De la guerra del opio al incendio del viejo palacio de verano (1839-1860)
El nacimiento del hijo de Cixí, el primer hijo varón del emperador, fue un acontecimiento trascendental para la corte. El emperador Xianfeng no tenía más que una hija, la gran princesa, de una concubina que se había incorporado a la corte con Cixí; pero, al ser mujer, no tenía derecho a transmitir la línea dinástica. Con la llegada del hijo de Cixí, se abrió un archivo en el palacio titulado «La concubina imperial Yi dio afortunadamente a luz a un gran príncipe». En él se ve que, varios meses antes, siguiendo una sensata norma de la casa real, se había invitado a la madre de Cixí a la Ciudad Prohibida para que cuidara de su hija. En una fecha propicia determinada por el astrólogo de la corte, se había excavado un «Agujero Feliz» detrás del apartamento de Cixí, en una ceremonia durante la que se recitaron «Cantos de Alegría». En el agujero se colocaron palillos envueltos en seda roja al lado de ocho tesoros que incluían oro y plata[25]. Palillos, kuai-zi, se pronuncia igual que la expresión «parir un hijo rápidamente». En el agujero se enterraron después la placenta y el cordón umbilical.
Se prepararon sedas de todo tipo, el mejor algodón y la mejor muselina para las ropas y las sábanas del recién nacido. Se entrevistó a decenas de mujeres con experiencia en partos. Esas mujeres maduras permanecerían, junto a los médicos de la Clínica Real, al lado de Cixí a partir del séptimo mes de embarazo. En realidad, las normas de la corte indicaban el octavo mes, pero el emperador Xianfeng, inquieto, decretó un trato especial. Le informaban con todo detalle de la evolución de Cixí, y, en el momento en que nació el niño, el eunuco principal se apresuró a informar de que «la concubina imperial Yi acababa de dar a luz a un príncipe» y los médicos reales habían visto que «los pulsos de la madre y el hijo eran pacíficos» (se consideraba que el pulso era un indicador crucial de la salud). Todos gritaron: «¡Oh, gran júbilo por nuestro Señor de los Diez Mil Años!».
Exultante, el emperador Xianfeng elevó de inmediato a Cixí a un rango superior. Toda la corte se vio arrastrada a una locura de celebraciones por el niño, que recibió el nombre de Zaichun. Al tercer día lo lavaron de arriba abajo en una gran palangana de oro puro, después de que el astrólogo de la corte calculara con gran cuidado la fecha, la hora (mediodía) y la posición (de cara al sur). Pronto lo colocaron en una cuna, en medio de grandes fanfarrias. Volvió a haber festividades cuando cumplió un mes, y entonces recibió su primer corte de pelo. En su primer cumpleaños, colocaron a su alcance una montaña de objetos, para que agarrara uno; se suponía que el primero que escogiera indicaría cómo iba a ser en el futuro. Lo primero que cogió fue un libro, algo por lo que más tarde desarrollaría auténtica fobia. En todas estas ocasiones, recibía lujosos regalos. En aquella época, realizar regalos se llevaba hasta límites insospechados y se consideraba que no se podía celebrar nada debidamente sin ellos. En la corte, no había casi un día en el que no llegaran, se enviaran o se intercambiaran regalos. Al cumplir su primer año, el hijo de Cixí había recibido alrededor de 900 objetos de oro, plata, jade y otras piedras preciosas, además de 500 prendas de vestir y ropa de cama en los tejidos más exquisitos.
Gracias a su hijo, Cixí se convirtió sin discusión en la segunda consorte, solo por detrás de la emperatriz Zhen. Su posición se afianzó aún más cuando el segundo hijo del emperador, nacido dos años más tarde de otra concubina, no vivió más que unas horas y murió incluso antes de que le dieran un nombre[26]. La solidez de su situación le permitió convencer al emperador de que casara a su hermana de 18 años con uno de los hermanos de padre de él, el príncipe Chun, de 19[27]. Las consortes de los príncipes las escogía el emperador entre las candidatas que le habían presentado para que seleccionara a las suyas. Cixí había visto con frecuencia al príncipe en la ópera. Aunque, en esas ocasiones, los hombres y las mujeres estaban separados por un biombo, los más curiosos siempre encontraban la forma de examinar a un miembro del sexo opuesto. Desde los palcos en los que estaban, sentadas con las piernas cruzadas sobre cojines, las mujeres reales podían observar a los varones sin que las vieran. La señora de Isaac Headland, una médico y misionera estadounidense que (más tarde) trató a numerosas aristócratas, incluida la madre de Cixí, escribió: «Estas elegantes damitas tienen su curiosidad, y ciertos medios de averiguar quién es quién en esa corte llena de pilares del Estado envueltos en dragones; porque siempre he tenido respuesta cuando he preguntado el nombre de algún guapo o distinguido huésped cuya identidad deseaba saber»[28]. Cixí se propuso informarse sobre el carácter del príncipe Chun, y este iba a serle de inmenso servicio en el futuro.
Mientras tanto, Cixí se dedicaba a su hijo. Las normas de la corte le prohibían amamantar al niño, y los médicos le recetaron unas hierbas medicinales para interrumpir la leche. Se contrató a una nodriza de una familia manchú de clase baja que cumplía los requisitos y, para facilitar su producción de leche, le ordenaron que comiera «medio pato cada día, o codillo de cerdo, o la parte delantera de los pulmones del cerdo». La casa real pagaba además a la nodriza para que, a su vez, contratara a otra nodriza para su propio hijo[29].
