Podéis decir que son minucias de extranjeros, pero también podéis ver que tienen razón. En el futuro, cuando hagáis un informe, no os desviéis ni una coma de los hechos»[115]. Había puesto el dedo en la llaga de la anticuada tendencia china a la imprecisión.
Un dato que la impresionó fue que a los occidentales les importaban las vidas individuales de los chinos. Era lo que le decía con frecuencia Li Hongzhang, que era el jefe por encima de Ward y Gordon. Con su cuidada perilla y unos ojos afilados que habían visto muchas cosas, Li, que tenía el título de conde, era el caballero confuciano clásico, pero iba a evolucionar hasta ser el más famoso de todos los reformadores de China. En estos primeros tiempos, gracias a sus tratos diarios con los occidentales, ya estaba aprendiendo de ellos, mientras la mayoría de sus colegas seguían considerándolos extraños. Hacia finales de 1863, el conde Li y Gordon sitiaron la ciudad de Souzhou, famosa por sus sedas, sus jardines y sus canales (algunos la llamaban la Venecia china) y estratégicamente situada cerca de Nankín, la capital de los Taiping. Convencieron a ocho jefes rebeldes que defendían la ciudad de que se rindieran, con la promesa de otorgarles seguridad y un alto cargo a cambio. En su campamento a las afueras de la muralla, el conde Li ofreció a los jefes un banquete al que no invitó a Gordon. Cuando estaban bebiendo entraron ocho oficiales, que vestían los sombreros de honor de los mandarines, con un botón rojo en lo alto y una pluma de pavo alzada sobre él. Los oficiales se arrodillaron ante los jefes y les ofrecieron los sombreros. Todos los asistentes al banquete se pusieron de pie y observaron. Los jefes se levantaron, se quitaron los pañuelos amarillos que llevaban y estaban a punto de coger los sombreros y ponérselos cuando, en un instante, aparecieron ocho espadas y las ocho cabezas quedaron colgadas del pelo y sujetas por los oficiales. El conde Li, que se había ausentado del banquete justo antes de que entraran los oficiales para no estar presente en el momento de los asesinatos, había ordenado matarlos para prevenir una posible traición, como las que ya habían ocurrido con anterioridad. A continuación, su ejército irrumpió en Souzhou y mató a las decenas de miles de soldados de Taiping que creían estar a salvo.
Gordon, que había dado a los jefes asesinados su palabra y les había garantizado personalmente la vida, se llenó de justa indignación y renunció al mando del Ejército Siempre Victorioso. Aunque comprendía, a su pesar, el punto de vista del conde Li, sintió que, como oficial inglés y caballero cristiano, tenía que separar su nombre de aquel acto de «barbarie asiática»[116].
El conde Li informó a Cixí de la enérgica reacción de Gordon y de las protestas de los diplomáticos y mercaderes extranjeros por los asesinatos. Cixí no hizo ningún comentario, pero seguro que tuvo que sentir cierta admiración por los occidentales. Los ideales de Confucio también consideraban que era abominable matar a personas inocentes y a los que se habían rendido. Y las fuerzas imperiales estaban cometiendo matanzas y comportándose tan mal como los odiados rebeldes de Taiping, con la notable excepción del Ejército Siempre Victorioso. (El conde Li escribió a un colega que los hombres de Gordon «pueden derrotar a los bandidos pero no matan a todos los posibles, así que mi ejército es el que tiene que ayudarles»[117]). Cixí y su círculo de funcionarios estaban abandonando la idea de que los occidentales eran unos «bárbaros». De hecho, parece que, a partir de entonces, Cixí desarrolló una actitud algo defensiva de su propio país y sus costumbres.
