43.
EL TÍTULO

El último volumen fue escrito en catorce días. En esta hazaña Reardon se alzó casi hasta la cima del heroísmo, pues tuvo muchas cosas que resolver aparte de la mera labor de composición. Apenas había empezado cuando le acometió un agudo ataque de lumbago; durante dos o tres días fue una tortura sostenerse a sí mismo en la silla frente al escritorio y cuando tenía que moverse lo hacía como un tullido. A esto siguieron dolores de cabeza y de garganta y debilidad general. Y antes de que terminara la quincena fue necesario sacar de alguna parte otra pequeña suma de dinero; empeñó el reloj (que como se puede imaginar no garantizaba gran cosa) y vendió unos pocos libros más. A pesar de todo ello, tenía por fin la novela terminada. Cuando hubo escrito «Fin» se arrellanó, cerró los ojos y dejó que pasara el tiempo sin pensar en nada, durante un cuarto de hora.

Quedaba elegir el título. Pero su cerebro se negaba a un nuevo esfuerzo; tras unos minutos de desganada búsqueda simplemente tomó el nombre del principal personaje femenino, Margaret Home. Con eso dio el libro por terminado. Ya al caligrafiar la última palabra, todas sus escenas, personajes, diálogos, habían caído en el olvido; lo sabía y no se preocupó más por ellos.

GEORGE GISSING, New Grub Street

(La nueva calle Grub) (1891).

El título de una novela forma parte del texto: es de hecho la primera parte de él con la que nos encontramos, y tiene por lo tanto un considerable poder para atraer y condicionar la atención del lector. Los títulos de las primeras novelas inglesas fueron inevitablemente los nombres de sus protagonistas: Moll Flanders, Tom Jones, Clarissa. La ficción se estaba formando a ejemplo de la biografía y autobiografía, y a veces se disfrazaba como tal. Más tarde los novelistas se dieron cuenta de que los títulos podían indicar un tema (Sentido y sensibilidad), sugerir intriga y misterio (La mujer de blanco) o prometer cierto tipo de escenario y atmósfera (Cumbres borrascosas). En algún momento del siglo XIX empezaron a uncir sus historias a famosas citas literarias (Far from the madding crowd) (Lejos del mundanal ruido), una práctica que prosigue durante el siglo XX (Donde los ángeles no se aventuran, Un puñado de polvo, Por quién doblan las campanas), aunque hoy en día se considera quizá un poquitín hortera. Los grandes modernistas tuvieron tendencia a poner títulos simbólicos o metafóricos —El corazón de las tinieblas, Ulises, El arco iris—, mientras que novelistas más recientes prefieren con frecuencia títulos caprichosos, desconcertantes y originales, como El guardián entre el centeno, Una historia del mundo en diez capítulos y medio, Para las chicas negras que contemplan el suicidio cuando el arco iris no basta.

Para el novelista, elegir un título puede ser una parte importante del proceso creativo, pues hace hincapié en lo que se supone que es el tema de la novela. Charles Dickens, por ejemplo, apuntó catorce títulos posibles para la novela por entregas que planeaba empezar a comienzos de 1854: Según Cocker, Demuéstralo, Cosas testarudas, La realidad de Mr. Gradgrind, La piedra de molino, Tiempos difíciles, Dos y dos son cuatro, Algo tangible, Nuestro amigo el del corazón duro, Óxido y polvo, Simple aritmética, Cuestión de números, Una simple cuestión de números, La filosofía Gradgrind. La mayoría de esos títulos hace pensar que en esa etapa Dickens estaba preocupado por el tema del utilitarismo, encarnado por Mr. Gradgrind. Su elección última, Tiempos difíciles, es coherente con las preocupaciones sociales más amplias que hallamos en la novela terminada.

