Los jorobados, las señoras gordas, los tontos… era insoportable que nadie escogiera lo que era. En una película hubiera conocido a una linda muchachita en la casa encantada; hubieran escapado por los pelos de peligros reales; hubiera hecho y dicho las cosas apropiadas; ella también; al final serían amantes; sus líneas de diálogo estarían compaginadas; estaría perfectamente a sus anchas. A ella no sólo le gustaría bastante, sino que lo encontraría maravilloso; se pasaría las noches despierta pensando en él, en lugar de viceversa (en cómo cambiaba su cara con las diferentes luces, y en la planta que tenía, y en lo que había dicho exactamente), y eso sería simplemente un pequeño episodio en su maravillosa vida entre muchos, muchos otros. No un momento decisivo en absoluto. Lo que había ocurrido en el cobertizo de las herramientas no era nada. Odiaba, aborrecía a sus padres. Una razón para no escribir una historia de perdido en la casa encantada es que, o todo el mundo se ha sentido como A, en cuyo caso, ya se sabe, o bien ninguna persona normal se siente así, en cuyo caso Ambrose es un bicho raro. ¿Hay algo más aburrido en la literatura que los problemas de los adolescentes sensibles? Y es todo demasiado largo y da demasiadas vueltas, como si el autor. Por lo que se sabe la primera vez que se lee, el fin podría estar a la vuelta de cualquier esquina; quizá, bien podría ser, ha estado al alcance de la mano varias veces. Por otro lado, podría estar apenas superando el principio, con todo el camino por hacer, lo cual es una idea intolerable.
JOHN BARTH, Perdido en la casa encantada (1968).
Traducción de Isabel Sancho.
La metaficción es ficción que habla de la ficción: novelas y cuentos que llaman la atención sobre el hecho de que son inventados y sobre sus propios procedimientos de composición. El abuelo de todas las novelas metafictivas fue Tristram Shandy, cuyos diálogos entre el narrador y sus imaginarios lectores son sólo una de las muchas maneras en las que Sterne señala con el dedo ese foso entre el arte y la vida que el realismo convencional intenta, por el contrario, disimular. La metaficción, pues, no es un invento moderno; pero es algo que muchos escritores contemporáneos encuentran particularmente atractivo, abrumados como están por la conciencia de sus antecedentes literarios, oprimidos por el miedo a que digan lo que digan habrá sido dicho antes y condenados por el clima de la cultura moderna a una aguda conciencia de quiénes son y qué hacen.
En la obra de los novelistas ingleses, el discurso metafictivo, cuando se da, suele presentarse en forma de «apartes» en novelas que por lo demás se consagran a la tarea novelística tradicional de describir acciones y personajes. Esos pasajes reconocen el carácter artificial de las convenciones realistas que, no obstante, aplican en el resto del texto. Desarman la crítica anticipándose a ella; halagan al lector al tratarlo como a un igual a nivel intelectual, como alguien lo bastante sofisticado como para no sorprenderse cuando le enseñan que una obra narrativa es una construcción verbal y no un pedazo de realidad. Así, por ejemplo, inicia Margaret Drabble la tercera parte de su novela The realms of gold (Los reinos del oro), tras un largo, realista y bien observado relato de una cena ofrecida a unos amigos, en su casa de un barrio residencial, por la más reprimida de sus dos protagonistas:
Y basta, por ahora, de Janet Bird. Basta y sobra, podéis pensar con razón, pues su vida es lenta, incluso más lenta que la descripción de la misma, y su cena le pareció demasiado larga, como os habrá parecido a vosotros. La vida de Frances Wingate se mueve mucho más deprisa. (Aunque empezó más bien despacio, en estas páginas: un error táctico, quizá, y la idea de empezarla en un momento más maníaco se ha presentado con frecuencia, pero las razones en contra de semejante inicio son más fuertes, a fin de cuentas, que las razones a favor.)
Hay aquí ecos de Tristram Shandy —por más que la novela de Margaret Drabble sea muy distinta de tono y tema— en el hecho de dirigirse al lector en un tono apologético que en el fondo es humorístico y en el de señalar los problemas de construcción narrativa, especialmente el de «la duración» (véase la sección 41). Sin embargo, tales confesiones no se dan con suficiente frecuencia como para perturbar profundamente el proyecto de la novela, que consiste en analizar la vida de las mujeres con estudios superiores en la sociedad moderna, en una historia ficticia que resulta detallada, convincente y satisfactoria al modo tradicional.