Gordon se puso manos a la obra con el conde Li para disolver el Ejército Siempre Victorioso. Para Cixí supuso un alivio. Había estado dándole vueltas a qué hacer con este ejército cuando se acabara la guerra, porque la invencible fuerza no obedecía más que a Gordon y no aceptaba las órdenes de Pekín. En su carta al príncipe Gong, Cixí decía: «Si Gordon toma las medidas adecuadas para disolver el ejército y enviar a los oficiales extranjeros a sus países, demostrará que es verdaderamente bueno para nosotros y que siempre ha actuado en nuestro beneficio». Antes de que el inglés partiera, Cixí le hizo encendidos elogios en público y le ofreció unas recompensas muy generosas, que incluían 10.000 taeles de plata. Gordon rechazó el dinero alegando que no era un mercenario, sino un oficial. Cixí preguntó al príncipe Gong, desconcertada: «¿De verdad piensa eso? ¿No es cierto que los extranjeros no desean más que dinero?». Envió al conde Li y otros funcionarios a ver a Gordon para preguntarle qué le satisfaría. Tras la recomendación de Li, Cixí le concedió un honor peculiar: una chaqueta de mandarín, del color amarillo reservado a la realeza, que solo el emperador estaba autorizado a llevar. Gordon había dado a Cixí mucho que pensar sobre los occidentales[118](18).
Para derrotar a los rebeldes de Taiping, Cixí otorgó a varios personajes han un ascenso sin precedentes: el conde Li, por ejemplo, y también Zeng Guofan, a quien hizo marqués. Fue el ejército del marqués Zeng el que, por fin, recuperó Nankín en julio de 1864. La toma señaló el final de la revuelta de Taiping, la mayor rebelión campesina de la historia de China, que había causado la muerte de alrededor de 20 millones de personas en 50 años de guerra. Su líder, Hong Xiquan, murió por enfermedad antes de la caída de Nankín, y su hijo y sucesor fue condenado a la muerte de los mil cortes, como ordenaban las leyes Qing, pese a tener solo 14 años. También fueron condenados a esta forma de ejecución otros jefes Taiping capturados. Las informaciones sobre estas muertes tan sangrientas, publicadas en periódicos como el North China Herald, acompañadas de fotografías muy explícitas, horrorizaron a los occidentales. Thomas Wade, que para entonces era el encargado de negocios británico, escribió al príncipe Gong para sugerirle que, ahora que se había aplastado la rebelión, China debería abolir esa salvaje forma de castigo. Era «demasiado cruel y profundamente inquietante» para la gente de Occidente, dijo Wade, que añadió que su abolición le granjearía al imperio sentimientos muy favorables y grandes ventajas políticas. El príncipe rechazó la petición y dijo a Wade que el castigo casi no se utilizaba pero era necesario para amedrentar a posibles rebeldes para que no destruyeran numerosísimas vidas. «Sin este castigo, lamento decir que la gente en China no tendría nada que temer […] y muy pronto habría cada vez más criminales, y sería difícil garantizar la paz y la estabilidad»[119]. El príncipe estaba reconociendo que ni siquiera las ejecuciones por métodos como la decapitación podían disuadir a los rebeldes y que el imperio no podía sobrevivir sin ese castigo tan cruel. Cixí no contradijo al príncipe Gong, pero tampoco añadió ninguna nota personal, como había hecho el emperador Qianlong en 1774 cuando escribió de su puño y letra a propósito de un jefe rebelde, Wang Lun, que el hombre debía ser condenado a morir mediante «mil cortes, que deben dejarle la piel del cuerpo como escamas de un pez», y a sus familiares había «que decapitarlos, a todos, hombres, mujeres, viejos y jóvenes»[120].
Para los chinos, el lado humanitario de la cultura occidental estaba asombrosamente en sintonía con su propio ideal, ren, la benevolencia, que, según Confucio, era el objetivo supremo de todos los gobernantes. El príncipe Gong elogió a Wade por «tener el espíritu de ren», pero expresó su pesar por que su ideal no pudiera hacerse realidad aún en China.
