¿Dónde ahora? ¿Cuándo ahora? ¿Quién ahora? Sin preguntármelo. Decir yo. Sin pensarlo. Llamar a esto preguntas, hipótesis. Ir adelante, llamar a esto ir, llamar a esto adelante. Puede que un día, venga el primer paso, simplemente haya permanecido, dónde, en vez de salir, según una vieja costumbre, pasar días y noches lo más lejos posible de casa, lo que no era lejos. Esto pudo empezar así. No me haré más preguntas. Se cree sólo descansar, para actuar mejor después, o sin prejuicio, y he aquí que en muy poco tiempo se encuentra uno en la imposibilidad de volver a hacer nada. Poco importa cómo se produjo eso. Eso, decir eso, sin saber qué. Quizá lo único que hice fue confirmar un viejo estado de cosas. Pero no hice nada. Parece que hablo, y no soy yo, que hablo de mí, y no es de mí. Estas pocas generalizaciones para empezar. ¿Cómo hacer, cómo voy a hacer, qué debo hacer, en la situación en que me hallo, cómo proceder? Por pura aporía o bien por afirmaciones y negaciones invalidadas al propio tiempo, o antes o después. Esto de un modo general. Debe de haber otros aspectos. Si no, sería para desesperar de todo. Pero es para desesperar de todo. Notar, antes de ir más lejos, de pasar adelante, que digo aporía sin saber lo que quiere decir.
SAMUEL BECKETT, El innombrable (1959).
Traducción de Rafael Santos Torroella.
«Aporía» es una palabra griega que significa «dificultad, perplejidad», literalmente, ‘un camino sin camino’, un sendero que termina. En la retórica clásica denota duda real o fingida sobre un tema, incertidumbre en cuanto a cómo proceder en un discurso. El soliloquio de Hamlet, «Ser o no ser», es quizá el mejor ejemplo de ello en la literatura inglesa. En narrativa, especialmente en textos enmarcados por una situación en la que alguien cuenta la historia, la aporía es uno de los recursos favoritos de los narradores para despertar curiosidad en quienes escuchan, o para poner de relieve el carácter extraordinario de lo que están contando. A menudo se combina con otra figura retórica, la «aposiopesis», la frase incompleta, que suele indicarse en la página con puntos suspensivos. En El corazón de las tinieblas, por ejemplo, Marlow rompe su relato frecuentemente de ese modo:
«Me parece que estoy intentando contaros un sueño —tentativa inútil, pues ningún relato de un sueño puede transmitir la sensación de sueño, esa mezcla de absurdidad, sorpresa y desconcierto en un estremecimiento de rebeldía y lucha, esa sensación de ser capturado por lo increíble que pertenece a la esencia misma de los sueños…».
Permaneció en silencio unos momentos.
«… No, es imposible; es imposible transmitir la sensación de vida de cualquier época de la existencia de uno —lo que es su verdad, su significado—, su esencia sutil y penetrante. Es imposible. Vivimos, como soñamos: solos…».
En relatos metafictivos como «Perdido en la casa encantada» o La mujer del teniente francés la aporía se convierte en uno de los principios estructurales, cuando el narrador autorial lucha con insolubles problemas para representar adecuadamente la vida en el arte, o confiesa sus dudas sobre cómo manejar a sus personajes ficticios. En el capítulo 55 de La mujer del teniente francés, por ejemplo, cuando Charles, tras descubrir que Sarah ha desaparecido del hotel de Exeter, vuelve a Londres para emprender su búsqueda, el narrador autorial se mete en la narración disfrazado de compañero de viaje que mira con insistencia, groseramente, a Charles en el compartimento del tren:
La pregunta que me hago mientras miro a Charles… es: ¿qué diablos voy a hacer contigo? Incluso he pensado en hacer terminar la carrera de Charles aquí y ahora, dejándole para siempre camino de Londres. Pero los convencionalismos de la novela victoriana no permitían, es decir, no permiten, el desenlace vago e indeterminado; además, antes he predicado ya que a los personajes hay que concederles libertad. Mi problema es sencillo: ¿está claro lo que quiere Charles? Sí, lo está. Pero lo que desea la protagonista ya no está tan claro; ni siquiera estoy seguro de dónde está en este momento.
