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El golpe que cambió China (1861)

Aunque su hijo era el sucesor al trono, Cixí no tenía poder político. De hecho, al ser una concubina, no era ni siquiera la madre oficial del nuevo emperador. Ese papel le correspondía a la emperatriz Zhen, que asumió de inmediato el título de viuda emperatriz, huang-tai-hou (intercambiable con «emperatriz viuda»). Cixí no recibió ningún título. Tampoco acompañó a su hijo cuando un regente lo llevó a despedirse de su difunto padre y protagonizar un ritual consistente en sostener una copa dorada sobre la cabeza, vaciarla en el suelo y situarla sobre una mesa de cantos dorados situada delante del ataúd. En los registros de la corte, Cixí pertenecía al grupo de «otros» anónimos que, «encabezados por la emperatriz viuda», es decir, la emperatriz Zhen, realizó un ritual parecido[74].

Cixí necesitaba el título de emperatriz viuda. Solo entonces obtendría el estatus de madre del emperador y, sin él, no era más que una mera concubina. Parecía inevitable un enfrentamiento con la emperatriz Zhen, y las dos mujeres tuvieron una emocional disputa por primera vez en su relación. Pero pronto dieron con la solución. Rastrearon los archivos y se descubrió que había habido ya un caso similar. Casi 200 años antes, cuando el emperador Kangxi subió al trono, su madre también era una concubina, pero le habían otorgado el título de emperatriz viuda, de modo que habían convivido dos emperatrices viudas a la vez. Con este precedente, el Consejo de Regentes concedió el título a Cixí. La amistad de las dos mujeres salió indemne y empezaron a llamarlas las dos emperatrices viudas[75]. Para diferenciarlas, decidieron emplear distintos nombres honoríficos. La emperatriz Zhen adoptó el de «Ci’an», que quiere decir «bondadosa y serena»(13), y Cixí, que hasta entonces era la concubina imperial Yi, adoptó el nombre por el que se la conoce, que significa «bondadosa y alegre». Fue entonces cuando se la empezó a denominar emperatriz viuda Cixí.

Las dos mujeres no solo resolvieron un grave problema, sino que formaron una alianza política y pusieron en marcha un golpe de Estado. Cixí tenía 25 años y la emperatriz Zhen un año menos. Enfrente tenían a ocho hombres poderosos que controlaban la maquinaria del Estado. Eran muy conscientes del peligro que corrían. Un golpe era traición y, si fracasaba, se castigaba con la más dolorosa ling-chi (muerte de los mil cortes). Pero estaban dispuestas a asumir ese riesgo. No solo estaban decididas a salvar a su hijo y la dinastía, sino que además rechazaban la vida reglamentaria de las viudas imperiales, que consistía en vivir lo que les quedara de vida como prisioneras de hecho en el harén. Como querían transformar su destino y el del imperio, se dedicaron a conspirar, a menudo con las cabezas unidas sobre una gran cisterna de agua de cerámica esmaltada, mientras fingían contemplar sus reflejos o hablar de cosas femeninas[76].

Cixí elaboró un ingenioso plan. Se había dado cuenta de que las disposiciones que había hecho su marido en el lecho de muerte tenían algún agujero legal. Los emperadores Qing demostraban su autoridad escribiendo con tinta roja. Desde hacía casi 200 años, cuando el emperador Kangxi era joven, esas instrucciones en rojo las había escrito siempre el emperador de su puño y letra. Sin embargo, el emperador actual era un niño y no podía manejar el pincel. Cuando el Consejo de Regentes emitía decretos en su nombre, no iba acompañado de ninguna muestra de autoridad. Estaba el sello oficial, pero solo se utilizaba en ocasiones muy formales, no en las comunicaciones diarias. Señalaron este defecto al Consejo después de que hiciera públicos sus primeros decretos. Entonces dijeron que el fallecido emperador había dado un sello informal al niño, que estaba en poder de Cixí, y otro similar a la emperatriz Zhen. Alguien sugirió al Consejo la posibilidad de estampar los sellos en los decretos como equivalente de la caligrafía imperial con tinta roja, para legalizarlos. Sin duda debió de ser una de las dos mujeres —si no ambas— quien señaló el defecto e hizo la sugerencia. Esos sellos informales, de los que había miles en la corte Qing, no eran instrumentos políticos, sino objetos artísticos encargados por los emperadores por puro placer, que a veces usaban para estamparlos en sus cuadros y sus libros, o los ofrecían como regalos en la intimidad del harén.