Con el fin de la rebelión de Taiping, también fueron acabando otras revueltas, una detrás de otra. A los pocos años de llegar al poder, Cixí había restablecido la paz. Ello le otorgó una autoridad indiscutible a ojos de la clase dirigente y redujo la oposición a sus futuras políticas para reanimar el país, que se encontraba en un estado lamentable(19). Las guerras habían costado más de 300 millones de taeles de plata. Las calles de Pekín estaban abarrotadas de mendigos; algunos eran mujeres que, en lugar de ocultarse como era habitual, abordaban a los transeúntes, vestidas con poco más que andrajos. Y sin embargo, bajo la dirección de Cixí, China iba a vivir una asombrosa recuperación en menos de un decenio e iba a empezar a gozar de cierta prosperidad. Un factor que contribuyó a esa mejora fue la nueva y gran fuente de ingresos que constituían los aranceles del comercio con Occidente, cada vez más intenso, como consecuencia de la política de puertas abiertas instaurada por ella.
Cixí había comprendido las inmensas posibilidades del comercio internacional, cuyo centro estaba en Shanghái, situada donde el río Yangtsé, que nace en el Himalaya, cruza el centro de China y sale al mar. A los pocos meses de su golpe, a principios de 1862, le había dicho al príncipe Gong: «Shanghái no es más que un remoto rincón, y está tan amenazado [por los Taiping] como una montaña de huevos. No obstante, gracias a la congregación de comerciantes extranjeros y chinos, ha sido una espléndida fuente para mantener el ejército. Sé que en los dos últimos meses ha recaudado 800.000 taeles solo en aranceles a la importación». «Debemos hacer todo lo posible para proteger este lugar», concluyó[121]. Shanghái le demostró que la apertura a Occidente representaba una tremenda oportunidad para su imperio, y la aprovechó. En 1863 visitaron Shanghái más de 6.800 buques de carga, un salto de gigante respecto a los aproximadamente 1.000 anuales que llegaban en tiempos de su difunto esposo[122].
La expansión del comercio exterior obligó a China a contar con un Servicio de Aduanas eficiente e incorrupto. Por recomendación del príncipe Gong, Cixí nombró a Robert Hart, de 28 años, que procedía del Ulster, del condado de Armagh, inspector general de las Aduanas Marítimas Chinas, en las que ya estaba trabajando. Un año después del nombramiento, ya le había otorgado una condecoración.
Nacido el mismo año que ella, 1835, y educado en el Queen’s College de Belfast, Hart había llegado a China siendo un inteligente, honrado e inocente joven de 19 años que aspiraba a ser intérprete en el servicio consular británico. Lingüista brillante, llevaba consigo además un montón de premios de lógica, latín, literatura inglesa, historia, metafísica, historia natural, jurisprudencia y geografía física. Sus diarios muestran que era cristiano devoto, preocupado por lo que era justo y moral, y que sentía profunda simpatía por los chinos. Una anotación escrita poco después de su llegada a Hong-Kong describía un paseo vespertino a la orilla del mar con un tal señor Stace: «Me sorprendió bastante ver cómo trataba a los chinos, arrojando sus cosas al agua y tocándoles con el bastón porque no se habían apartado del muelle cuando entró su barco. Era la hora de la cena allí; y, dado que para ellos era una hora sagrada, no estaban dispuestos a trabajar hasta acabar de comer»[123].
Después de una década de trabajar en China, era innegable que Hart era un hombre justo y muy capaz, con dotes de mediador y talento para encontrar compromisos aceptables. Conocía sus virtudes y estaba seguro de sí mismo. La mañana en que llegó el despacho oficial que anunciaba su nombramiento, no lo abrió de inmediato, y escribió después, con más que una pizca de satisfacción:
Tomé mi desayuno como siempre, y después, como siempre, leí mi capítulo de la mañana y recé […] El despacho abierto: primero, una carta muy cordial de sir F. Bruce, que me pedía que aceptara el puesto de inspector y me garantizaba el apoyo de los ministros de exteriores; segundo, una larga carta […]; tercero, una larga carta en chino […]; cuarto, un despacho del [Ministerio chino de Exteriores] nombrándome inspector general, etcétera, etcétera[124].
