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Muere el emperador Xianfeng (1860-1861)

Justo antes de huir hacia el Pabellón de Caza, el emperador Xianfeng ordenó a su hermano menor, el príncipe Gong, que permaneciera en la capital e hiciera frente a los invasores. El príncipe, de 27 años, era el sexto hijo de su padre, el que había sido descartado como sucesor al trono porque no sentía un odio visceral hacia los occidentales y tenía tendencias conciliadoras. Ahora, gracias a esas cualidades, llegó a un rápido acuerdo con los aliados, que consistió en aceptar todas sus demandas, incluido el pago de unas indemnizaciones de ocho millones de taeles de plata a cada país europeo. El 24 de octubre de 1860 firmó el Tratado de Pekín con Gran Bretaña y al día siguiente, con Francia. Los aliados se fueron y la paz quedó restablecida. Las potencias occidentales empezaron a instalar a sus representantes en Pekín y se dispusieron a tratar con el príncipe Gong.

El príncipe, a pesar de tener el rostro picado, como la mayoría de los hombres de su época que habían tenido viruela de niños, era atractivo. John Thomson, el famoso fotógrafo que años después le hizo fotos, dijo que el príncipe Gong «poseía lo que los frenólogos llamarían una cabeza espléndida. Sus ojos eran penetrantes y su rostro, en reposo, tenía una expresión taciturna y decidida»[63]. Cuando se sentaba, lo hacía en la postura dictada para los aristócratas manchúes: las piernas ligeramente separadas y los pies hacia afuera. Con la túnica adornada con una pluma montada en jade y un botón de color que indicaba su rango, era la imagen de un alto príncipe. Siempre que levantaba su pipa de largo tubo, aparecía de inmediato una llama en su pequeña cazoleta enjoyada, encendida por un criado arrodillado. El príncipe guardaba la pipa en un compartimento interior de su bota de raso negro, el «bolsillo» de un caballero en esos tiempos. Dichos bolsillos contenían diversos artículos, desde tabaco hasta documentos de Estado, desde dulces hasta pañuelos con los que los aristócratas se limpiaban la boca y lavaban sus palillos después de cenar en algún sitio (normalmente se llevaban sus propios palillos cuando comían fuera de casa). La funda de los palillos del príncipe colgaba de su faja, junto con una profusión de objetos revestidos de piedras preciosas, como una funda de abanico. Cuando recorría la capital, su silla de manos iba cubierta por un baldaquín y rodeada de un llamativo séquito a caballo. Todo el mundo le abría paso. Cuando se aproximaba a su destino, un jinete se adelantaba para avisar de su inminente llegada y asegurarse de que se colocaran en fila para recibirle.

El hermano del príncipe Gong, el emperador, decretó que, como gran príncipe, no debía rebajarse a recibir a los europeos en persona, aunque fueran los vencedores. Pero el príncipe era pragmático y sabía que la orden de su hermano no era realista. Firmó los tratados con británicos y franceses de su puño y letra, e incluso llegó pronto al lugar de la cita para esperar a lord Elgin. Cuando llegó este, con una escolta de 400 soldados de infantería, 100 de caballería y dos bandas que iban tocando en cabeza de la procesión, el príncipe Gong se acercó a saludarle con las manos unidas delante del pecho, un gesto propio del saludo a un igual. Lord Elgin, según el general Grant, «le devolvió una mirada orgullosa y despreciativa y se limitó a una ligera inclinación, que debió de provocar un escalofrío al pobre Kung [Gong]. Era un hombre de aspecto delicado y noble»[64]. Elgin no tardó en mitigar sus muestras de soberbia. «Los dos representantes nacionales […] parecían dispuestos a tratarse como iguales, pero no como superiores»[65]. La actitud conciliadora del príncipe Gong le granjeó la simpatía de los europeos. Elgin le escribió una amigable carta de despedida al irse, en la que expresaba su deseo de que, en el futuro, la política exterior de China estuviera en manos del príncipe Gong[66].

El emperador Xianfeng autorizó los tratados y elogió al príncipe Gong por su labor. Luego hizo públicos los tratados por todo el imperio, los envió a todas las provincias y puso carteles en Pekín. «Quienes estén pensando en aprovechar la guerra para iniciar una revuelta se lo pensarán dos veces ahora que saben que se ha restablecido la paz», dijo[67]. El autor de un diario vio el anuncio y lloró: el emperador chino aparecía en la misma categoría que los monarcas de Gran Bretaña y Francia, algo que, para este hombre, era «una cosa totalmente inaudita y una degradación increíble»[68].