El Consejo de Regentes aceptó la solución y anunció que todos los futuros edictos tendrían estampados los sellos. Lo notificaron en forma de posdata en un decreto que ya estaba redactado y a punto de hacerse público, señal de que la idea les acababa de llegar y de que estaban de acuerdo y querían llevarla a la práctica a toda prisa. La posdata decía asimismo que el edicto en cuestión salía sin los sellos porque no había tiempo de estamparlos. Es evidente que no habían sabido de la existencia de los sellos hasta entonces y habían tenido que enviar a buscarlos al harén(14). Después hubo una proclamación oficial, que decretaba la obligación de estampar los dos sellos en todos los edictos: uno al principio y otro al final.

Así quedó establecida la autoridad de los sellos, una victoria que iba a ser fundamental en el futuro golpe[77]. Es posible que el sello supuestamente legado al niño y preservado por Cixí fuera en realidad un regalo a la propia Cixí, que ella atribuyó al niño emperador para dotarlo de más peso. El Consejo de Regentes aceptó de buen grado el uso de los sellos porque los consideraban unos simples artilugios de caucho. Las mujeres les habían hecho creer que «todo está en armonía, todo está bien», «todo discurre de acuerdo con las viejas normas»[78]. Los regentes estaban «muy satisfechos» con la conformidad de las dos emperatrices viudas y no tenían ni idea de lo que pasaba por sus cabezas.

A continuación, las mujeres intentaron ganarse al príncipe Gong como aliado. El príncipe era el noble más importante del país y gozaba de mucho aprecio. Entre los máximos funcionarios y generales existía el consenso de que él debía haber sido el regente. Mientras que el Consejo de Regentes designado no había provocado más que el desastre para el imperio, el príncipe había conseguido sacar a las tropas aliadas de Pekín y restablecer la paz. El ejército y la guardia pretoriana le escuchaban. Cixí tenía claro que el príncipe también deseaba cambiar de enfoque en la política exterior.

El príncipe Gong estaba en aquel momento en Pekín. Se había quedado después de firmar los tratados el año anterior, por orden expresa del emperador Xianfeng. Cuando había pedido a su hermano, que estaba enfermo, que le dejara ir a visitarle al Pabellón de Caza, el emperador le había respondido: «Si nos viéramos, no podríamos evitar recordar el pasado, y eso nos pondría tristes, y no sería bueno para mi salud […] Por tanto, te ordeno que no vengas»[79]. En su lecho de muerte, el emperador había vuelto a enviar instrucciones concretas al príncipe Gong de que permaneciera en la capital. No quería ver al príncipe porque tenía la intención de excluirlo del Consejo de Regentes, por el mismo motivo por el que su padre lo había excluido del trono. El príncipe Gong no sentía un odio radical hacia Occidente; era complaciente con los occidentales, como había demostrado la firma de los tratados. El príncipe no estaba resentido por ninguna decisión del emperador Xianfeng, por injusta que hubiera podido ser. Tenía fama de ser honorable. Desde la subida de su hermano al trono, no había mostrado ninguna envidia, solo una falta total de ambición personal. Había compuesto elegías en honor de su hermano, como correspondía que hiciera un príncipe por el emperador, y había escrito textos poéticos sobre las pinturas de su hermano, que era algo propio de dos amigos. El carácter del príncipe le había granjeado la confianza del emperador. Xianfeng le había dejado solo en la capital para tratar con los europeos, aunque sabía que estos preferían a su hermano y estaban preparando planes para ponerle en el trono en su lugar. Las impecables muestras de lealtad del príncipe Gong, su falta de interés en obtener el poder supremo y en las intrigas también fueron factores importantes en los que pensó Cixí mientras se preparaba para convertirse en su jefa.

