Pero al decimoprimer día, sin embargo, Lydgate se disponía a abandonar Stone Court cuando la señora Vincy le pidió que le hiciera saber a su marido que la salud del señor Featherstone había sufrido un marcado cambio y que deseaba fuera allí ese mismo día. Lydgate podía haber ido al almacén, o podía haber escrito un mensaje en la hoja de su cuaderno de bolsillo y dejarla en la puerta. Sin embargo, estos sencillos métodos no parecieron ocurrírsele, de lo cual podemos deducir que no tenía grandes inconvenientes en pasarse por casa del señor Vincy a una hora en la que éste no estaba en casa, y dejar el recado con la señorita Vincy. Un hombre puede, por diversos motivos, negarse a dispensar su compañía, pero tal vez ni siquiera un sabio se sentiría complacido ante el hecho de que nadie le echara de menos. Sería una forma elegante y fácil de enlazar los hábitos nuevos con los antiguos, de cruzar con Rosamond alguna juguetona palabra respecto de su resistencia a la disipación y su firme decisión de abstenerse incluso de los dulces sonidos. Debe admitirse, asimismo, que especulaciones momentáneas respecto de las posibles causas de las insinuaciones de la señora Bulstrode habían conseguido entretejerse, como pequeños y aferrados pelillos, en la trama más sustancial de su pensamiento.
GEORGE ELIOT, Middlemarch (1871-72).
Traducción de María Engracia Pujals.
¿Qué tipo de conocimiento esperamos extraer de la lectura de novelas, que nos cuentan historias que sabemos que no son «verdad»? Una respuesta tradicional a esa pregunta es: un conocimiento de la mente o del corazón humanos. El novelista tiene un acceso íntimo a los pensamientos secretos de sus personajes que le es negado al historiador, al biógrafo o incluso al psicoanalista. La novela, en consecuencia, nos puede ofrecer modelos más o menos convincentes de cómo y por qué la gente actúa como lo hace. La posmodernidad y el posestructuralismo han deconstruido pero no derribado las ideas cristianas o humanistas del yo en las que se basa ese proyecto: el individuo único, autónomo, responsable de sus propios actos. Seguimos valorando las novelas, especialmente las que pertenecen a la tradición realista clásica, por la luz que arrojan sobre la motivación humana.
La motivación en una novela como Middlemarch es un código de causalidad. Su objetivo es convencernos de que los personajes actúan como actúan no simplemente porque conviene al desarrollo del argumento (aunque suele convenirle, claro está: la mitad del de Middlemarch se derrumbaría si Lydgate no visitara a Rosamond Vincy en el capítulo 31), sino porque una combinación de factores, algunos internos, algunos externos, plausiblemente les empujan a hacerlo. La motivación en la novela realista tiende a estar, en lenguaje freudiano, «sobredeterminada», es decir, cualquier acción dada es el producto de varios impulsos o conflictos derivados de más de un nivel de la personalidad; mientras que en el cuento popular, la épica o las novelas de caballerías una única causa basta para explicar la conducta: el héroe es siempre valiente porque es el héroe, la bruja es siempre malvada porque es una bruja, etc., etc. Lydgate tiene varias razones para visitar a Rosamond Vincy, algunas pragmáticas, otras gratificantes para su ego, otras con las que se engaña a sí mismo, otras subconscientes.
El contexto de este pasaje es el siguiente: Lydgate es un joven médico, dotado de talento y ambición, con un prometedor futuro profesional, cuando llega a la ciudad provincial de Middlemarch a mediados de la década de 1830. Allí conoce a Rosamond Vincy, la atractiva pero más bien superficial hija de un próspero comerciante, y disfruta de su compañía. Para Rosamond, Lydgate es probablemente el mejor partido que va a conocer en toda su vida y pronto se convence de que está enamorada de él. Su tía, Mrs. Bulstrode, advierte a Lydgate que sus atenciones hacia Rosamond pueden ser interpretadas como cortejo. Lydgate, que no desea que las responsabilidades propias del matrimonio dificulten su carrera profesional, deja inmediatamente de visitar a los Vincy. Pero, tras diez días sin aparecer por la casa de éstos, se presenta en ella para dar un recado.
