—¿No crees que deberías apartarte de la ventana, cariño?
—¿Por qué?
—No llevas nada encima.
—Tanto mejor para…
Por respeto a su pudor cerré la ventana con un ruido seco que ahogó el final de mi frase.
Me miraba sonriendo. Me le acerqué y me quedé de pie frente a ella. Estaba muy atractiva, apoyada en un codo, con la oscura cabellera cayéndole sobre el suave hombro desnudo. Desde arriba le miré la parte superior de la cabeza.
De pronto sopló.
—Magnífico Alberto —dijo.
Mi nombre, por cierto, no es Alberto. Es Joe. Joe Lunn.
Myrtle alzó la vista y me echó una mirada furtivamente interrogativa.
Supongo que le contesté con una ancha sonrisa.
Al cabo de poco hizo una pausa.
—¡Qué suerte tienen los hombres! —dijo, en un tono profundamente reflexivo. No dije nada: pensé que no era el momento de hacer observaciones filosóficas. Miré fijamente hacia la pared que tenía enfrente.
Finalmente se detuvo.
—¿Qué hay?
Bajé la vista justo a tiempo para sorprenderla dejándose caer con una expresión sobresaltada en la cara.
—Ahora —dije— tendrás que esperar el té otra vez.
—Ah… —Myrtle exhaló un profundo y complaciente suspiro. Tenía los ojos cerrados.
A su debido tiempo tomamos el té.
WILLIAM COOPER, Scenes from provincial life
(Escenas de la vida de provincias) (1950).
Una descripción realmente exhaustiva de cualquier acontecimiento es imposible; de lo que se sigue que todas las novelas contienen espacios en blanco, silencios, que el lector debe llenar a fin de «producir el texto» (como dicen los críticos posestructuralistas). Pero en algunos casos esos blancos y silencios son el resultado de evasiones o supresiones inconscientes por parte del escritor (no por ello son menos interesantes), mientras que en otros son una estrategia artística consciente, para dar a entender lo que se quiere decir en lugar de decirlo con todas las letras.
El sobrentendido es una técnica particularmente útil en el tratamiento de la sexualidad. Una de las preocupaciones centrales de la novela siempre ha sido la atracción erótica y el deseo, pero hasta hace muy poco la descripción explícita de actos sexuales estaba prohibida en la ficción. La insinuación era una de las soluciones.
—Perdona, querido, ¿te puedo hacer una pregunta? —dijo mi madre—. ¿No te has olvidado de dar cuerda al reloj?
—¡Dios santo! —gritó mi padre…— ¿Alguna vez desde la creación del mundo ha interrumpido una mujer a un hombre con una pregunta tan estúpida?
Perdone, caballero, ¿le puedo hacer una pregunta? ¿Qué estaba diciendo su padre?…
Nada.
De este diálogo entre Tristram Shandy y su imaginario lector podemos deducir que su padre estaba haciendo algo, a saber, concibiendo a Tristram.
En la época victoriana, notoriamente puritana, el sexo se trataba con mucha mayor reticencia. Las novelas eran para leerlas en familia y no podían contener nada que pudiese —para decirlo con las palabras del Mr. Podsnap de Dickens— «teñir de sonrojo una joven mejilla». La escena que pudimos presenciar hace poco en una adaptación televisiva producida por la BBC de Adam Bede de George Eliot, en la que Arthur Donnithorne abraza en un sofá a la semidesnuda Hetty Sorrel, no tiene equivalente en la novela, cuyos más inocentes lectores podrían muy bien haber supuesto que Hetty se quedó embarazada por un beso. El hecho de que el matrimonio entre Dorothea y Casaubon en Middlemarch no se haya consumado se da a entender al lector perspicaz mediante las más sutiles indirectas, muchas de ellas metafóricas. En fecha tan tardía como 1908, en The old wives’ tale, Arnold Bennett pasa de puntillas por encima de la noche de bodas de Sophia, pero da a entender que fue una experiencia desagradable y decepcionante presentándola en forma desplazada: el degradante espectáculo de una ejecución pública en la guillotina, todo sangre y simbolismo fálico, que Gerald la obliga a presenciar durante su luna de miel.
En la época en que William Cooper publicó Scenes from provincial life, las fronteras de lo permisible se habían ampliado considerablemente, pero es improbable que la actividad concreta a la que se entregan los amantes en el pasaje citado pudiera haber sido descrita lisa y llanamente en 1950 sin que le cayera encima el peso de la ley. Cooper bordea lo explícito, llega a rozarlo, incitando burlonamente a su lector a que llene los huecos de la escena que es a la vez ingeniosa y erótica.
El narrador y la chica se han acostado en la casa de campo que él comparte con su amigo Tom. Él está a punto de ofrecerse a preparar el té cuando oye lo que supone que es el ruido del coche de Tom y se levanta de la cama para comprobarlo. La observación de Myrtle nos informa de que está desnudo. Podemos completar su respuesta, «Tanto mejor para…», sin ninguna dificultad, pues parece tener la misma estructura que las respuestas del lobo a Caperucita Roja y porque se nos dice que más vale no oír la parte que falta. El siguiente párrafo nos permite imaginarnos al desnudo narrador de pie junto a su amante, inclinada y también desnuda. «De pronto sopló». Cuando el sujeto es humano este verbo suele llevar un complemento, a veces después de una preposición como «sobre», pero aquí tenemos que adivinar de qué se trata. «Magnífico Alberto —dijo». Puesto que el siguiente párrafo elimina al candidato más obvio para la identidad de Alberto, nos quedan pocas dudas de que se trata del apodo cariñoso con que se bautiza al complemento de «sopló». (El hecho de que ello dé al narrador la ocasión para presentarse a sí mismo ceremoniosamente es una fuente adicional de diversión.) No se nos dice de qué actividad descansó Myrtle cuando «hizo una pausa», pero, al igual que con Shandy, la actividad no consistía en hablar, ya que habla después de la pausa. Y así sucesivamente. Los párrafos anormalmente cortos dan a entender que ocurre mucho más de lo que se está diciendo o de lo que se describe.
Como Sterne, Cooper usa el sobrentendido no sólo por conveniencia, sino como una forma de humor. Más o menos una década más tarde, sin embargo, el juicio a Lady Chatterley barrió todos los tabúes que hacían imprescindibles tales astutos artificios, cosa que lamentaron muchos lectores y algunos escritores. Kingsley Amis, por ejemplo, aunque sus historias tienen mucho que ver con la conducta sexual, ha hecho cuestión de principio no intentar describir el acto en sí mismo. Hay un pasaje en su reciente novela The folks that live on the hill (Esos que viven en la colina) que lo deja claro y al mismo tiempo ilustra cómo el sobrentendido se usa en la charla coloquial para referirse al sexo:
—Sería estupendo que hoy nos acostáramos pronto — dijo Désirée.
Esta propuesta en apariencia transparente tenía varios niveles de significado. Acostarse pronto y nada más quería decir algo así como lo que decía, era básicamente una expresión temporal, manifestaba que la velada no iba a tener segunda parte, ninguna extensión o salida social…, Sería estupendo acostarse pronto significaba no solamente la exclusión de cualquier actividad social sino la inclusión de lo que sería justo, lo que es de hecho inevitable, llamar actividad sexual. Lo cual… es mejor, mucho mejor, adivinar que describir.
El tratamiento explícito de actos sexuales es ciertamente otro desafío a la creatividad del novelista —cómo evitar repetir el lenguaje de la pornografía, cómo desfamiliarizar el repertorio, limitado por su propia naturaleza, de los actos sexuales— pero esto no es algo que me proponga abordar en este libro.