La emperatriz Zhen era la madre oficial del niño y tenía precedencia sobre Cixí. Ello no produjo ninguna animosidad entre las dos mujeres, y el niño creció con dos madres que le adoraban. A medida que cumplió años, tuvo una compañera de juegos, su hermana mayor, la gran princesa. Los pintores de la corte retrataron a los dos niños jugando juntos en los jardines del palacio: el niño con una túnica de color añil, atada en la cintura con un cordón rojo, y la niña vestida de verde, con un chaleco rojo y flores en el pelo. Se los ve pescando, desde un quiosco situado a la sombra de un sauce, en un lago lleno de lotos en flor. En otro cuadro, situado a principios de la primavera, con magnolias blancas junto a un pino de hoja perenne, los dos tienen puestos unos pequeños gorros, y el príncipe lleva una gruesa túnica forrada en azul claro. Parecen estar buscando insectos, tal vez en pleno despertar de una larga hibernación, entre las escuálidas raíces de unos árboles viejos y la rocalla. En las imágenes, el niño siempre está representado con una figura el doble de grande que su hermana mayor.
Detrás de estas imágenes tranquilas e idílicas de la infancia del hijo de Cixí, el imperio seguía convulso por la rebelión de Taiping en el sur y violentos disturbios en otros lugares. Además, le aguardaba otro tremendo problema: la invasión de las potencias extranjeras.
El origen de la guerra anglofrancesa contra China en 1856-1860 se remonta a 100 años antes. En 1757, el entonces emperador, Qianlong, que gobernó China durante 60 años (1736-1795) y al que con frecuencia se llama Qianlong El Magnífico, por sus hazañas, cerró las puertas del país y no dejó más que un puerto abierto al comercio, Cantón. El interés principal del monarca era controlar el vasto imperio, y mantener las puertas cerradas lo hacía mucho más fácil. Pero Gran Bretaña tenía sed de comercio. Sus mayores importaciones de China eran las sedas y los tés, en una época en que estos últimos solo se cultivaban en el país asiático. Cada año, los aranceles a la importación de té aportaban por sí solos más de tres millones de libras al Tesoro británico, suficiente para cubrir la mitad de los gastos de la Armada real. Para convencer al emperador Qianlong de que abriera más puertos al comercio, en 1793 llegó una misión británica a Pekín. Su jefe, lord Macartney, hizo todo lo posible para satisfacer las exigencias chinas y aceptó que los barcos y carros en los que viajaba su misión llevaran unas pancartas que decían, en caracteres chinos: «El embajador inglés viene a rendir tributo al Emperador de China». Para que Qianlong le concediera audiencia, incluso aceptó hacer el gesto obligatorio de san-gui-jiu-kou, es decir, arrodillarse tres veces ante el emperador y tocar nueve veces el suelo con la frente. Macartney lo hizo muy a su pesar y después de resistirse mucho, sabiendo que, si no, el emperador Qianlong no le recibiría(5).
El emperador Qianlong trató a lord Macartney con lo que el inglés calificó de «todos los signos externos de favor y consideración», pero se negó a ampliar la relación comercial. Para mostrarle lo que podía ofrecer Gran Bretaña, lord Macartney había llevado consigo, entre otros regalos, dos obuses de montaña, con sus carros, sus armones y su munición. El emperador los dejó intactos, almacenados en el Viejo Palacio de Verano[30]. En su respuesta a una carta del rey Jorge III, rechazó con todo cuidado sus peticiones, punto por punto. Abrir más puertos al comercio era «imposible»; que Gran Bretaña adquiriese una pequeña isla frente a las costas de China para que sus comerciantes pudieran residir y guardar sus mercancías no estaba autorizado; y designar a un enviado especial para que viviera en la capital, Pekín, estaba «absolutamente fuera de discusión». Lord Macartney había solicitado también que se permitieran misiones cristianas en el país, y la respuesta del emperador fue: «El cristianismo es la religión de Occidente, y esta Dinastía Celestial tiene sus propias creencias dispensadas por nuestros sabios y sagrados monarcas, que han permitido gobernar a nuestros 400 millones de súbditos de forma ordenada. Las mentes de nuestro pueblo no deben verse confundidas por la herejía […] Los chinos y los extranjeros deben estar completamente separados».
El emperador afirmaba que su «Dinastía Celestial posee todas las cosas en gran abundancia y no carece de ningún producto dentro de sus fronteras» y que, por tanto, no necesitaba nada del mundo exterior. Aseguraba que si permitía el comercio en un puerto lo hacía solo por su generosidad hacia los extranjeros, que no podían vivir sin los productos chinos. Toda esta arrogancia no tenía nada de verdad ni era lo que en realidad pensaba el emperador. Los derechos de aduana de Cantón hacían una aportación sustancial a las arcas del Estado, más de 1,1 millones de taeles de plata en 1790, tres años antes de la misión de lord Macartney. Una gran parte del dinero iba a parar a la corte, cuyos gastos anuales ascendían a 600.000 taeles. El emperador Qianlong era muy consciente de ello, porque examinaba con regularidad los libros de cuentas[31]. Tampoco ignoraba los avances de la ciencia y la tecnología en Europa. Algo tan importante como el calendario chino, que regía la producción agraria del imperio, lo habían diseñado en el siglo XVII jesuitas europeos —en especial Ferdinand Verbiest—, que habían trabajado al servicio del emperador Kangxi (1661-1722), el abuelo de Qianlong. Desde entonces, los jesuitas habían seguido encargándose del Observatorio Imperial de Pekín, en el que empleaban aparatos europeos. En esas fechas aún trabajaban para el propio emperador Qianlong. Incluso el mapa de China era, en tiempos de Qianlong (y de Kangxi), responsabilidad de misioneros que medían el territorio del imperio con métodos europeos.
Esta sensación de inseguridad sobre el control de China fue precisamente lo que hizo que Qianlong rechazara con tanta energía la misión de Macartney y que cerrara las puertas del país. El control del emperador sobre su vasto imperio dependía de la sumisión total e incondicional de la población. Cualquier contacto extranjero que pudiera perturbar esa obediencia ciega era peligroso para el trono. Desde el punto de vista de Qianlong, el imperio podía descontrolarse si no se aislaba y si se permitía que se aproximaran elementos externos a la gente, sobre todo cuando ya existía malestar en las bases. La dinastía Qing, que había disfrutado de una gran prosperidad bendecida por el buen tiempo durante largos periodos (alrededor de 50 años bajo el mandato del emperador Kangxi)[32], estaba comenzando su declive a finales del XVIII. El principal motivo era la explosión demográfica, en parte como consecuencia de la llegada a China desde el continente americano de cultivos de alto rendimiento, como la patata y el maíz. En la época de la visita de lord Macartney, la población china había aumentado a más del doble en medio siglo y sobrepasaba los 300 millones. Cincuenta años después, estaba por encima de los 400 millones. La economía tradicional del país no podía sostener ese crecimiento tan espectacular[33]. Lord Macartney observó: «Apenas discurre ya un año sin que haya una insurrección en alguna de las provincias. Es cierto que las reprimen de inmediato, pero su frecuencia es un síntoma inequívoco de la fiebre que bulle bajo la superficie. El paroxismo se mantiene a raya, pero la enfermedad no se cura».