En definitiva, pocos días después de la muerte de su esposo, Cixí logró discretamente que los regentes publicaran un edicto que autorizaba al príncipe Gong a visitar el Pabellón de Caza con el fin de decir adiós a su hermano, a pesar de las órdenes del difunto. No dejarle ir habría sido poco decoroso[80].

Cuando llegó el príncipe, se arrojó al suelo ante el ataúd y derramó un torrente de lágrimas. Un testigo observó que «nadie había mostrado tanta pena como él»[81]. Los que estaban presentes en la sala se conmovieron y empezaron a sollozar también. Después de esta muestra de pesar, llegó un eunuco con un mensaje de Cixí y la emperatriz Zhen, que convocaban al príncipe al harén. Algunos nobles estaban en contra de que fuera y destacaron que, según la tradición, los cuñados debían mantenerse separados, en particular cuando la cuñada acababa de perder a su marido, aunque hablaran con el obligatorio biombo entre ellos. Pero las dos emperatrices viudas insistieron y enviaron más eunucos con la petición. El príncipe Gong, siempre deseoso de tener un comportamiento correcto, pidió a los regentes que fueran con él. Pero las dos mujeres se negaron categóricamente. De modo que fue solo y no salió hasta dos horas después[82].

Fue una audiencia muy larga, mucho más que las que se habían concedido a los regentes. Sin embargo, no les alarmó. Se creyeron la explicación del príncipe Gong de que había necesitado mucho tiempo para intentar convencer a las mujeres de que regresaran a Pekín lo antes posible y asegurarles que los extranjeros no representaban ningún peligro. Los regentes tenían confianza absoluta en la honradez del príncipe Gong y se habían dejado engañar por las dos mujeres, de modo que tenían un ánimo relajado y complaciente.

Al parecer, Cixí, que sabía lo prudente que era el príncipe, no abordó la idea del golpe en esa primera reunión. Revocar el solemne testamento del difunto emperador no era algo a lo que él pudiera estar dispuesto así como así. Lo que sí debió de conseguir la conversación fue que el príncipe Gong aceptara que no debían dejar el imperio por completo en manos del Consejo de Regentes, que, al fin y al cabo, tenía un historial penoso. Por consiguiente, el príncipe aceptó conseguir que alguien de los suyos pidiera que las dos emperatrices viudas participaran en la toma de decisiones y que «se escogiera a uno o dos príncipes con lazos de sangre para que ayudaran en los asuntos de Estado»[83]. La petición no debía mencionar el nombre del príncipe Gong. Desde luego, quería evitar la impresión de que deseaba el poder, pese a que tenía argumentos sólidos para hacerlo.

Se comunicó la iniciativa en secreto a la gente del príncipe en Pekín y se designó a un subordinado relativamente menor para que redactara la petición. El príncipe Gong temía que el Consejo de Regentes pudiera descubrir la vinculación con él cuando vieran el documento, así que partió del Pabellón de Caza antes de que llegara. La víspera de su viaje a Pekín, volvió a ver a Cixí y la emperatriz Zhen. Y esta vez fue inevitable hablar de lo que debían hacer si los regentes rechazaban la propuesta.

Parece que el príncipe Gong se mostró de acuerdo en utilizar la fuerza para derrocarlos, pero solo como último recurso y solo después de que se revelara algún acto imperdonable que hubieran cometido, para que el golpe tuviera imagen de legitimidad. Al príncipe le importaba mucho su honor. Todavía no estaba decidido cuál sería su papel tras el golpe, lo cual indica que el príncipe no pensaba que fuera a producirse pronto, ni tal vez nunca.

