—Por favor, tengo que hacer algo. ¿Te limpio las botas? Mira, me agacho para lamértelas.
Y entonces, hermanos míos, créanlo o bésenme los scharros, me arrodillé y saqué un kilómetro y medio de mi yasicca roja para lamerle las botas grasñas y vonosas. Pero el veco me contestó con una patada —no muy fuerte— en la rota. Entonces pensé que no vendrían las náuseas y el dolor si sólo le agarraba los tobillos con las rucas y lo mandaba al suelo a este grasño brachno. Así lo hice y el veco se llevó una real y bolche sorpresa, porque se fue al suelo entre las risas del podrido público. Pero al videarlo en el suelo sentí que me venía esa sensación horrible, de modo que le ofrecí la ruca para que se levantara scorro, y arriba fue el tipo. Y cuando se disponía a darme un tolchoco realmente feo y perverso en el litso el doctor Brodsky dijo:
—Está bien, suficiente.
Así que este veco horrible medio se inclinó y se alejó muy elegante, como un actor, mientras se encendían las luces enecegueciéndome, y yo abría la rota aullando. El doctor Brodsky dijo al público:
—Como ven ustedes, nuestro sujeto se siente impulsado hacia el bien porque paradójicamente se siente impulsado al mal. La intención de recurrir a la violencia aparece acompañada por hondos sentimientos de incomodidad física. Para aliviarlos, el sujeto tiene que pasar a una actitud diametralmente opuesta. ¿Alguna pregunta?
—El problema de la elección —dijo una golosa rica y profunda, y era el chaplino de la cárcel—. En realidad, no tiene alternativa, ¿verdad? El interés propio, el temor al dolor físico lo llevaron a esa humillación grotesca. La insinceridad era evidente. Ya no es un malhechor. Tampoco es una criatura capaz de una elección moral.
ANTHONY BURGESS, La naranja mecánica (1962).
Traducción de Aníbal Leal.
La expresión «novela de ideas» suele evocar un libro de escaso interés narrativo, en el que personajes de una coherencia anormal debaten cuestiones filosóficas, intercambiando ideas como pelotas de ping-pong, con breves intervalos para comer, beber y coquetear. Es una venerable tradición que se remonta a los Diálogos de Platón; lo malo es que tales obras pasan rápidamente de moda. En el siglo XIX, por ejemplo, se publicaron cientos de novelas en las que el anglicanismo alto y bajo, el catolicismo, el inconformismo y la duda en materia religiosa eran expuestos de ese modo, con un toque de melodrama para que el cóctel resultara atractivo a los lectores de las bibliotecas de préstamo. La mayoría están hoy completa y merecidamente olvidadas. Las ideas que contienen han dejado de interesar y su exposición ha privado a los personajes y la acción de toda vida.
Un nombre que se da a veces a ese tipo de novela es roman à thèse, novela de tesis, y es significativo que hayamos tomado prestada la expresión del francés. La novela de ideas, ya tenga una tesis específica o ya sea más ampliamente especulativa y dialéctica, ha parecido siempre más a sus anchas en la literatura europea continental que en la inglesa. Quizá eso tiene algo que ver con la ausencia, tantas veces observada, de una intelectualidad que se defina a sí misma como tal en la sociedad inglesa, hecho que a veces ha sido atribuido al hecho de que Gran Bretaña no ha experimentado revolución alguna desde el siglo XVII, y las convulsiones de la historia europea moderna la han afectado comparativamente poco. Sea cual fuere la razón, Dostoiewski, Thomas Mann, Robert Musil, Jean-Paul Sartre, son novelistas para los que no hay verdadero equivalente en la literatura inglesa moderna. Quizá el que más se les acercó fue D. H. Lawrence, especialmente en Mujeres enamoradas, pero las ideas debatidas y comentadas en su obra eran muy personales, por no decir excéntricas, y adoptaban un punto de vista muy alejado de las principales corrientes del pensamiento europeo moderno.
Naturalmente, cualquier novela que merezca algo más que un somero vistazo contiene ideas, provoca ideas y puede discutirse en términos de ideas. Pero por «novela de ideas» uno pretende denotar una novela en la que las ideas parecen ser la fuente de la energía de la obra, lo que origina, da forma y mantiene su movimiento narrativo, con preferencia a —por ejemplo— las emociones, los dilemas morales, las relaciones personales o las mutaciones de la fortuna humana. En este sentido, los novelistas ingleses se han sentido más cómodos cuando han manejado las ideas directamente ya sea en narraciones cómicas y satíricas (incluida la novela universitaria) o en varias formas de fábula y de fantasía utópica o «distópica» (de dystopia, ‘utopía negativa’). He citado en anteriores secciones ejemplos de ambas posibilidades: The history man de Malcolm Bradbury y Erewhon de Samuel Butler, por ejemplo. La naranja mecánica de Anthony Burgess pertenece al segundo tipo.