El emperador Qianlong expulsó prácticamente a lord Macartney y escribió una agresiva carta al rey Jorge III en la que le amenazaba con repeler por la fuerza los cargueros británicos que llegaran a sus costas; terminaba diciendo: «¡No me culpes de no hacerte las debidas advertencias!». Estaba comportándose como un animal erizado ante el olor del peligro. La política de puertas cerradas del emperador Qianlong surgió de la alarma y la reflexión, no de la ignorancia y la soberbia, como tantas veces se ha dicho.
Su hijo y su nieto, cuando le sucedieron, mantuvieron la política de puertas cerradas, mientras el imperio iba debilitándose. Pero medio siglo después de la fallida misión de lord Macartney, Gran Bretaña empujó esa puerta con la Guerra del Opio (1839-1842), el primer choque militar de China con Occidente.
El opio se producía en la India británica, y los mercaderes, sobre todo británicos, lo introducían de contrabando en China. Pekín había prohibido la importación, el cultivo y el consumo de opio en 1800, porque las autoridades eran muy conscientes de que la droga estaba causando un perjuicio enorme tanto a su economía como a la población. Un texto de la época hacía una descripción muy gráfica de unos adictos: «Con sus hombros encorvados, sus ojos llorosos, su nariz que moquea y la falta de aliento, parecen más muertos que vivos». Existía un gran miedo a que, si no se cortaba, el país acabaría quedándose sin soldados ni trabajadores, por no hablar de plata, su moneda. En marzo de 1839, el emperador Daoguang, el futuro suegro de Cixí, nombró a un activo luchador contra la droga, Lin Zexu, comisario imperial en Cantón, en cuya costa solían echar el ancla los barcos extranjeros. El comisario Lin ordenó a los mercaderes que entregaran todo el opio que tuvieran y, cuando no le obedecieron, acordonó la comunidad internacional y declaró que solo abriría el cerco cuando entregaran todo el opio que se encontraba en aguas chinas. Al final, el comisario Lin recibió 20.183 cofres de opio, con un contenido de más de un millón de kilogramos, y levantó el sitio. Ordenó que destruyeran el opio a las afueras de Cantón, primero fundiéndolo y luego arrojándolo al mar. Antes de soltar la droga, el comisario llevó a cabo un sacrificio ritual al Dios del Mar para pedirle que «dijera a los peces que se alejaran para eludir el veneno»[34].
El comisario Lin sabía que «a la cabeza de Inglaterra está una mujer, y muy joven, pero todas las órdenes emanan de ella». Escribió una carta a la reina Victoria, que ocupaba el trono desde 1837, para pedirle su cooperación. «Me he enterado de que el opio está estrictamente prohibido en Inglaterra —escribió—. Es decir, Inglaterra conoce el daño que hace la droga. Si no permite que envenene a su propio pueblo, no debería permitir que envenenase al pueblo de otros países». El emperador Daoguang aprobó la carta[35]. No está claro a quién se la confió el comisario, pero no existen pruebas de que la reina Victoria la recibiera(6).
Las grandes compañías comerciales y las Cámaras de Comercio desde Londres hasta Glasgow se alzaron en armas. Se dijo que la medida de Lin era una «injuria» contra las propiedades británicas, y hubo llamamientos a la guerra para lograr «satisfacción y reparación». El ministro de Exteriores, lord Palmerston, favorable a la «diplomacia de las cañoneras», era partidario de la guerra. Cuando se debatió la cuestión en el Parlamento, el 8 de abril de 1840, el joven diputado conservador y futuro primer ministro William Gladstone habló apasionadamente en contra de la propuesta:
[…] una guerra de origen más injusto, una guerra de desarrollo más calculado para cubrir este país de vergüenza permanente, ni la conozco ni he leído sobre ella. El muy honorable caballero sentado enfrente habló anoche en términos elocuentes de la bandera británica que ondea con gloria en Cantón […] Pero ahora, bajo los auspicios del noble lord, esa bandera se alza para proteger un infame tráfico de contrabando […] No, estoy seguro de que el Gobierno de Su Majestad nunca convencerá a la Cámara tras esta moción de que inicie esta guerra injusta e inicua[36].
Pero un voto de censura instigado por la oposición conservadora no consiguió salir adelante por 9 votos de diferencia, 271 a 262. Durante los dos años sucesivos, decenas de buques de guerra británicos y 20.000 hombres (incluidas 7.000 tropas indias) atacaron la costa sur y este de China y ocuparon Cantón y, durante un breve periodo, Shanghái. Sin cañoneras y con un ejército pobremente armado, China sufrió la derrota y tuvo que firmar el Tratado de Nankín en 1842, además de pagar una indemnización de 21 millones de dólares(7)
Con esos estímulos, el contrabando de opio floreció. Inmediatamente, los cargamentos de droga procedentes de Calcuta y Bombay se multiplicaron casi por dos, y aumentaron a más del triple antes de que terminara la siguiente década: de 15.619 cofres en 1840 a 29.631 en 1841, y de ahí a 47.681 en 1860. Resignada ante la realidad de que su batalla contra la droga era inútil, China legalizó su venta en octubre de 1860. El opio, al que denominaban «la droga extranjera» (yang-yao), se asociaba de forma indisoluble con Occidente. La señora Headland, médico y misionera estadounidense, recordaba más adelante: «Cuando visitaba hogares chinos, era frecuente que me ofrecieran la pipa de opio y, cuando la rechazaba, las señoras se mostraban sorprendidas y decían que tenían la impresión de que todos los extranjeros la usaban».