Con Hart, las Aduanas chinas dejaron de ser una institución anticuada, anárquica y propensa a la corrupción para convertirse en una organización moderna, bien regulada, que contribuyó enormemente a la economía china. En cinco años, hasta mediados de 1865, proporcionó a Pekín aranceles muy por encima de los 32 millones de taeles[125]. Las indemnizaciones a Gran Bretaña y Francia se pagaron con dinero obtenido por las Aduanas, y el pago se completó a mediados de 1866, con un coste mínimo para el país en su conjunto[126].
Con la nueva riqueza, Cixí empezó a importar alimentos a gran escala. China llevaba mucho tiempo siendo incapaz de producir suficiente comida para alimentar a su población, y la dinastía siempre había prohibido la exportación de cereal. A partir de 1867, hubo importaciones sistemáticas y libres de impuestos, registradas por las Aduanas. Ese año, se importó arroz, el alimento esencial, por valor de 1,1 millones de taeles. La búsqueda y adquisición de alimentos se convirtió en una de las principales tareas de las Aduanas durante el mandato de Hart, y el empleado a quien se le asignó fue condecorado por Cixí[127].
El empleo de Hart y muchos otros extranjeros causó resentimiento entre los funcionarios. Fue una medida audaz.
El lema de gobierno de Cixí era «Hacer fuerte a China», zi-qiang. Hart quería mostrar a Pekín cómo lograrlo mediante la modernización. Su propósito, según escribió en su diario, era «abrir el país al acceso de todo lo que la civilización cristiana haya podido aportar a la comodidad o el bienestar, material o moral, del hombre […]». Deseaba el «progreso» para China. Y en esos tiempos, el progreso significaba técnicas modernas de minería, el telégrafo y el teléfono y, sobre todo, el ferrocarril. En octubre de 1865, Hart presentó un memorándum al príncipe Gong.
En su prisa por «hacer que renazca la vieja dama» —China—, Hart amonestaba y amenazaba. «De todos los países del mundo, no hay ninguno más débil que China», afirmaba, y echaba la culpa de las derrotas militares del país a la «escasa inteligencia» de sus gobernantes. Escribía en tono premonitorio que, si China no seguía sus consejos, las potencias occidentales «quizá tengan que emprender una guerra para obligarla». Estas palabras reflejaban una actitud habitual entre los occidentales, que tenían la sensación de que «saben lo que quiere China mejor que ella misma» y que debían «agarrarla del cuello» e «imponer el progreso»[128].
El príncipe Gong tardó meses en transmitir el memorándum de Hart a Cixí. Este extraño retraso se debió seguramente a que temía que la emperatriz viuda se enfadara hasta el punto de despedir a Hart y, con ello, matar la gallina de los huevos de oro. Aunque Cixí fomentaba las críticas duras y los consejos sinceros de sus funcionarios, nadie había hecho gala de tanta arrogancia ni usado unas amenazas tan directas. El príncipe Gong no podía estar seguro de cómo iba a reaccionar. Decidió enviar a Hart al extranjero, para que, si la emperatriz viuda decidía despedirle, por lo menos la orden no se pudiera llevar a la práctica de inmediato y hubiera tiempo para convencerla y que cambiara de opinión. Ofreció a Hart unas vacaciones para volver a ver a los suyos en Europa, algo que él llevaba tiempo solicitando.
Hart partió a finales de marzo de 1866 y su memorándum llegó a manos de Cixí el 1 de abril, junto con otro documento lleno de consejos del encargado de negocios británico, Thomas Wade, que planteaba más o menos las mismas cuestiones y más o menos en el mismo tono, pensado para «asustarles», según Hart. Después de entregar los documentos, el príncipe Gong se quedó preocupado. Cuando el agregado británico Freeman-Mitford fue a verle para insistir en «ferrocarril, telégrafos» y «todas las viejas historias de las que hemos hablado cien veces», notó que el príncipe estaba «muy nervioso e inquieto. Se retorcía, se agachaba y se escurría como una liebre»[129].