No habría pasado nada si no hubiera habido más iniciativa por parte de Cixí. Tal como se esperaba, los regentes rechazaron de forma categórica la petición, alegando que no se podía alterar el testamento del difunto emperador, además de la regla inflexible de que las mujeres no debían intervenir en política. Cixí necesitaba obligar a los regentes a hacer algo inexcusable para que el príncipe Gong estuviera de acuerdo en derrocarlos. La emperatriz Zhen y ella se propusieron provocarlos para que cometieran una afrenta. Con el emperador niño en brazos, llamaron a los regentes y entablaron una airada discusión sobre la petición. Los hombres se indignaron y exclamaron en tono despectivo que, como regentes, no tenían por qué responder ante las dos mujeres. Con sus gritos, el niño se asustó y se mojó los pantalones. Después de una larga pelea, Cixí fingió acatar el veredicto de ellos. Se anunció públicamente que la petición se rechazaba en nombre del emperador niño[84].

Cixí había conseguido que los regentes cometieran una infracción muy grave, porque se habían atrevido a gritar y comportarse de forma desconsiderada delante del emperador, y lo habían asustado. De modo que, con ese hecho como argumento, redactó personalmente un edicto en nombre de su hijo en el que condenaba a los regentes. Su caligrafía delataba la falta de formación académica. El texto estaba lleno de solecismos y frases poco elegantes, y salpicado de caracteres equivocados, unos errores muy fáciles de cometer. Cixí era consciente de sus carencias y escribió al final de su borrador: «Por favor, que el séptimo hermano me lo revise»[85].

El séptimo hermano era el príncipe Chun, el que se había casado con la hermana menor de Cixí, gracias a sus maniobras. Tenía entonces 20 años, había recibido una rigurosa educación clásica desde los cinco y era capaz de escribir «magníficas composiciones y bellas frases», según el gran tutor Weng, que acabaría siendo profesor de dos emperadores y cuya erudición era indudable. Alumno diligente, el príncipe había absorbido los clásicos hasta altas horas de la noche, contaba él mismo que había dependido de las palabras de sus maestros como «del sol en invierno» y había seguido sus enseñanzas de la misma manera que cuando «se mantiene uno en el sendero al borde de un precipicio, sin osar desviarse ni un paso». Era un hombre que necesitaba una guía, y Cixí estaba desempeñando esa función[86].

El príncipe Chun había quedado desolado por la derrota del emperador a manos de los occidentales, la quema del Viejo Palacio de Verano y la muerte de su hermano. Antes de que la corte huyera de Pekín, había rogado al emperador que no abandonara la capital y que le permitiera dirigir las tropas contra los invasores. Su hermano había rechazado sus súplicas, porque no quería enviarle a una muerte segura. Frustrado, el apasionado príncipe pensaba que los asesores del emperador tenían la culpa de haber manejado mal los acontecimientos y estaba deseando librarse de ellos[87]. Fue la primera persona, aparte de la emperatriz Zhen, a la que Cixí reveló sus planes sobre el golpe.

Cixí envió su borrador de edicto al príncipe Chun con un eunuco de su confianza. Él contestó al día siguiente con un texto revisado, que terminaba con el anuncio de la expulsión de los regentes. Su esposa, la hermana de Cixí, fue la encargada de llevar el texto corregido, que luego cosieron en el forro de la túnica de la emperatriz Zhen. En la carta que lo acompañaba, el príncipe Chun prometía su apoyo total a Cixí. Que estuviera decidida a actuar, decía Chun, era «sin duda una suerte para nuestro país», y él estaría a su lado, «suceda lo que suceda»[88].