El Tratado de Nankín obligaba a China a abrir cuatro puertos más al comercio, además de Cantón. Dichos puertos, llamados los Puertos del Tratado, eran asentamientos occidentales, sujetos a las leyes de Occidente, no a las chinas. Uno de ellos era Shanghái. Un apartado especial del tratado «daba» la isla de Hong-Kong a Gran Bretaña para alojar allí sus barcos y sus cargamentos. Abrasada por el sol y desierta, con unos cuantos árboles en medio de escarpadas colinas, Hong-Kong no albergaba entonces más que un puñado de cabañas de pescadores, mientras que el asentamiento extranjero en Shanghái era poco más que una franja pantanosa junto a unos campos. De aquellos terrenos sin nada especial surgirían dos metrópolis espectaculares de dimensión internacional, gracias al esfuerzo chino y las inversiones y la dirección extranjeras, en particular británicas. Años después, a principios del siglo XX, un destacado diplomático del Gobierno de Cixí, Wu Tingfang, escribió a propósito de Hong-Kong:
El Gobierno británico gastó grandes sumas de dinero año tras año para su mejora y su desarrollo, y, gracias a la sabia administración del Gobierno local, se dieron todas las facilidades al libre comercio. Hoy es una próspera colonia británica […] La prosperidad de dicha colonia depende de los chinos que, ni que decir tiene, poseen todos los privilegios de los que disfrutan los residentes británicos […] Debo reconocer que el Gobierno británico ha hecho mucho bien en Hong-Kong. Ha proporcionado a los chinos un modelo real del sistema de gobierno occidental que […] ha logrado transformar una isla estéril en una próspera ciudad […] La administración imparcial de justicia y el trato humano a los delincuentes no puede sino despertar la admiración y granjear la confianza de los nativos[37].
La Guerra del Opio obligó a China a aceptar a los misioneros occidentales. Habían estado prohibidos durante más de cien años. Tras la guerra, los franceses, que tenían escasa relación comercial con China y solo estaban interesados en propagar el catolicismo, aprovecharon la victoria europea y presionaron para que se levantara la prohibición. El emperador Daoguang se resistió. Pero luego, ya abrumado, y con un carácter propenso a la indecisión, cedió ante la implacable presión francesa, transmitida por el comisario al que había nombrado para tratar con los occidentales, Qiying, que le aconsejó acceder. Un histórico edicto, hecho público el 20 de febrero de 1846, levantó la prohibición de establecer misiones cristianas, aunque solo en los Puertos del Tratado; la prohibición siguió vigente en el resto de China.
No obstante, era imposible contener a los misioneros. Una vez aseguradas esas bases, empezaron a penetrar en el vasto interior y a desafiar la restricción. A diferencia de los primeros jesuitas, que habían trabajado al servicio de la corte y nunca habían tratado de desobedecer al emperador, ahora los misioneros eran atrevidos e insolentes, conscientes de las cañoneras que los respaldaban. Se lanzaron a esta antigua tierra con celo, dispuestos a difundir las ideas y las prácticas occidentales, y contribuyeron a modernizar China y, de paso, a derrocar a la dinastía Qing, fuera o no esa su intención. Su papel en la transformación de China fue vital, a pesar de que lograron hacer un número relativamente escaso de conversos.
No parece que el emperador Daoguang previese el futuro, pero desde luego se dio cuenta de que había desatado una fuerza gigantesca y ominosa, y eso le producía inquietud y preocupación. Sus fracasos con los británicos ya le habían causado enorme pesar y desesperación. «Acosado por una intimidación tan inimaginable, cuánta ira y cuánto odio acumulados en mi interior», había escrito. Ahora expresó este sentimiento: «No puedo sino culparme a mí mismo y sentirme totalmente avergonzado», y «quiero golpearme el pecho una y otra vez con los puños apretados». Meses después del fatídico edicto, saltaron las alarmas en las provincias por la llegada de los misioneros y los problemas que eso estaba causando. La angustia del emperador aumentó[38], y entonces redactó su testamento y designó a su sucesor. Era necesario dejar el imperio en manos de un hijo que fuera más decidido y más capaz de enfrentarse a Occidente. Escogió a su cuarto hijo, el que después sería el emperador Xianfeng y esposo de Cixí, que había crecido con un odio ferviente hacia los occidentales[39].
La dinastía Qing no practicaba la costumbre de que el hijo mayor heredara automáticamente el trono, sino que el emperador reinante redactaba un testamento secreto en el que nombraba a su sucesor. El emperador Daoguang lo hizo de manera privada pero solemne. Lo redactó en chino y en manchú, tal como exigía un documento oficial de semejante importancia. Luego lo dobló, lo introdujo entre dos capas de papel amarillo real, y firmó y fechó el sobre, que puso en una carpeta de cartulina forrada de blanco y de tapa amarilla. Envolvió la carpeta con otro papel también amarillo sobre el que volvió a firmar y escribió en lengua manchú las palabras «Diez mil años», para indicar que el testamento era definitivo. Luego metió el testamento en una caja hecha de la madera más preciosa, nan-mu, forrada de seda amarilla y cubierta de lana amarilla. Esta caja ya la habían usado los emperadores anteriores para guardar sus testamentos de sucesión. El cierre y la llave tenían tallado el propicio dibujo de unos murciélagos que volaban entre las nubes («Murciélagos» se pronuncia igual que «buena fortuna»). El emperador Daoguang no selló la caja de inmediato: esperó un día, para darse la oportunidad de cambiar de opinión y para asegurarse bien de su decisión. Luego cerró personalmente la caja y la envolvió con tiras de papel, firmó cada una de ellas y añadió la fecha en la parte delantera. La caja se colocó con sumo cuidado detrás de la placa gigante que colgaba sobre la entrada a un gran salón de la Ciudad Prohibida. En la placa estaban inscritos cuatro caracteres de enorme tamaño: zheng-da-guang-ming, «recto, magnánimo, honorable y sabio», un lema imperial.