Con otros escritores modernos, en su mayoría no británicos —Borges, Calvino y John Barth son los primeros que a uno le vienen a la cabeza, aunque John Fowles también pertenece al grupo—, el discurso metafictivo no es tanto una escapatoria o coartada mediante la cual el escritor puede rehuir de vez en cuando las obligaciones que impone el realismo tradicional; es más bien una preocupación central y una fuente de inspiración. John Barth escribió en cierta ocasión un ensayo muy influyente titulado «La literatura del agotamiento», en el cual, sin llegar a usar la palabra «metaficción», la invocaba como el recurso por el cual «un artista puede paradójicamente convertir lo que considera límites últimos de nuestro tiempo en material y medios para su trabajo». Hay, naturalmente, voces que disienten, como la de Tom Wolfe (véase la sección precedente), que considera semejante escritura síntoma de una cultura literaria decadente y narcisista. «¡Otra historia sobre un escritor que escribe una historia! ¡Otro regressus ad infinitum! ¿Quién no prefiere un arte que, ostensiblemente al menos, imita algo distinto de su propios procesos?». Pero esa queja fue formulada por el mismo Barth en «Historia de una vida», uno de los relatos del volumen Perdido en la casa encantada. Los escritores metafictivos tienen el astuto hábito de integrar la posible crítica dentro de sus textos y así convertirla también en ficción. También les gusta boicotear la credibilidad de la ficción más ortodoxa mediante la parodia.
La historia que da título al volumen, «Perdido en la casa encantada», cuenta la tentativa de Barth de escribir una historia sobre una familia que visita Atlantic City en los años cuarenta. El personaje principal es el adolescente Ambrose, que acompaña a sus padres, su hermano Peter, su tío Karl y Magda, una compañera de juegos de la infancia que ahora es adolescente al igual que él y, por lo tanto, objeto de interés sexual. (Ambrose recuerda con nostalgia un juego de amos y esclavos, cuando eran niños, en el curso del cual Magda le llevó al cobertizo de herramientas y «compró su clemencia a un sorprendente precio fijado por ella misma».) Básicamente, es una historia sobre el anhelo adolescente de libertad y plenitud, una nota a pie de página a la gran tradición «agotada» de la novela-autobiográfica-sobre-chico-que-llegará-a-ser-escritor, al estilo de Retrato del artista adolescente o Hijos y amantes. Pretende alcanzar el clímax en la casa encantada de un parque de atracciones, en la que Ambrose va a perderse, pero ¿en qué circunstancias y con qué resultado?: sobre estos aspectos el autor nunca llega a decidirse.
En el pasaje citado aquí, la representación narrativa convencional es puesta en tela de juicio de dos maneras que toman hábilmente el relevo una a la otra. En primer lugar, los anhelos románticos de Ambrose son descritos parodiando las fantasías de plenitud hollywoodienses: «En una película hubiera conocido a una linda muchachita en la casa encantada; se hubieran escapado por los pelos de peligros reales; … sus líneas de diálogo estarían compaginadas…». Esto es evidentemente arte de baja estofa, en contraste con el cual la descripción de la verdadera existencia de Ambrose, frustrada, alienada y sin posibilidad de expresarse, parece realista y auténtica. Pero entonces, esa representación a su vez es boicoteada por un típico recurso metafictivo, lo que Erving Goffman llamó «romper el marco», un efecto ilustrado también por el extracto de la novela de Margaret Drabble. La voz autorial interviene abruptamente para comentar que la situación de Ambrose es o bien demasiado habitual o demasiado rara para que valga la pena describirla, lo que es como si un actor de cine se volviera de pronto hacia la cámara y dijese: «Vaya porquería de guión». A la manera de Tristram Shandy, se oye la voz de un crítico corrosivo que ataca la totalidad del proyecto: «¿Hay algo más aburrido en la literatura que los problemas de los adolescentes sensibles?». El autor parece haber perdido bruscamente la fe en su propia historia y no puede ni siquiera sacar fuerzas de flaqueza para terminar la frase en la que confiesa que «es todo demasiado largo y da demasiadas vueltas».
Naturalmente los escritores con frecuencia pierden la fe en lo que están haciendo, pero no suelen confesarlo dentro del texto. Hacerlo es reconocer un fracaso… aunque también, tácitamente, afirmar que semejante fracaso es más interesante y auténtico que un «logro» convencional. Kurt Vonnegut empieza su Matadero cinco, una novela tan notable por sus asombrosos efectos de ruptura del marco como por su imaginativo uso de los cambios temporales (véase la sección 16), asegurando: «Me resultaría odioso decirles cuánto me ha costado en dinero y angustia y tiempo este librito asqueroso». En su primer capítulo explica la dificultad de escribir sobre un acontecimiento como la destrucción de Dresde y dice, dirigiéndose al hombre que lo encargó: «Es tan corto y confuso y chirriante, Sam, porque no hay nada inteligente que decir sobre una matanza». La experiencia personal en la que se basa fue tan traumática y resulta tan doloroso volver a ella que Vonnegut compara su destino al de la mujer de Lot en el Antiguo Testamento, que demostró su naturaleza humana al volverse a mirar las ruinas de Sodoma y Gomorra y, como castigo, se convirtió en una estatua de sal.
Ya he terminado mi libro sobre la guerra. El próximo que escriba será de risa.
Este es un fracaso, y tenía que serlo, pues lo escribió una estatua de sal.
De hecho, lejos de ser un fracaso, Matadero cinco es la obra maestra de Vonnegut, y una de las novelas en inglés más memorables desde la segunda guerra mundial.