George Eliot no expone los móviles secretos de sus personajes con el irónico desapego de Arnold Bennett en el pasaje que comenté en la sección anterior, sino que lo hace de un modo más especulativo y comprensivo. Por lo menos, se muestra comprensiva con Lydgate. Se ha subrayado muchas veces que es menos tolerante con las mujeres hermosas y egocéntricas como Rosamond. En el párrafo que precede al que he citado, la ansiedad que la ausencia de Lydgate durante diez días provoca en Rosamond es despachada con cierto desdén de la forma que sigue:
Cualquiera que considere diez días un tiempo demasiado breve, no para adelgazar o perder la razón u otros efectos medibles de la pasión, sino para el circuito espiritual de alarmantes conjeturas y desilusión, ignora lo que puede pasar por la mente de una joven durante sus momentos de elegante ocio.
«Elegante ocio» tiene un tono de ácida descalificación que tiende a devaluar la tensión emocional de Rosamond. El análisis de las motivaciones de Lydgate es de un estilo menos expeditivo y más comprensivo.
En vez de declarar sin más que Lydgate descartó otros medios posibles para entregar su mensaje porque quería ver a Rosamond, la voz autorial observa que «estos sencillos métodos no parecieron ocurrírsele, de lo cual podemos deducir que no tenía grandes inconvenientes en pasarse por casa del señor Vincy a una hora en la que éste no estaba en casa, y dejar el recado con la señorita Vincy». Con esta perífrasis, George Eliot imita tanto la manera en que, en la vida real, deducimos las motivaciones a partir del comportamiento, como el modo en que ocultamos nuestros verdaderos móviles, incluso a nosotros mismos. Hay aquí ironía, pero es humorística y piadosa. «Ni siquiera un sabio se sentiría complacido ante el hecho de que nadie le echara de menos» disculpa la vanidad de Lydgate, considerándola un defecto universal. El discurso se desliza entonces hacia el estilo indirecto libre para mostrar cómo Lydgate ensaya mentalmente su conversación con Rosamond: de una manera «elegante», «fácil», «juguetona» le dará a entender su ausencia de intenciones serias en su relación con ella. La última frase del párrafo es autorial y sondea el nivel más profundo de las motivaciones de Lydgate para visitar a Rosamond: le fascina y le halaga la idea de que ella puede haberse enamorado de él, aunque apenas lo reconoce ante sí mismo. La imagen de la red que George Eliot usa para expresar esa idea era una de sus imágenes favoritas, quizá porque sugería la complejidad del entramado de experiencias humanas.
La vanidad y la curiosidad de Lydgate son su perdición. Lo que ocurre es que Rosamond, normalmente tan equilibrada y tan capaz de controlarse, reacciona ante la reaparición súbita, inesperada de Lydgate con una emoción a duras penas contenida, y el encuentro de ambos toma un cariz muy distinto del que él había planeado. Desprevenidos, ambos se encuentran sin querer actuando con una naturalidad, una espontaneidad, que en la sociedad de esa época comportaba terribles consecuencias. Rosamond, en su turbación, deja caer una cadeneta de ganchillo que sostenía entre las manos. Lydgate se agacha para recogerla, y al enderezarse se da cuenta de que de los ojos de ella brotan las lágrimas. «Ese momento de espontaneidad fue el toque sutil de cristalización que convirtió el flirteo en amor», dice la voz narradora. En unos pocos minutos Lydgate está abrazando a Rosamond y se ha convertido en «un hombre comprometido, cuya alma ya no le pertenecía a él sino a la mujer a quien se había atado». «No supo dónde fue a parar la cadeneta». Simbólicamente, la tiene en torno al cuello: su futuro profesional está hipotecado por un matrimonio burgués que le dará poca felicidad y le impedirá realizarse. Es una de las «escenas de amor» más logradas de la literatura inglesa; y su éxito viene dado en parte porque las motivaciones de Lydgate para sucumbir al poderoso atractivo sexual de Rosamond han sido expuestas de modo tan sutil y convincente con antelación.