Las palabras del príncipe Chun reflejaban el sentimiento predominante entre los príncipes, generales y funcionarios. Cixí sabía que sus acciones serían populares. Con esa seguridad y los dos sellos que representaban la autoridad monárquica, sentía que podía lograr el compromiso del príncipe Gong. Como él estaba en la capital, el plan de Cixí era reunirse con él allí antes de que fueran los regentes, para coordinarse y capturarlos cuando llegaran. Así que el príncipe Chun manipuló a los regentes para que aceptaran que el emperador niño debía tomar un atajo de regreso a Pekín en vez de acompañar el enorme ataúd del fallecido, que debía recorrer las carreteras principales y avanzar despacio, porque lo transportaban docenas de hombres, seguidos de toda la corte. Todos estuvieron de acuerdo en que había que ahorrar al niño un viaje tan largo y agotador.

En una fecha propicia, dos meses después de la muerte del emperador Xianfeng, partió del Pabellón de Caza la gran procesión que transportaba su féretro. Antes de que emprendieran su recorrido, se habían reparado puentes y las carreteras se habían aplanado, ensanchado y cubierto de tierra amarilla, tal como se exigía para todos los trayectos reales. Antes de levantar la caja, el emperador niño se arrodilló a su lado en un acto de despedida. Estaba previsto que volviera a hacer el mismo ritual para recibirlo 10 días después, en una puerta de la Ciudad Prohibida. La mitad de los regentes viajaba con la comitiva, presidida por el príncipe Chun. La otra mitad acompañaba al emperador niño, que, de acuerdo con las normas de la corte, iba sentado con la emperatriz Zhen en una silla de manos con cortinas negras, como señal de luto. Cixí iba en otra silla también cubierta de negro. Viajaron a toda velocidad y recorrieron la distancia hasta Pekín en seis días, cuatro menos que el ataúd. En cuanto llegó a las afueras de la capital, Cixí pidió ver al príncipe Gong y le presentó el edicto que anunciaría el golpe, autorizado con los dos sellos, uno al principio y otro al final. El príncipe Gong quedó convencido y se sentía capaz de convencer a otros de que expulsar a los regentes del poder era respetar las órdenes del nuevo emperador.

Propuso unos cuantos cambios para el edicto, como borrar su nombre, que aparecía cubierto de elogios por haber llevado la paz al imperio. La palabra empleada para referirse a los extranjeros, «bárbaros extranjeros», se sustituyó por otra más neutral, que significaba «países extranjeros», wai-guo. Después, el príncipe se dispuso a preparar las fuerzas necesarias para el golpe.

El último día del noveno mes lunar de 1861, mientras el féretro del emperador Xianfeng avanzaba hacia la capital con paso solemne, Cixí prendió la mecha de su golpe. Le dijo al príncipe Gong que reuniera a sus colaboradores y los llevara ante la emperatriz Zhen y ella y, cuando llegaron, ordenó que realizaran la proclamación del edicto. En una encantadora exhibición de tristeza, las dos emperatrices viudas acusaron a los regentes de intimidarlas a ellas y al emperador niño. Todos los presentes se mostraron muy indignados. En medio de la acusación, los regentes que habían viajado con Cixí llegaron corriendo al palacio y, a las puertas de la sala, gritaron que las mujeres habían infringido una norma cardinal al llamar a los funcionarios al harén. Cixí, con aire más indignado todavía, ordenó que se redactara y se sellara un segundo edicto allí mismo: la detención de los regentes por intentar impedir que el emperador viera a sus funcionarios, que era un delito grave.

El edicto original solo ordenaba que los regentes fueran depuestos. Ahora el príncipe Gong cogió el nuevo decreto y fue a arrestar a los regentes que habían estado gritando. Ellos aullaron: «¡Nosotros somos los que escribimos decretos! ¡Los vuestros no pueden ser válidos porque no los hemos escrito nosotros!». Pero los dos sellos mágicos los callaron. Los guardias que acompañaban al príncipe se los llevaron a rastras[89].