El emperador Daoguang tenía nueve hijos de diferentes consortes, pero solo el cuarto y el sexto tenían la edad apropiada y cumplían los requisitos para ser candidatos(8). El sexto hijo quedó descartado categóricamente por el emperador, que a cambio le concedió, de forma excepcional, el título de qin-wang, el más alto de todos los príncipes. Simpático y popular en la corte, el sexto no sentía un odio visceral a los extranjeros como su hermano, el heredero designado. A su padre le preocupaba que pudiera acabar plegándose a las demandas de Occidente y que dejara que las puertas de China se abrieran aún más(9). El padre conocía bien a sus hijos. En años posteriores, iban a comportarse exactamente como él había previsto.
El futuro emperador y marido de Cixí tenía ocho años cuando estalló la Guerra del Opio, y en años sucesivos vio cómo había destrozado a su padre y cómo lo había atormentado. Cuando le sucedió en el trono, en 1850, uno de sus primeros actos fue redactar un largo edicto en el que condenaba a Qiying, el comisario imperial de talante conciliador que había firmado el Tratado de Nankín y había convencido a su padre para que levantara la prohibición sobre las misiones cristianas. En el texto, el emperador Xianfeng denunciaba a Qiying por «ceder siempre ante los extranjeros en detrimento del país», mostrar «extrema incompetencia» y «no tener ni un atisbo de conciencia». Qiying fue degradado y posteriormente recibió la orden de suicidarse[40].
En una ocasión le dijeron al emperador que el tejado de una iglesia en Shanghái se había caído durante una tormenta y la gran cruz de madera con la figura de Cristo había quedado destruida. Pensó que era señal de que el Cielo estaba haciendo el trabajo que debería haber hecho él, y escribió: «Me siento sobrecogido y conmovido y, sobre todo, avergonzado»[41]. Su odio al cristianismo y los occidentales era aún más intenso por el hecho de que los rebeldes de Taiping que estaban haciendo tambalearse su trono aseguraban ser cristianos, y su jefe, Hong Xiuquan, había declarado que era el hermano pequeño de Jesucristo. El emperador Xianfeng lucharía siempre con uñas y dientes para mantener a los occidentales fuera de China.
Mientras tanto, los británicos querían que se abrieran más puertos al comercio y que sus representantes pudieran establecerse en Pekín. El hombre designado por Xianfeng para tratar con ellos, el virrey Ye Mingchen de Cantón, tenía una opinión similar a la del emperador y hacía oídos sordos a todas las peticiones. Al final, los británicos decidieron que «son absolutamente necesarios buques de guerra»[42]. Un incidente con un barco llamado Arrow desencadenó lo que a menudo se llama la Segunda Guerra del Opio en 1856, el año en el que nació Cixí. Al año siguiente, lord Elgin (hijo del séptimo conde, el de los Mármoles de Elgin) fue a China al mando de una flota de buques de guerra. Los franceses le acompañaron como aliados, con el propósito de obtener un acceso ilimitado al interior del país para sus misioneros. Los aliados ocuparon Cantón y enviaron al virrey Ye a Calcuta, donde murió poco después. Los europeos zarparon hacia el norte. En mayo de 1858 capturaron los Fuertes de Dagu, a unos 150 kilómetros al sureste de Pekín, y entraron en la cercana ciudad de Tianjín. Con las tropas enemigas a las puertas, el emperador Xianfeng siguió rechazando de forma categórica sus exigencias. Al final, cuando lord Elgin amenazó con invadir Pekín, se vio obligado a enviar a unos negociadores, que aceptaron todas las demandas: que se establecieran unos representantes en Pekín, que se abrieran más puertos al comercio y que los misioneros pudieran viajar al interior. Después de unos días angustiosos, el emperador Xianfeng sucumbió a lo que el enviado francés, el barón Gros, llamó «una pistola al cuello»[43], y dio su aprobación. Los aliados se consideraron satisfechos y abandonaron los Fuertes de Dagu en sus naves de guerra.
El emperador Xianfeng aborrecía el nuevo acuerdo que le habían obligado a firmar. Tras devanarse los sesos para encontrar una solución, llegó a proponer la exención de todos los aranceles de importación para Gran Bretaña y Francia, a cambio de aceptar la anulación del trato. Pero los dos países dijeron que, aunque estarían encantados de no tener que pagar aranceles, preferían mantener los acuerdos. El emperador no dejaba de reprender a sus delegados en Shanghái por cómo estaban negociando con los europeos, pero sin resultado[44].
Pasó un año y, tal como se había estipulado, llegó el momento de ratificar los acuerdos en Pekín. En junio de 1859, el hermano menor de lord Elgin, Frederick Bruce, se encaminó a la ciudad acompañado de tropas británicas y una pequeña fuerza francesa (en esa época, Francia estaba muy ocupada tratando de colonizar Indochina). El emperador Xianfeng interpuso todo tipo de obstáculos en un intento de desbaratar los planes de Bruce y sus colegas. Exigió que los barcos de los enviados atracaran en una pequeña ciudad costera; después debían «viajar a Pekín con un séquito no superior a 10 hombres, sin armas […] sin sillas de manos ni procesiones […] y marcharse de Pekín en cuanto se lleve a cabo la ratificación». Las sillas de manos eran el medio de transporte de prestigio. La alternativa era viajar en incómodos carros de mulas por caminos rurales llenos de baches, lo cual era muy humillante. Bruce se negó a obedecer al emperador y en lugar de ello lanzó un ataque contra los Fuertes de Dagu. Para su asombro, el ataque no triunfó; los chinos llevaban un año reforzando las fortificaciones. El emperador sintió enormemente animada su confianza y se apresuró a dar órdenes para retirarse de los acuerdos.
