39.
LA IRONÍA

Su cara, que él contemplaba desde tan cerca que podía ver la pelusa en esas mejillas como frutas, era asombrosamente bella; los ojos oscuros eran exquisitamente brumosos; y podía sentir la secreta lealtad de su alma ascendiendo hacia él. Ella era un poquitín más alta que su amante; pero en cierto modo colgaba de él, con el cuerpo curvado hacia atrás y el pecho apretado contra el suyo, de modo que cuando la miraba a los ojos, en vez de mirar hacia arriba él miraba hacia abajo. Lo prefería así; aunque era perfectamente proporcionado, su estatura era para él un tema delicado. Se le levantaba el ánimo a medida que se despertaban los sentidos. Se disipaban sus temores; empezó a estar muy satisfecho de sí mismo. Era el heredero de doce mil libras y había ganado esa criatura fuera de lo común. Ella era su presa; la agarraba con fuerza, examinando de cerca, con su permiso, su cutis, y con su permiso aplastando las leves sedas que la cubrían. Algo que había en él la había obligado a deponer la modestia en el altar del deseo de su amante. Y el sol brillaba con fuerza. De modo que la besó aún con más ardor y con un levísimo toque de la condescendencia propia de un vencedor; y la ardiente reacción de ella resucitó en todo su esplendor la confianza en sí mismo que él había perdido últimamente.

—No tengo a nadie más que a ti ahora —murmuró ella en una voz que parecía derretirse.

En su ignorancia, creyó que la expresión de ese sentimiento le agradaría. No se daba cuenta de que a un hombre eso suele enfriarle, porque le demuestra que la mujer está pensando en las responsabilidades de él y no en sus privilegios. Ciertamente calmó a Gerald, aunque sin instilarle el sentido de sus responsabilidades. Sonrió vagamente. Para Sophia esa sonrisa era un milagro continuamente renovado; mezclaba una audaz alegría con un esbozo de llamamiento triste de una manera tal que nunca dejaba de hechizarla. Una muchacha menos inocente que Sophia podría haber adivinado a partir de esa sonrisa semifemenina que podía hacer cualquier cosa con Gerald excepto confiar en él. Pero Sophia tenía mucho que aprender.

ARNOLD BENNETT, The old wives’ tale

(El cuento de las comadres) (1908).

En retórica, la ironía consiste en decir lo contrario de lo que uno quiere decir, o en sugerir una interpretación diferente del sentido superficial de las propias palabras. Al contrario que otros tropos —metáfora, símil, metonimia, sinécdoque, etc.— la ironía no se distingue de la afirmación literal por ninguna peculiaridad de la forma verbal. Una afirmación irónica se reconoce como tal en el acto de interpretación. Cuando, por ejemplo, el narrador autorial de Orgullo y prejuicio dice: «Es una verdad universalmente reconocida que un hombre soltero en posesión de una fortuna necesita una mujer», el lector, alertado por la falsa lógica de la proposición sobre los solteros ricos, interpreta la generalización «universal» como un comentario irónico sobre un determinado grupo social cuya idea fija es concertar bodas. La misma regla se aplica a la acción en narrativa. Cuando el lector cae en la cuenta de la disparidad existente entre la realidad de una situación y su comprensión por parte de los personajes, se genera un efecto llamado «ironía dramática». Se ha dicho que todas las novelas tratan esencialmente del paso de la inocencia a la experiencia, del descubrimiento de la realidad subyacente bajo las apariencias. No es de extrañar, pues, que la ironía estilística y dramática sean constantes en ese género literario. La mayor parte de los pasajes que he analizado en este libro podrían haberse colocado bajo el encabezamiento «Ironía».

Arnold Bennett usa dos métodos diferentes en este pasaje de The old wives’ tale para situar la conducta de sus personajes en una perspectiva irónica. Sophia, la hermosa, apasionada pero inmadura hija de un pañero de Potteries, está lo bastante deslumbrada por Gerald Scales, un apuesto viajante de comercio que ha heredado una pequeña fortuna, como para fugarse con él. La escena íntima aquí descrita es la primera que disfrutan en la privacidad de su alojamiento londinense. Lo que debería ser un momento de arrebato erótico y unidad emocional se revela como la unión física de dos personas cuyos pensamientos siguen caminos totalmente divergentes.

Gerald de hecho tiene la intención de seducir a Sophia, aunque llegado el momento le falta la audacia para realizar su plan. Incluso durante esta escena se muestra al principio nervioso y torpe, «al percibir que el ardor de ella estaba sobrepasando al suyo propio». Pero a medida que prosigue el contacto íntimo, va adquiriendo aplomo y autoridad. Hay probablemente un juego de palabras sexual en la frase «se le levantaba el ánimo a medida que se le despertaban los sentidos», puesto que Bennett a menudo aludía de ese modo a las cosas que no se atrevía a describir explícitamente. La excitación sexual de Gerald no tiene nada que ver con el amor, sin embargo, ni siquiera con la lujuria. Es una parte de su vanidad y autoestima. «Algo que había en él la había obligado a deponer la modestia en el altar del deseo de su amante». Lo mismo que la frase anterior, «la secreta lealtad de su alma ascendiendo hacia él», esa florida metáfora se burla del complaciente pensamiento que expresa. El uso de la palabra «altar» comporta una carga irónica suplementaria ya que en ese momento Gerald no tiene la menor intención de llevar al altar a Sophia.

Hasta ese instante, Bennett se mantiene en el punto de vista de Gerald, y usa el tipo de lenguaje apropiado a esa perspectiva, lo que implica un juicio irónico sobre ese personaje. La descripción de su timidez, vanidad y complacencia —tan distintas de lo que debería estar sintiendo en esa situación— y la retórica hinchada, ligeramente absurda, con la que se representa sus emociones a sí mismo, bastan para condenarle a ojos del lector. En el segundo párrafo, sin embargo, Bennett usa la convención del autor omnisciente intrusivo para trasladarse al punto de vista de Sophia y comentar explícitamente sus errores de cálculo, añadiendo más capas de ironía a la situación.

Los pensamientos de Sophia son más honrosos que los de Gerald, pero sus palabras, «No tengo a nadie más que a ti ahora», son en parte calculadas para que él la quiera más. Sin embargo, eso no revela más que su ingenuidad. Cuando la «ardiente» Sophia expresa ese sentimiento en una voz «que parecía derretirse», a Gerald le «enfría» el recordatorio de sus responsabilidades. Responde con una sonrisa vaga, que la enamorada Sophia encuentra encantadora, pero que, según nos asegura el narrador, indica que no es digno de confianza y deja predecir la desilusión futura. La voz autorial, seca, precisa, educada, se hace oír por encima de la «voz interior» de Sophia para exponer la falibilidad de su juicio.

El lector, dueño de informaciones privilegiadas que los participantes en la escena no tienen, mira por encima del hombro del autor a Sophia con piedad y a Gerald con desprecio. En uno de los Cuadernos de notas de Bennett leemos, con cierta sorpresa: «Característica esencial del novelista realmente grande: una compasión universal, como la de Cristo»; su tratamiento de Gerald se queda bastante por debajo de un listón tan alto. Ese tipo de ironía nos deja poco trabajo para la deducción o la interpretación; por el contrario, somos los receptores pasivos de la mundana sabiduría del autor. Si el efecto no parece tan excesivo como podría fácilmente parecer, es porque la agudeza de la observación psicológica de Bennett suscita nuestro respeto, y porque permite a personajes como Sophia «aprender» de sus errores y sobrevivir a ellos.