El país que salió más beneficiado de la guerra fue un tercero, Rusia, el vecino septentrional de China. El 14 de noviembre, el príncipe Gong firmó un tratado con el enviado ruso, Nikolái Ignátiev, por el que cedía a Rusia cientos de miles de kilómetros cuadrados de territorio al norte del río Amur y al este del Ussuri, que siguen definiendo la frontera hasta hoy. La región, que se consideraba «una vasta tierra salvaje», era un territorio que el jefe de la guarnición manchú local, el general Yishan, había entregado a Rusia en 1858, al parecer en un momento de pánico, cuando pensó que los rusos iban a ir a la guerra. El general ya había demostrado ser un cobarde mentiroso e irremediable durante la Guerra del Opio. El documento, consistente en tres párrafos que no ocupaban ni una página, nunca recibió la aprobación del emperador Xianfeng.

Sin embargo, el príncipe Gong reconoció ese documento tan irregular e incorporó su contenido al tratado con Rusia. Nikolái Ignátiev aseguró al príncipe que era él quien había convencido a los británicos y franceses de que aceptaran un acuerdo pacífico y que, por consiguiente, su país merecía una recompensa. El príncipe Gong le dijo al emperador que Ignátiev no había hecho nada de eso; en realidad, había «empujado a los británicos y los franceses a invadir». No estaba más que «aprovechando su presencia en Pekín para obtener exactamente lo que quiere». Pero, como consideraba que el ruso era «un personaje increíblemente astuto e inamovible», le preocupaba que fuera a «crear el caos» y «causar problemas imprevisibles», de modo que aconsejaba aceptar sus exigencias. El emperador Xianfeng maldijo a Ignátiev y le calificó de «totalmente aborrecible», pero dio su autorización; aunque no es fácil imaginar qué problemas podría haber causado, dado que los aliados estaban impacientes por regresar a casa. Y así fue como la dinastía Qing sufrió la mayor pérdida de tierras de su historia[69]. «Con este tratado en su bolsillo —escribe Michael Ignatieff, bisnieto de Nikolái—, Ignátiev y sus cosacos ensillaron sus caballos y se dirigieron a San Petersburgo», y:

después de atravesar toda Asia a caballo en seis semanas […] fue recibido por el zar, condecorado con la Orden de San Vladimiro, ascendido a general y poco después nombrado jefe del departamento de Asia en el Ministerio de Exteriores. Sin disparar un solo tiro, había obtenido para Rusia un territorio salvaje del tamaño de Francia y Alemania unidas y una franja de terreno alrededor de Vladivostok, el nuevo puerto del imperio en el Pacífico[70].

El hecho de que el príncipe Gong cediera sin luchar indica una falta de coraje que su padre ya había previsto y que volvería a manifestarse en otras circunstancias críticas. En cuanto al emperador Xianfeng, su preocupación en aquellos días era cómo evitar una audiencia con los enviados occidentales a Pekín, que habían solicitado presentarle sus credenciales. La perspectiva de encontrarse cara a cara con sus enemigos le resultaba insoportable y dijo al príncipe Gong que les negara la petición de tal forma que nunca más volvieran a plantearla. Si no, amenazó el emperador en tono irritado, «si regreso a Pekín y vuelven a pedirlo, te consideraré responsable y te castigaré». El príncipe Gong alegó que los europeos no tenían intenciones malévolas, pero el emperador fue categórico. Lord Elgin había llevado en sus dos viajes a China, en 1858 y 1860, cartas manuscritas de la reina Victoria al emperador Xianfeng profesando su buena voluntad. Las cartas volvieron a Gran Bretaña sin haberse entregado ni abierto[71].