Pero los aliados volvieron un año después, en 1860, con una fuerza mucho más numerosa, encabezada por lord Elgin como embajador extraordinario de Gran Bretaña y el barón Gros como embajador francés. Los dos llegaron primero a Hong-Kong, luego a Shanghái y después siguieron por mar hacia el norte. Entre ambos contaban con 20.000 soldados de tierra, incluido un cuerpo de transporte de culis cantoneses. La fuerza aliada se apoderó de los Fuertes de Dagu, con numerosas bajas en los dos bandos. El teniente coronel G. J. Wolseley observó: «Nunca antes ha emprendido Inglaterra una campaña con una fuerza tan bien organizada o tan eficaz». En cambio, la mayoría de los soldados chinos estaban «mal vestidos y miserablemente montados y equipados, algunos con nada más que arcos, otros con lanzas y, el resto, con unos viejos mosquetes de aspecto oxidado». A juicio de los europeos, además, los chinos carecían de decisión en combate. «Si los chinos hubieran adoptado el plan de campaña de Wellington en la defensa de Portugal en 1809, o de los rusos en 1812 en la defensa de Moscú, no habríamos podido llegar a Pekín en 1860. Solo tenían que arrasar el campo, quemar las cosechas, alejar todo el ganado y destruir los barcos en el Peiho, y nos habrían dejado totalmente impotentes…». Wolseley destacó también que, al tocar tierra, «todos eran muy solícitos y aparentemente les proporcionaban toda la información que podían». Observó que «parecían odiar a todos los tártaros [el ejército encargado de la defensa era mongol], a los que describían como “una raza horrible, que habla una lengua desconocida, se alimenta sobre todo de cordero crudo” y “apesta más que vosotros (los ingleses)”». El teniente coronel añadía en tono jocoso: «Un gran estímulo para nuestros sentimientos nacionales, sobre todo porque John Bull(10) tiende a pensar que es el más limpio de la humanidad»[45].
Es indudable que la guerra era asunto de la corona y no del hombre de la calle. El emperador estaba infinitamente alejado del pueblo llano. Ni siquiera le interesaba al funcionario corriente. No era extraño, porque el propósito del régimen consistía en hacer lo posible para que no participara en la política ni siquiera la clase más educada. Como consecuencia, los aliados se dirigieron a Pekín con escasos obstáculos. Ya no buscaban la mera ratificación de los acuerdos firmados dos años antes, sino que habían añadido nuevas demandas, incluida la apertura de Tianjín como un puerto comercial más y el pago de reparaciones de guerra. El emperador Xianfeng estaba totalmente furioso; cuando le aconsejaban que aceptara las demandas de los aliados para que se marcharan, recurría a sarcasmos e insultos patéticos. Para animar a su ejército a luchar, ofreció una recompensa: «Cincuenta taeles de plata por cada cabeza de un bárbaro negro [los indios que formaban parte de las fuerzas británicas] y 100 taeles por cada cabeza de un bárbaro blanco»[46].
Lord Elgin quería negociar y envió a su representante adelantado, Harry Parkes, a una ciudad próxima a Pekín, con una bandera blanca. Fue capturado junto con sus acompañantes y encerrado en la prisión del Ministerio de Castigos. El emperador ordenó personalmente que se le aplicara «un duro encierro». Así que ataron y esposaron a los cautivos de la manera más dolorosa posible, kao-niu, que tenía muchas probabilidades de ser mortal[47]. En la guerra china, hacer daño a los mensajeros del enemigo era la forma suprema de decir que la lucha era a muerte. El comandante del ejército mongol, que sabía que no podía vencer en un enfrentamiento, pidió con urgencia que se tratara a los presos con más suavidad y que se les diera una celda cómoda y buenos alimentos. Estaba tan preocupado que decidió escribir una carta tranquilizadora a lord Elgin, en la que expresaba su deseo de paz y conciliación. Xianfeng, lleno de ira, le reprendió. El círculo íntimo del emperador, un grupo de príncipes y altos funcionarios, le aconsejó que fuera inflexible. Uno de sus miembros, Jiao, dijo: «Deberíamos someter a Parkes a una ejecución extrema», que significaba la muerte mediante mil cortes. Al emperador Xianfeng le gustó la idea y escribió: «Tienes toda la razón. Salvo que tenemos que esperar unos días».
El optimismo del emperador procedía de los miembros de ese círculo íntimo, a los que había nombrado para que «se ocuparan de los bárbaros». Ellos le dijeron: «El bárbaro Parkes es el que sabe de maniobras militares, y todos los bárbaros obedecen sus órdenes. Ahora que ha sido capturado, la moral de las tropas bárbaras tendrá que derrumbarse, y, si aprovechamos la oportunidad para llevar a cabo nuestra campaña de exterminio, la victoria será nuestra»[48]. Tres días después de este consejo tan absurdo y fantasioso, el 21 de septiembre de 1860, el ejército chino sufrió una rotunda derrota a las afueras de Pekín. El emperador Xianfeng recibió la noticia en el Viejo Palacio de Verano, y no tuvo más remedio que huir. Esa noche, la corte empezó a hacer las maletas en medio del caos y el pánico. A la mañana siguiente, cuando los funcionarios acudieron a las audiencias, se encontraron con que el emperador había desaparecido. La mayor parte de los cortesanos tuvieron que irse después, por separado, porque las carreteras estaban llenas de muchedumbres en fuga, los residentes de Pekín, que se habían enterado de que el propio emperador se había ido.
El 6 de octubre, las tropas francesas irrumpieron en el Viejo Palacio de Verano. El día 8, pusieron en libertad a Parkes y otros presos. En días sucesivos recuperaron a los demás, en su mayoría ya cadáveres. De los 39 hombres capturados, 21 habían muerto debido a cómo los habían atado, tal como había ordenado el emperador. Sus camaradas vieron que los captores les habían «atado los pies y las manos juntos, detrás de la espalda, lo más flojo [lo más fuerte] posible y que después habían vertido agua sobre las cuerdas para incrementar la tensión; los habían mantenido en esa terrible postura hasta que las manos y las muñecas adquirieron una condición tan horrible que no había palabras para describirla»[49]. Habían muerto tras días de dolorosa agonía. Parkes y los demás supervivientes se habían librado solo porque algunos funcionarios sensatos del Ministerio de Castigos los habían protegido de forma discreta.