El príncipe había infravalorado a Cixí. Ella leyó los memorandos con atención y luego se los envió a diez altos funcionarios encargados de asuntos exteriores, comercio y provincias, para que opinaran sobre ellos. En la letra que acompañaba las copias no había ninguna muestra de ira ni animadversión hacia Hart ni Wade; a diferencia del informe redactado por el príncipe Gong, lleno de destellos de resentimiento. Cixí se tomó con calma la arrogancia occidental y no dejó que le nublara el juicio. Por el contrario, buscó las posibles ventajas de las propuestas. Hart «tiene buenos argumentos», dijo, «cuando evalúa el gobierno, el ejército y la economía de China y cuando sugiere adoptar los métodos occidentales de minería, construcción naval, producción de armas y entrenamiento militar […] En cuanto a lo que dice sobre las relaciones exteriores, por ejemplo, enviar embajadores a otros países, son cosas que deberíamos hacer de todas formas». No mencionó el lenguaje y el tono amenazadores, sino que se limitó a evocar el lema de su Gobierno: «Hacer fuerte a China es la única manera de asegurarnos de que otros países no van a emprender un conflicto contra nosotros […] ni van a despreciarnos»[130]. Tal vez supo poner la afrenta en perspectiva, además, porque era muy consciente de que los chinos usaban el mismo lenguaje ofensivo cuando hablaban de los extranjeros. Aun así, el príncipe Gong advirtió a los delegados occidentales que tuvieran cuidado con su lenguaje. Ellos le hicieron caso y, a partir de entonces, omitieron las expresiones ofensivas en su correspondencia[131](20).
Algunos altos cargos arremetieron contra Hart, pero la emperatriz viuda nunca lo hizo. Hart era honrado y llevaba las Aduanas con eficacia y rectitud, lo cual era un triunfo en un país en el que la corrupción era endémica. Eso le bastaba. Cixí nunca era mezquina y siempre se fijaba en el bien general, y pronto concedería a Hart otra condecoración por sus servicios. Hart dirigió las Aduanas chinas mientras ella vivió y reinó. Que un extranjero estuviera a cargo de un importante organismo fiscal durante casi medio siglo fue un fenómeno extraordinario y muestra una increíble falta de prejuicios y sospechas por parte de Cixí, además de astucia. No era una fe ciega. No tenía la menor duda de que, a la hora de la verdad, Hart sería leal hacia su propio país, Gran Bretaña. Un diplomático le contó que había preguntado a Hart con quién estarían sus lealtades si hubiera un enfrentamiento entre China y Gran Bretaña y que Hart había replicado: «Soy británico»[132]. Pero ella confiaba en que Hart jugaría limpio con China y se esforzó por evitarle cualquier conflicto de intereses. Entre las máximas jerarquías había pocos que se opusieran a Hart, y eso también era extraordinario. Por muy antioccidentales que fueran algunos funcionarios, habían depositado las Aduanas de su país en manos de un occidental. Y Hart no les decepcionó. Contribuyó enormemente no solo al bienestar económico de China, sino a su relación general con el mundo exterior. Se convirtió en una persona a la que recurría el príncipe Gong para cualquier cosa que tuviera que ver con Occidente. Y la emperatriz viuda aprendió sobre la civilización occidental a través de sus tratos con él, aunque el contacto fuera indirecto.
Sin embargo, los proyectos de modernización propuestos por Hart se encontraron con el rechazo de todos a los que consultó Cixí. Incluso el más reformista de todos, de quien los occidentales habían llegado a tener una gran opinión, el conde Li, se mostró muy vehemente en su oposición y resumió sus «daños incalculables» así: «Destruyen nuestro paisaje, invaden nuestros campos y aldeas, estropean nuestro feng-shui [geomancia] y arruinan el modo de vida de nuestro pueblo»[133]. Nadie podía imaginar qué ventaja tendrían aquellos costosos proyectos de ingeniería, y los representantes de Occidente no fueron capaces de presentar argumentos convincentes a su favor. El príncipe Gong informó a Cixí de que los occidentales no habían «dicho nada concreto de cómo van a beneficiar a China»[134].