Armado con un tercer decreto sellado, el príncipe Chun detuvo a los regentes que habían viajado con el féretro. Fue personalmente a buscar a Sushun, que, en la práctica, era su jefe. Cuando el príncipe irrumpió en la casa en la que Sushun, que era un hombre de gran tamaño, estaba pasando la noche, lo encontró en la cama con dos concubinas. Sushun rugió «como un leopardo» y se negó a reconocer «la orden de detención». Ese desafío a un decreto imperial y el hecho de que parecía haber mantenido relaciones sexuales mientras escoltaba el féretro del difunto emperador dieron a Cixí motivos para ordenar que le ejecutasen. Sushun era el único hombre del Consejo de Regentes que tenía cierta idea de lo inteligente que era Cixí y había intentado que la mataran. Pero, como no sabía nada de su ambición y su habilidad, se había dejado convencer por otros y había abandonado su plan. Mientras se dirigía al lugar donde lo iban a ejecutar, mostró a gritos su pesar por haber subestimado a «esta simple mujer».

La aplicación de los castigos seguía un procedimiento estricto. Primero, el príncipe Gong presidió una mesa de príncipes y oficiales que debían atribuir unos delitos concretos a cada uno de los regentes y proponer los castigos apropiados, de acuerdo con las leyes penales. Para que cayeran los regentes, tenían que ser declarados culpables de traición. Pero los delitos que se habían alegado no justificaban ese cargo. El quinto día, después de que las deliberaciones se interrumpieran, las dos mujeres intervinieron con una prueba irrefutable: los ocho hombres, afirmaron, habían falsificado el testamento de su difunto esposo. Este era un cargo tan grave —y tan improbable— que los miembros de la mesa de deliberación dudaron en mencionarlo, para que no les acusaran de inventarse pruebas. Las dos mujeres asumieron toda la responsabilidad y dejaron que la mesa anunciara que la información procedía de ellas. Eso permitió que el príncipe Gong y la mesa condenaran a los ocho regentes por traición. Los tres principales infractores fueron condenados a la muerte de los mil cortes. En una calculada demostración de magnanimidad, Cixí redujo enormemente las sentencias y no ejecutó más que a Sushun, y por un método mucho menos doloroso, la decapitación.

La ejecución de Sushun fue recibida con vítores por las muchas personas que le odiaban. Como máximo responsable de los Exámenes Imperiales, que se utilizaban para seleccionar a los funcionarios, se había mostrado siempre implacable con los candidatos más educados que viajaban hasta la capital, con grandes dificultades, desde todos los rincones del imperio. Los había tratado «como a esclavos», dijo el gran tutor Weng, también examinador. Sushun, que lideraba una especie de fanática lucha «contra la corrupción», había impartido castigos desproporcionados por delitos menores, cuando él era uno de los más corruptos. Acusó a un subordinado suyo, Junglu, de «desfalco» y estuvo a punto de cortarle la cabeza. Sin embargo, Junglu decía que Sushun le perseguía porque él se había negado a regalarle su colección de exquisitos frascos de rapé y un caballo de primera clase. La mañana de la ejecución de Sushun, Junglu se levantó temprano para estar en primera fila de la muchedumbre y ver rodar la cabeza de su enemigo. Después se fue directamente a una taberna y se emborrachó. Junglu guardó devoción eterna a Cixí, una devoción que posteriormente dio pie al rumor de que habían sido amantes[90].

Cixí ordenó a los otros dos principales regentes, el príncipe Zheng y el príncipe Yee, que se quitaran la vida, y envió a cada uno una larga bufanda de seda para que se ahorcaran con ella. Esta orden imperial, no tan infrecuente, tenía el poético nombre de ci-bo, «la seda otorgada». Se consideraba un favor para alguien condenado a muerte: era suicidio, no ejecución, y se podía llevar a cabo en privado. A los demás regentes caídos en desgracia los expulsaron, sin más (a uno lo enviaron a la frontera). Unos nuevos edictos anunciaron que no se iba a incriminar a nadie más, y los papeles confiscados en casa de Sushun se quemaron de inmediato, sin leerlos, delante del Gran Consejo[91].