Lord Elgin se sintió muy afectado por todo lo que había visto y oído. Escribió a su mujer: «Querida mía, tenemos noticias espantosas sobre la suerte de varios de nuestros amigos capturados. Es un crimen atroz y hay que hacer algo al respecto, no por venganza, sino por la seguridad futura»[50]. Los europeos estaban yendo a China. Para que no recibieran semejante trato, llegó a la conclusión de que debía lanzar una señal de advertencia, algo que hiciera verdadero daño al emperador, y decidió arrasar el Viejo Palacio de Verano. En el despacho que redactó el general Grant, dijo que, sin esa medida de castigo, «el Gobierno chino vería que es posible aprehender y asesinar a nuestros compatriotas con impunidad. Es necesario que no se equivoquen al respecto»[51]. Lord Elgin había sopesado otras posibilidades, pero las rechazó: «Habría preferido aplastar al ejército chino que se encuentra aún en las proximidades, pero mientras actuamos, podríamos haberles seguido alrededor de las murallas de Pekín hasta el día del juicio final sin atraparlos jamás». Estaba deseoso de acabar su tarea y marcharse, de no quedarse sin remedio en China, donde estaba llegando el frío y existía la posibilidad de que aparecieran tropas chinas de refuerzo. Un rápido incendio era la alternativa más sencilla.
El Viejo Palacio de Verano era en realidad un conjunto de palacios comenzados a principios del siglo XVIII y expandidos durante los cien años siguientes. Abarcaba una superficie de 350 hectáreas y albergaba unos edificios grandiosos de estilo europeo, diseñados por los jesuitas Giuseppe Castiglione y Michel Benoist, que habían sido empleados de Qianlong El Magnífico, además de cientos de edificios de estilo chino, tibetano y mongol. Estaban representados diseños arquitectónicos de toda China. Los jardines conmemoraban los variados paisajes del imperio, como los arrozales del valle del Yangtsé, famosos por las flores de melocotón, los bosques de bambú y los riachuelos que discurrían por su interior. Había reproducidas imágenes de grandes poemas. En una, inspirada en versos del poeta del siglo VIII Li Bai, había una cascada que caía en un estanque de piedras talladas y creaba música en función de cómo variaba la fuerza del agua. Cuando el sol estaba en determinado punto, sobre la cascada aparecía un arcoíris que coincidía con el pronunciado arco de un puente que bajaba desde lo alto de la catarata hasta el estanque. Contemplar el arcoíris y escuchar la música acuática desde un delicado quiosco situado sobre el puente era uno de los pasatiempos favoritos de la corte. En este palacio de recreo, la grandiosidad no contaba, la belleza lo era todo. Todos los rincones estaban ocupados por obras de arte y tesoros de valor incalculable, acumulados durante más de cien años.
Antes de que lord Elgin prendiera fuego a este gigantesco tesoro oculto, los franceses, que habían llegado antes, habían saqueado ya el palacio. Su jefe, el general de Montauban, escribió al ver el lugar: «No hay en Europa nada que pueda transmitir una idea de lujo semejante, y me resulta imposible describir sus esplendores en unas cuantas líneas, tan impresionado como estoy, en especial, por el asombro que me causa ver estas maravillas»[52]. Sus tropas cayeron sobre la presa con escasas inhibiciones. El teniente coronel Wolseley fue testigo presencial: «Saqueo indiscriminado y destrucción incontrolada de todos los artículos demasiado pesados para llevárselos de inmediato […] Oficiales y soldados parecían poseídos por una locura temporal; absortos en cuerpo y alma en una sola tarea, que era saquear, saquear»[53]. Las tropas británicas, que llegaron después, sumaron sus esfuerzos, mientras «el general no hacía ninguna objeción al pillaje», escribió Robert Swinhoe, intérprete del general Grant. «¡Qué terrible escena de destrucción presenciamos!»[54], escribió Grant:
Solo quedó intacta una habitación en el palacio. El general de Montauban me informó de que había reservado todos los objetos valiosos que pudiera contener para dividirlos por igual entre los ingleses y los franceses. Sus paredes estaban cubiertas de jade […] El general francés me dijo que había encontrado dos […] bastones de mando, hechos de oro y jade verde, uno de los cuales me iba a dar como regalo para la reina Victoria y el otro pretendía ofrecérselo al emperador Napoleón[55].
Entre los presentes que recibió la reina Victoria había un perrito. Una anciana concubina imperial, que no había huido con la corte, murió de espanto al llegar los aliados. Sus perros, cinco pequineses, fueron transportados a Gran Bretaña y así empezó a criarse la raza pequinesa fuera de China. Uno de ellos volvió con el capitán Hart Dunne, del Regimiento de Wiltshire, que lo llamó Lootie y se lo regaló a la reina Victoria. En su carta de presentación, el capitán escribió: «Es una pequeña criatura de lo más afectuosa e inteligente, siempre ha estado acostumbrada a que la trataran con cariño y con la esperanza de que Su Majestad y la familia real puedan considerarla como tal es por lo que la he traído desde China». La perrilla causó una pequeña conmoción en Windsor. El ama de llaves, la señora Henderson, escribió a su supervisor: «Es muy delicada con la comida y no suele querer pan y leche, pero sí come arroz hervido con algo de pollo y salsa mezclados, y se considera que esa es la mejor comida para ella». A su supervisor pareció molestarle, porque escribió en el reverso de otra carta familiar: «¡Un perro chino que insiste en tener pollo en su dieta!». Instruyó a la señora Henderson: «después de un poco de ayuno y persuasión, el perro [en masculino, pese a que Lootie era hembra] empezará seguramente a apreciar la comida que más le conviene». En Windsor, la reina Victoria pidió al artista alemán Friedrich Keyl que pintara un retrato de Lootie y solicitó específicamente, a través de su secretaria personal, la señorita Skettett, que «cuando el señor Keyl dibuje a la perra debe poner algo que muestre que su tamaño es extraordinariamente pequeño». Lootie vivió en las perreras de Windsor durante un decenio[56].