Por el contrario, parecían tener múltiples ventajas para Occidente. China estaba a punto de acabar de pagar las reparaciones de guerra y gozaba de un inmenso superávit comercial. Podía permitirse esas aventuras. Después de conocer el interior, los occidentales descubrieron que era una tierra rica en recursos naturales sin explotar. El oficial naval británico Henry Noel Shore subrayó que «las autoridades competentes calculan que los yacimientos de carbón ocupan alrededor de 419.000 millas cuadradas [aproximadamente un millón de kilómetros cuadrados], más de 20 veces los de Europa, y se dice que los minerales, en especial el hierro de excelente calidad, abundan en todas las provincias»[135]. Y para explotar las minas era necesario tener telégrafo y ferrocarril.
Una de las numerosas objeciones que se hacían era que los occidentales tendrían acceso a los tesoros subterráneos de China y tratarían de controlarlos. Los ferrocarriles podían llevar tropas occidentales al interior, si querían invadir. Millones de personas que trabajaban en los sectores de los viajes y las comunicaciones —los conductores de carros, porteadores de mercancías, mensajeros, posaderos y así sucesivamente— perderían su empleo. No parece que nadie considerara especialmente deseable la desaparición de unos trabajos inhumanos ni previera la creación de nuevas formas de empleo. Pensaban que el ruido atronador y el negro humo que producían las máquinas eran un horror porque interferían con la naturaleza y, lo peor de todo, molestaban a las almas muertas en todas las tumbas ancestrales particulares que definían el paisaje de China.
En aquellos tiempos, en China, cada familia contaba con su propio cementerio. Se trataba de unos terrenos sagrados para la población. Como comentó Freeman-Mitford, «en este país, los mejores lugares se destinan a enterrar a los muertos»[136]. Desde luego, la gente creía que las tumbas eran su destino final, donde, después de su muerte, se reunían con sus seres queridos fallecidos antes. Esta idea los consolaba y alejaba el miedo a morir. El peor golpe que podía asestar alguien a su enemigo era destruir su tumba ancestral, porque entonces él y su familia se convertirían después de morir en fantasmas sin hogar, condenados a la soledad y la miseria eternas.
Como la mayoría de sus contemporáneos, Cixí asociaba las tumbas ancestrales a un profundo sentimiento religioso. La fe era esencial en su vida, y lo único que le inspiraba miedo era la ira del Cielo, el ser místico y amorfo que equivalía a Dios para los chinos de la época. Creer en el Cielo no era incompatible con tener fe en el budismo o el taoísmo. Los sentimientos religiosos chinos no estaban tan definidos como los del mundo cristiano. Tener más de una creencia religiosa era algo habitual. En las grandes ceremonias, como un funeral extravagante que podía prolongarse más de un mes, había oraciones pronunciadas por sacerdotes budistas, taoístas y lamas del budismo tibetano, que se alternaban cada pocos días. De acuerdo con esta tradición, Cixí era una budista devota y fiel seguidora de la doctrina taoísta. Su Bodhisattva más venerado era Guan Yin, la Diosa de la Misericordia, la única diosa femenina del budismo, que también era una inmortal en el taoísmo. Cixí rezaba con frecuencia en sus capillas personales a una estatua de Guan Yin, con las palmas unidas delante del pecho. Las capillas eran además sus santuarios privados, a los que acudía para estar a solas y despejarse la mente antes de tomar decisiones cruciales. Como budista, seguía el ritual de poner en libertad criaturas capturadas. Para su cumpleaños compraba muchos pájaros —en los últimos tiempos, hasta 10.000, según sus damas de compañía— y, llegado el día, escogía la hora más propicia, subía a la cima de una colina y abría las jaulas que habían transportado los eunucos, una detrás de otra, para observar cómo salían volando las aves.