Desde el norte, en el Pabellón de Caza al otro lado de la Gran Muralla, el emperador Xianfeng mantenía el contacto con el príncipe Gong, que estaba en Pekín, y continuaba su rutina administrativa, que incluía ocuparse de docenas de informes de todo el imperio cada día. Los documentos llegaban mediante un sistema antiguo pero eficaz, de mensajeros a caballo cuya velocidad se concretaba en función de la urgencia de cada mensaje. Los más urgentes tardaban dos días en llegar desde Pekín. Al principio, el emperador estaba deseoso de regresar a la capital, en cuanto se fueron los británicos y los franceses. El tiempo estaba volviéndose muy frío en el Pabellón de Caza y empeoraba día a día. Los palacios, que habían estado deshabitados durante decenios, no estaban equipados para afrontar el duro invierno. Sin embargo, luego empezó a dudar: en varias ocasiones, después de anunciar su partida, anuló el viaje. Los funcionarios le instaban a volver y señalaban, inquietos, que el país corría peligro de inestabilidad si el emperador no estaba presente en la capital. Pero el argumento no convencía al monarca, ni tampoco su propio estado de salud. Al final decidió pasar el invierno en las tierras septentrionales, pese a saber que era perjudicial para su delicada naturaleza. Da la impresión de que el emperador estaba decidido a no residir en la misma ciudad que los delegados occidentales. Todo indica que estaba encarnando hasta el final la idea china del odio supremo: «¡Ni bajo el mismo cielo!» (bu-gong-dai-tian). O tal vez no podía soportar estar cerca del Viejo Palacio de Verano destruido. El exilio que se había impuesto a sí mismo se prolongó hasta hacerse permanente. Durante el interminable invierno en el rudimentario Pabellón de Caza, cayó enfermo y empezó a toser sangre. Once meses después de su llegada, el 22 de agosto de 1861, falleció.

En sus últimos meses de vida, aunque seguía ocupándose de los asuntos de Estado con gran diligencia y no dejó de trabajar más que los días que debía permanecer en cama, ya no escribía las instrucciones detalladas que emitía antes. Se permitió disfrutar de sus auténticas pasiones, la ópera y otros tipos de música, que interpretaban para él casi a diario. Los artistas habían viajado al pabellón desde Pekín convocados poco después de que se estableciera el monarca, y nada más llegar los habían llevado a su presencia, sin darles tiempo para cambiarse de ropa. Acabó habiendo más de 200 cantantes, bailarines y músicos en el Pabellón, que se quedó sin habitaciones. El emperador pasaba mucho tiempo con ellos, seleccionando los repertorios y escogiendo el reparto, observando ensayos y discutiendo con los artistas sobre sus interpretaciones. Escuchaba cómo cantaban la música que él mismo había compuesto. Los espectáculos, que solían durar horas, se llevaban a cabo a veces en un islote en medio de un lago, en un teatro exterior con el poético nombre de «Un toque de nube». Otras veces, se celebraban en los aposentos del emperador, o en los de Cixí y su pequeño hijo. El emperador vio óperas en 11 de sus últimos 16 días de vida, cada día durante varias horas. Dos días antes de morir, estuvo escuchando música desde las dos menos cuarto hasta las siete menos cinco de la tarde, con una única pausa de 27 minutos. La representación prevista para el día siguiente tuvo que ser anulada. El emperador se encontraba demasiado enfermo, y luego perdió el conocimiento[72].

Cuando esa noche recuperó la conciencia, Xianfeng llamó a su lado a sus colaboradores más íntimos, su viejo círculo, ocho príncipes y ministros, y les anunció su testamento. Su único hijo, el de Cixí, que tenía cinco años, sería el siguiente emperador, y los ocho hombres debían formar un Consejo de Regentes y gobernar de forma conjunta. Le pidieron que escribiera el testamento de su puño y letra con tinta roja, para que tuviera una autoridad incuestionable, pero no podía sostener el pincel. Así que uno de ellos lo escribió por él y dejó claro que ese había sido el deseo del emperador. Xianfeng murió horas después, con esos hombres a su lado. China quedaba en manos de los regentes[73].

Eran los mismos hombres que habían ordenado la captura de los mensajeros de Elgin y los malos tratos que habían provocado una muerte horrible para algunos de ellos, con la consecuencia del incendio del Viejo Palacio de Verano. Eran los mismos hombres que habían ayudado al emperador Xianfeng a tomar sus decisiones más desastrosas, que desembocaron en su propia muerte. Cixí sabía que, con esos hombres al mando, siguiendo la misma ruta de autodestrucción, las catástrofes serían interminables y acabarían destruyendo a su hijo, además del imperio. Tomó la decisión de actuar, orquestar un golpe y arrebatar el poder a los regentes.