En definitiva, dos meses después de que muriera su esposo, Cixí, a los 25 años, había culminado su golpe, con solo tres muertes, ninguna otra sangre derramada y ninguna revuelta. El enviado británico en Pekín, Frederick Bruce, se mostró asombrado: «Desde luego es extraordinario que unos hombres que llevaban mucho tiempo en el poder, que disponían del dinero del Estado y sus apoyos, hayan caído sin un disparo de resistencia y sin que se haya alzado una voz o una mano en su defensa». Era muestra de la popularidad del golpe orquestado por Cixí. Como escribió Bruce a Londres, «por lo que puedo ver, la opinión pública parece unánime en la condena de Su-Shun [Sushun] y sus colegas y en la aprobación de los castigos que se les han asignado». El golpe no solo era un reflejo de los deseos de la gente, sino que «sin duda se ha organizado con gran habilidad» y no había causado más «confusión» que «un cambio de Ministerio»[92]. Corrió la voz de que Cixí era quien había organizado el golpe y eso le granjeó una tremenda estima. El virrey de Cantón, «de muy buen ánimo», la elogió ante el cónsul británico, que citó sus palabras en un mensaje a Londres: «La emperatriz madre es una mujer de mente [sic] y fuerte voluntad», el golpe estaba «bien hecho» y «ahora habrá esperanza»[93]. El famoso jefe militar y posteriormente gran reformador Zeng Guofan escribió en su diario, al conocer los detalles del golpe a través de amigos: «Me siento anonadado ante la sabia y decidida actuación de la emperatriz viuda, que ni siquiera grandes monarcas del pasado fueron capaces de conseguir. Estoy conmovido por la admiración y el pasmo»[94].

El príncipe Gong también estaba impresionado. Su gente pidió que fuera ella, y no el príncipe, quien tomara las riendas del país, una idea que sin duda tuvo su origen en él. Aunque no había precedentes en la dinastía Qing, decían los altos funcionarios, sí los había en otras dinastías que se remontaban a más de 1.700 años atrás. Mostraron una lista de emperatrices viudas que habían supervisado a sus hijos cuando eran pequeños. Ahora bien, en la lista no figuraba Wu Zetian (624-705 d. C.), la única mujer en la historia de China que se había proclamado de forma explícita «emperatriz» y que recibió el país por derecho propio, un hecho por el que recibió numerosas condenas. El respaldo a Cixí se basaba en el acuerdo de que su papel político era de transición, hasta que su hijo fuera mayor de edad.

Cixí había pensado en la posibilidad de que el príncipe Gong fuera el regente, pero cambió de opinión[95]. Ella era la que había logrado que el golpe triunfase, mientras que el príncipe había sido un subordinado, y su confianza en sí misma se incrementó. Al final, le otorgó el título de gran asesor —yi-zheng-wang—, que dejaba claro que ella era la que mandaba. El príncipe Gong se vio inundado de honores poco habituales, que insistió en rechazar, incluso llegando a estallar en lágrimas. Tal vez pensaba sinceramente que no los merecía. Seguiría sirviendo fielmente a Cixí y su causa común[96].

El noveno día de la décima luna de 1861, la víspera del vigésimo sexto cumpleaños de Cixí, se proclamó en todo el imperio, en nombre del nuevo emperador, que «a partir de ahora, todos los asuntos de Estado serán decididos personalmente por las dos emperatrices viudas, que darán órdenes al Gran Asesor y a los grandes consejeros para que las lleven a cabo. Los decretos seguirán emitiéndose en nombre del emperador»[97]. Cixí se había convertido en la auténtica gobernante de China, si bien, al mismo tiempo, se sintió obligada a declarar que gobernar no era su deseo, ni el de la emperatriz Zhen. No hacían más que ceder a las súplicas de los príncipes y los ministros, que les habían rogado que cumplieran con su deber en unos tiempos tan difíciles. Pidió a la población que comprendiera su dilema y prometió que el joven emperador asumiría su puesto en cuanto llegara a la edad adulta[98].