La indiferencia de Edwin Reardon en cuanto al título de su novela es un síntoma de su pérdida de fe en su vocación. Habiendo cometido la imprudencia de casarse tras haber publicado unas pocas novelas de modestos méritos literarios pero limitada circulación, se ve obligado a pergeñar novelones en tres volúmenes llenos de tópicos, que él mismo desprecia, a una velocidad agotadora, para llegar a fin de mes. Gissing estaba expresando en ese libro su propia frustración en calidad de autor que luchaba por abrirse paso, y eligió cuidadosamente su título. Como explicó a un corresponsal extranjero, «la calle Grub existió realmente en Londres hace unos ciento cincuenta años. En Pope y sus contemporáneos se ha convertido en sinónimo de la condición de escritor desgraciado. … Era la morada de autores no sólo pobres sino insignificantes». En la época de Gissing el mercado literario se había hecho mucho mayor, más competitivo y más atento a la publicidad. Reardon es el retrato memorable de un escritor que no tiene suficiente talento, o suficiente cinismo, para sobrevivir en ese medio. Tampoco sabe hacerlo su joven e idealista amigo Biffen, que, lleno aún de entusiasmo e idealismo, proyecta escribir una novela rompedora que registrará fielmente la vida banal de un hombre corriente. Su anuncio del título que le dará suministra una de las pocas carcajadas de New Grub Street. «He decidido escribir un libro llamado Mr. Bailey, tendero». Cuando finalmente lo publica, sus amigos lo admiran pero la crítica lo destroza y Biffen tranquilamente se suicida; Reardon ha muerto de agotamiento entre tanto. New Grub Street no es una novela muy alegre, pero como estudio de la patología de la vida literaria no tiene rival y sigue siendo de una asombrosa actualidad.

Las novelas han sido siempre mercancías además de obras de arte y las consideraciones comerciales pueden afectar a los títulos, u obligar a cambiarlos. Thomas Hardy ofreció a Macmillan dos títulos para elegir: Fitzpiers at Hintock (Fitzpiers en Hintock) y The Woodlanders (Los habitantes de los bosques); no es de extrañar que eligieran este último. El buen soldado de Ford Madox Ford tenía que haberse titulado La historia más triste (naturalmente); pero se publicó en plena primera guerra mundial, y sus editores le convencieron de que optara por un título menos deprimente, más patriótico. El título de la segunda novela de Martin Amis, Niños muertos (1975), parece haber resultado demasiado chocante para sus primeros editores en bolsillo, que lo sacaron dos años más tarde llamándolo Oscuros secretos. Los editores norteamericanos de mi novela How far can you go? me convencieron de que lo sustituyera por Souls and bodies (Almas y cuerpos) arguyendo que en las librerías norteamericanas semejante título iría a parar a las estanterías de autoayuda, un argumento tonto al que siempre he lamentado haberme rendido. (No sé qué habrían hecho con A woman’s guide to adultery (Guía de la mujer adúltera) de Carol Clewlow, o con La vida: Instrucciones de uso de Georges Perec.) Quería titular mi tercera novela The British Museum had lost its charm (El Museo Británico había perdido su encanto), una frase sacada de la canción «A Foggy day (in London town)» («Un día de niebla (en la ciudad de Londres)», pero la Gershwin Publishing Corporation no me lo permitió; así que tuve que cambiarlo en el último momento por The British Museum is falling down (El Museo Británico se cae a pedazos), si bien la canción dejó su huella en la acción de la novela, que transcurre en un solo día, en una densa niebla. Quizá los títulos siempre significan más para los autores que para los lectores, los cuales, como cualquier escritor sabe, suelen olvidar o confundir los nombres de los libros que aseguran admirar. A mí me han atribuido novelas llamadas Changing wives (Intercambio de mujeres), Trading places (Negociando lugares) y Small change (Calderilla), y el catedrático Bernard Crick me aseguró una vez en una carta que había disfrutado mucho con mi Having it off (juego de palabras entre to have it off, ‘echar un polvo’, y to have on ‘tomar el pelo’), pero quizá me estaba tomando el pelo. (No pude adivinar a cuál de mis libros se refería.)