Cuando lord Elgin decidió quemar el Viejo Palacio de Verano, los franceses se negaron a participar y dijeron que era un acto de vandalismo contra un «site de campagne sans défense»[57]. Pese a ello se llevó a cabo la quema, de manera metódica. El general Grant describió la escena en su carta al secretario de Estado de Guerra en Londres:
El 18 de octubre, la división de sir John Michel, con la mayor parte de la brigada de caballería, recibió la orden de dirigirse al palacio y prender fuego a todo el conjunto de edificios. Fue un espectáculo portentoso. No pude sino lamentar la destrucción de tanta grandeza tan antigua y sentí que era una acción poco civilizada, pero pensé que era necesaria como advertencia a los chinos para que en el futuro no asesinen a enviados europeos ni infrinjan las leyes de las naciones[58].
El incendio, alimentado por más de 200 opulentos y exquisitos palacios, pabellones, templos, pagodas y jardines, ardió durante días y envolvió la parte oeste de Pekín en humo negro y ceniciento. Wolseley escribió: «Cuando entramos en los jardines, recordaban a los terrenos mágicos que se describen en los cuentos de hadas; salimos de ellos el 19 de octubre y los dejamos convertidos en un triste páramo de ruinas inexistentes»[59].
Lord Elgin logró hasta cierto punto su objetivo. A partir de entonces, las autoridades chinas dieron a los occidentales un trato especial, muy diferente al que daban a su propia gente. Sin embargo, cualquier intención de complacer a los occidentales debió de quedar ensombrecida por las semillas del odio que se agitaron en las cenizas del Viejo Palacio de Verano. Por aquel entonces, Charles Gordon, que más tarde recibiría el apodo de Gordon El Chino, era capitán en el ejército invasor y participó en la destrucción, y escribió a su familia: «La gente es educada, pero creo que los nobles nos odian, como es natural después de lo que hicimos con el Palacio. No podéis imaginar la belleza y la magnificencia de los sitios que incendiamos. Dolía el corazón al verlos arder»[60]. Victor Hugo escribió un año después: «Esta maravilla ha desaparecido […] Los europeos somos los civilizados y decimos que los chinos son los bárbaros. Y esto es lo que ha hecho la civilización a los bárbaros»[61].
El Viejo Palacio de Verano estaba en plena gloria cuando Cixí salió de él con su esposo y su hijo en septiembre de 1860. El otoño es la mejor estación de Pekín, cuando el sol ya no es abrasador, todavía no ha caído el frío implacable y no llegan tormentas de arena desde el desierto del noroeste que azoten la ciudad, como suelen hacerlo en primavera. Días antes de que los aliados arribaran a la costa, el emperador había celebrado su 30 cumpleaños(11), y la tradición le había permitido al monarca, pese a estar asediado por los problemas, disfrutar de su pasión por la ópera durante cuatro días. El gran escenario, construido en tres niveles, se alzaba al aire libre, junto a un extenso lago, y Cixí vio las obras con él desde un quiosco al otro lado de un patio. En el momento del clímax, masas de actores —todos ellos, hombres que interpretaban papeles de los dos sexos y hacían también de dioses— cantaron y bailaron en los tres pisos, mientras felicitaban al emperador por su cumpleaños. Bajo un claro cielo de otoño, el viento transportaba la música hasta las celosías de todas las ventanas de unos jardines llenos de olor. El esplendor del Viejo Palacio de Verano se quedó grabado en la mente de Cixí y volvería a atormentarla con frecuencia. Su reconstrucción se convertiría en una obsesión para ella.
Después de recorrer 200 kilómetros en dirección nordeste, la corte atravesó la Gran Muralla y llegó al Pabellón de Caza real al borde de las estepas de Mongolia, en la región montañosa de Chengde. El «pabellón» era en realidad más grande que el Viejo Palacio de Verano, aunque menos lujoso. Había servido de base para expediciones de caza de varios emperadores. El emperador Kangxi, que lo construyó en 1703, era maestro cazador y, por lo visto, en una ocasión mató ocho tigres en una semana. Por la noche, los emperadores y sus hombres encendían hogueras y asaban las presas obtenidas, mientras bebían, cantaban y bailaban, sin la presencia de ninguna mujer. Se habían celebrado concursos de lucha y de remo en el largo y sinuoso lago. Uno de los edificios era una reproducción del Palacio de Potala, en Lhasa, y allí cerca, en una yurta mongola de aspecto marcial, lord Macartney había mantenido una audiencia inútil con el emperador Qianlong en 1793. Cixí no había estado nunca. Su marido había tenido que hacer frente al creciente caos en todo su reino, y ahora habían ido solo porque eran refugiados.
Durante esta crisis dinástica sin precedentes, Cixí no desempeñó ningún papel político. Vivía confinada en el harén, donde para ella era peligroso incluso insinuar sus opiniones. Su obligación era cuidar de su hijo, que entonces tenía cuatro años. Medio siglo después, en 1910, cuando ya había fallecido, un inglés, sir Edmund Backhouse, escribió una biografía de ella muy citada, China under the Empress Dowager, en la que incluyó un falso diario que presentaba a Cixí como una figura implacable que había intentado convencer a su esposo de que no huyera ni tratara de negociar la paz con los extranjeros, sino que matara a sus mensajeros[62]. Era pura invención(12). Como demostrarían los acontecimientos, es cierto que Cixí se oponía a la política exterior de su marido y sus colaboradores más próximos, pero por motivos muy distintos. Mientras observaba la situación en silencio desde cerca, opinaba que su terca resistencia a abrir las puertas de China era estúpida y equivocada. En su opinión, el empeño en aislarse de Occidente, impulsado por el odio, no había logrado proteger el imperio, sino todo lo contrario. Había acarreado catástrofes como la destrucción de su amado Viejo Palacio de Verano. Ella seguiría una nueva ruta.