(Traducción de Ana María de la Fuente.)
En la obra narrativa de Samuel Beckett, especialmente en sus últimas novelas, la aporía es endémica. El innombrable (publicado primeramente en francés: L’innomable, 1952) usa el recurso del flujo de conciencia, pero no como en el Ulises de Joyce, donde las visiones, sonidos, olores y el ajetreo humano de Dublín son evocados para el lector, en su vívida especificidad, a través de las impresiones sensoriales, pensamientos y recuerdos de los principales personajes. Todo lo que tenemos es una voz narrativa que se habla a sí misma, o transcribe sus propios pensamientos a medida que se producen, que anhela la extinción y el silencio, pero que está condenada a seguir narrando, aunque no tiene ninguna historia que valga la pena contar ni tiene certeza sobre nada, ni siquiera sobre su propia posición en el espacio y el tiempo.
El narrador anónimo está sentado en un lugar vago y tenebroso, cuyos límites no puede ver ni tocar, mientras figuras que percibe borrosamente, algunas de las cuales parecen ser personajes de las anteriores novelas de Beckett, se mueven a su alrededor; ¿o es él quien se mueve alrededor de ellas? Sabe que tiene los ojos abiertos «por las lágrimas que caen de ellos sin cesar». ¿Dónde está? Podría ser el infierno. Podría ser la senilidad. Podría ser la mente de un escritor que tiene que seguir escribiendo aunque no tiene nada que decir, porque ya no hay nada que valga la pena decir sobre la condición humana. ¿O son todos esos estados esencialmente uno y el mismo? El innombrable parece corresponder a la descripción de Roland Barthes del «grado cero de la escritura» en el cual «se derrota a la literatura, se descubre y presenta la problemática de la humanidad sin elaboración, el escritor se vuelve irremediablemente honrado».
Más que avanzar, el discurso procede por acumulación, por una especie de autocancelación, un paso adelante y un paso atrás, una sucesión de afirmaciones contradictorias separadas sólo por comas, sin el pero o sin embargo adversativos. «Ir adelante, ir adelante», se azuza a sí mismo el narrador, e inmediatamente añade, burlón: «¿Llamar a esto ir, llamar a esto adelante?». ¿Cómo llegó al lugar donde está? «¿Puede ser que un día … me quedé, simplemente?». Inmediatamente se plantea otra pregunta: «¿Me quedé dónde?». Abandona la pregunta primera: «Poco importa cómo se produjo eso». Pero incluso ese gesto negativo da por supuestas demasiadas cosas: «Eso, decir eso, sin saber qué».
Beckett era un deconstruccionista avant la lettre. «Parece que hablo, y no soy yo, que hablo de mí, y no es de mí». Esa frase ataca las fundaciones de la larga tradición humanista de narrativa autobiográfica y autobiografía ficticia, de Robinson Crusoe hasta À la recherche du temps perdu pasando por Grandes esperanzas, con su consoladora promesa de alcanzar el autoconocimiento. Beckett se anticipó a la noción de Derrida de la inevitable différance (sic) del discurso verbal: el «yo» que habla siempre es diferente del «yo» del que se habla, dado que la correspondencia precisa del lenguaje con la realidad siempre es diferida. «Estas pocas generalizaciones para empezar». La fórmula, que habitualmente no quiere decir gran cosa, adquiere un toque de humor negro en ese vacío epistemológico. ¿Cómo ha de avanzar el narrador, «por afirmaciones y negaciones invalidadas al propio tiempo» (es decir, contradiciéndose a sí mismo) o «por pura aporía»? La aporía es uno de los tropos favoritos de los críticos deconstruccionistas, porque sintetiza la manera en que todos los textos boicotean sus propias exigencias de alcanzar un significado determinado; pero la confesión posterior del narrador, «digo aporía sin saber lo que quiere decir», anula la aporía.
«Debe de haber otros aspectos. Si no, sería para desesperar de todo. Pero es para desesperar de todo». Lo extraordinario es que la lectura de este texto sombríamente pesimista y totalmente escéptico no resulta deprimente, sino al contrario divertida, conmovedora y, de un modo sorprendente, afirmativa de la supervivencia del espíritu humano in extremis. Sus famosas últimas palabras son: «tienes que seguir, no puedo seguir, voy a seguir».