La víspera de su cumpleaños, un día nublado y con cierta llovizna en el aire, era la fecha de la coronación de su hijo, Zaichun, que recibió el nombre de emperador Tongzhi, un nombre que significaba «Orden y prosperidad», el ideal confuciano de lo que debería aportar un buen gobierno a la sociedad(15). A las siete en punto de la mañana, llevaron al niño al salón más grande de la Ciudad Prohibida, el Salón de la Suprema Armonía, Tai-he. Vestido con una túnica de brocado amarillo, con bordados de dragones dorados que cabalgaban sobre nubes de colores, le colocaron en un trono de laca dorada, adornado con nueve dragones espléndidamente bañados en oro. Había más dragones tallados en el biombo posterior, las columnas de alrededor y el techo, en cuyo centro había un dragón enroscado con una gran bola de plata suspendida de sus dientes. La idea era que la bola caería sobre cualquiera que se sentase en el trono si no tenía autoridad para ser el monarca. Todo el mundo lo creía, y la propia Cixí no se atrevió jamás a sentarse en el trono(16).

Delante del sillón se encontraba una mesa rectangular, bañada en oro y cubierta de brocados amarillos con el dibujo de la nube propicia, sobre una alfombra amarilla. Sobre la mesa estaba un pergamino enrollado que contenía la proclamación imperial del nuevo reinado. Escrito en chino y en manchú, el pergamino amarillo tenía varios metros de largo y en él figuraba el gran sello oficial del nuevo emperador. Para envolverlo en misterio y solemnidad, cuatro quemadores de bronce, cada uno en una columna, desprendían nubes de incienso. La sala era oscura y misteriosa, en contraste con las relucientes terrazas exteriores de mármol blanco, que, en tres majestuosos niveles, resultaban aún más grandiosas con sus balaustradas esculpidas y sus grandes escaleras. Abajo, en la parte delantera, había una explanada empedrada de más de 30.000 metros cuadrados, ocupada ese día por altos funcionarios y oficiales que se habían reunido antes del amanecer y se habían alineado de forma ordenada y jerárquica. Bajo banderas y baldaquines de colores brillantes, acompañados por la música solemne de campanas y tambores, se arrodillaron repetidamente y se postraron ante el nuevo emperador.

Al terminar la ceremonia, una procesión escoltó el pergamino desde la Ciudad Prohibida hasta la Puerta de Tiananmén, en el sur. En lo alto de la puerta abrieron el documento y lo leyeron, primero en manchú y después en chino, ante los funcionarios agrupados a los pies de la muralla exterior, que estaban, todos, de rodillas. Una vez cumplimentado el ritual de leer la proclamación y postrarse varias veces, colocaron el pergamino en el pico de un ave fénix de oro, lo bajaron despacio, colgado de una cuerda, por el muro exterior, y lo colocaron en una urna que se llevaron escoltada por una guardia de honor. En el Ministerio de Ritos se copió el documento en papel real especial para enviarlo a las provincias, donde se leyó a los funcionarios, nivel por nivel, hasta llegar a los más humildes. Se colgaron carteles en las ciudades y se transmitió la noticia a los pueblos. Al paso de las copias del documento, todos los oficiales y toda la gente corriente iban postrándose.

Cixí no estuvo presente en la coronación. No podía entrar en la majestuosa área principal de la Ciudad Prohibida, porque era mujer. No podía poner el pie en ella a pesar de ser quien de verdad gobernaba. De hecho, cuando su silla de manos pasaba cerca, tenía que cerrar la cortina y apartar la mirada en señal de humildad[99]. Prácticamente todos los decretos se publicaban en nombre de su hijo, porque Cixí no tenía autoridad para gobernar. Con este grave impedimento se dispuso a transformar China.