Las tumbas ancestrales fueron el principal motivo por el que el Gobierno de Cixí rechazó los proyectos de la era de las máquinas. No se debía molestar a los espíritus de los muertos. El príncipe Gong dijo a los enviados extranjeros que, si esa negativa significaba la guerra, habría guerra[137]. Cixí se tomaba muy en serio la amenaza bélica y emitió un edicto en el que, en tono muy grave, ordenaba a los jefes provinciales que resolvieran a toda velocidad cualquier disputa en la que hubiera occidentales involucrados, con el fin de que nadie tuviera ningún pretexto para iniciar una guerra[138]. Su Gobierno hizo todo lo posible para respetar los tratados. Como reconoció Hart, «No sé de ninguna infracción de los tratados»[139]. Después de nuevas e inútiles presiones, las empresas occidentales se rindieron. La era industrial quedó postergada en China.
A pesar de todo, iba a deslizarse por otra puerta. La corte de Cixí estaba unánimemente a favor de construir un ejército y un sector de producción de armamento modernos. Se contrató a oficiales extranjeros para entrenar a las tropas y a ingenieros para enseñar a fabricar armas. Se compró tecnología y material. En 1866 se inició en serio la construcción de una flota moderna. Su principal supervisor extranjero era un francés, Prosper Giquel, que había llegado a China como miembro de las fuerzas invasoras británicas y francesas y se había quedado. Había ayudado a derrotar a los rebeldes de Taiping encabezando una fuerza franco-china denominada el Ejército Siempre Triunfante, en imitación del Ejército Siempre Victorioso chino-británico, y luego trabajó en las Aduanas a las órdenes de Robert Hart. Cixí tenía fe en Giquel y autorizó todo el dinero que el proyecto pudiera necesitar. Había muchos escépticos que desconfiaban de un antiguo oficial francés que había pertenecido a un ejército invasor, y otros estaban horrorizados por los costes astronómicos. Pero Cixí tendía a ser confiada por instinto. Les dijo a sus funcionarios que a Giquel y otros extranjeros había que «tratarlos especialmente bien». «Este proyecto de construir la flota es verdaderamente fundamental para nuestro objetivo de hacer fuerte a China», declaró con entusiasmo[140].
En solo unos años, se construyeron nueve barcos de vapor, de una calidad que parecía a la altura de los barcos occidentales. No se bautizaron con ninguna botella de champán; solo hubo ceremonias solemnes en las que se pedía perdón a la Reina Celestial y los Dioses de los Ríos y la Tierra porque los barcos de vapor iban a perturbarlos a todos. Cuando la primera nave entró, resplandeciente, en el puerto de Tianjín en 1869, una muchedumbre de chinos y extranjeros se reunió para presenciar el espectáculo, y los que habían intervenido en su construcción tuvieron que enjugarse lágrimas de orgullo. A Giquel le premiaron sus servicios con, entre otras cosas, una chaqueta de mandarín en amarillo real.
Cuando llevaba casi diez años de gobierno, Cixí no solo había revivido un país desgarrado por la guerra, sino que también había fundado una Marina moderna y empezado a construir un ejército y un sector armamentístico modernos, con equipamiento a la última. Aunque la plena industrialización tardó todavía en esta antigua tierra, que tenía sus tradiciones y sus sentimientos religiosos fuertes y muy arraigados, las industrias modernas empezaron a aparecer poco a poco: la minería de carbón y hierro, la construcción de plantas siderúrgicas y la fabricación de maquinaria. Se introdujo la educación moderna para formar a los ingenieros, técnicos, oficiales y tripulaciones. El ferrocarril y el telégrafo estaban esperando a la vuelta de la esquina. La China medieval había dado su primer paso hacia la modernización bajo el mando de la emperatriz viuda.