Anthony Burgess ha explicado en su autobiografía que esa novela le fue inspirada por la conducta de los jóvenes delincuentes agrupados en tribus urbanas llamadas mods y rockers en Gran Bretaña hacia 1960, y el perenne problema que suscitaban: ¿cómo puede una sociedad civilizada protegerse contra la violencia anárquica sin poner en peligro sus propios criterios éticos? «Me di cuenta —recuerda el católico inconformista Burgess— de que la novela debería tener una base metafísica o teológica … la extirpación artificial del libre albedrío mediante el condicionamiento científico; la pregunta de si eso no sería … un mal mayor que la libre elección del mal».
La historia es narrada en un tono confesional y coloquial por Alex, un joven y cruel matón condenado por atroces delitos de sexo y violencia. Para poder salir de la cárcel, acepta someterse a una terapia pavloviana de aversión, consistente en ver películas que se regodean en actos similares a los cometidos por él mismo, a la vez que toma medicamentos que provocan náuseas. La eficacia del tratamiento se demuestra en la escena a la que pertenece el extracto citado. Ante un público de criminólogos, Alex es insultado y vejado (por un actor contratado a tal fin), pero en cuanto siente el ansia de vengarse le sobreviene un ataque de náuseas y termina con la actitud pacífica y rastrera que hemos visto. El capellán de la cárcel pregunta si el proceso que ha sufrido no le ha llevado a la deshumanización.
Como muchas otras novelas de ideas similares —News from nowhere (Noticias de ninguna parte) de Morris, Un mundo feliz de Huxley, 1984 de Orwell, por ejemplo— La naranja mecánica se sitúa en el futuro (aunque no muy lejano), de modo que el novelista puede plantear los términos del debate ético con dramática austeridad y sin las obligaciones que impone el realismo social. El golpe maestro de Burgess consistió en combinar esa vieja estrategia con una versión altamente inventiva del lenguaje coloquial adolescente, lo que llamé skaz al comentar El guardián entre el centeno de Salinger (véase la sección 4). Tanto los delincuentes como los adolescentes usan el argot a modo de santo y seña tribal, para distinguirse de la sociedad adulta y respetable. Burgess imagina que en la Inglaterra de los años setenta los jóvenes gamberros han adoptado una manera de hablar profundamente influida por el ruso (una idea que no debía de parecer tan extravagante en la época del Sputnik como nos lo parece ahora). Alex cuenta su historia a un invisible público de droogs (del ruso drugi, ‘amigos’) en esa jerga, que recibe el nombre de nadsat (‘adolescente’ en ruso), aunque usa el inglés normal para dialogar con los oficiales. Hay algo de jerga cockney rimada, como cuando llama Charlie al capellán (charlie = Charlie Chaplin = chaplain, ‘capellán’), pero básicamente procede del ruso. Sin embargo, no es necesario saber ruso para adivinar que, en la segunda frase de este extracto, scharros quiere decir ‘nalgas’, yassica ‘lengua’, grasñas ‘sucias’ y vonosas ‘malolientes’, especialmente si uno ha leído las 99 páginas anteriores de la novela. La intención de Burgess era que sus lectores aprendiesen gradualmente el dialecto nadsat a medida que leían, deduciendo el significado de las palabras de origen ruso del contexto y de otras pistas. El lector resulta de ese modo sometido a una especie de condicionamiento pavloviano, aunque reforzado por una recompensa (la capacidad de seguir la historia) y no por un castigo. Una ventaja adicional es que el estilizado lenguaje mantiene los espantosos actos descritos en la novela en una cierta distancia estética, y nos protege de una excesiva sensación de asco (o de excitación). Cuando Stanley Kubrick convirtió la novela en película, la eficacia del condicionamiento fue objeto de una demostración irónica suplementaria: la brillante traducción hecha por Kubrick de su acción violenta al medio visual, más ilusionista y asequible, convirtió la película en un estímulo para ese mismo gamberrismo que estaba examinando, a raíz de lo cual el director la retiró.