37.
EL TELÉFONO

Fue al teléfono del vestíbulo:

—Cariño —dijo.

—¿Es usted el señor Last? Tengo aquí un recado de lady Brenda.

—Muy bien, pásemela.

—Ahora no puede ponerse, pero me ha pedido que le dé este recado: que lo siente mucho, pero no puede ir a reunirse con usted esta noche. Está muy cansada y se ha ido a casa a acostarse.

—Dígale que quiero hablar con ella.

—La verdad es que no puedo, se ha ido a la cama. Está muy cansada.

—¿Está muy cansada y se ha ido a la cama?

—Eso es.

—Bueno, pues, quiero hablar con ella.

—Buenas noches —dijo la voz.

—El muchacho está bebido —dijo Beaver, después de colgar.

—¡Huy, Dios mío! Qué mal me siento por él. Pero, ¿qué podía esperarse presentándose así de repente? Tiene que aprender a no hacer visitas por sorpresa.

—¿Se pone así a menudo?

—No, nunca lo había hecho.

Sonó el teléfono.

—¿Crees que será él otra vez? Más vale que responda yo.

—Quiero hablar con lady Brenda Last.

—Tony, cielo, soy yo, Brenda.

—Un maldito imbécil ha dicho que no podía hablar contigo.

—He dejado un recado en el sitio en que estaba cenando. ¿Lo estás pasando bien esta noche?

EVELYN WAUGH, Un puñado de polvo (1934).

Traducción de Carlos Manzano.

El teléfono es un rasgo tan familiar y ubicuo de la vida moderna que olvidamos fácilmente lo muy antinatural que habría parecido, en épocas anteriores, el hecho de hablar y escuchar sin poder ver o tocar. En una conversación normal, cuando los interlocutores están físicamente presentes el uno ante el otro, pueden añadir todo tipo de significados y matices a sus palabras mediante la expresión facial y el lenguaje del cuerpo, o incluso comunicarse exclusivamente por tales medios no verbales (encogiéndose de hombros, apretando la mano del otro, frunciendo las cejas). Hasta el reciente invento del videófono (que se halla todavía en los albores de su desarrollo) tales medios de comunicación no han estado al alcance del usuario del teléfono. Por el mismo motivo, la «ceguera» de la comunicación telefónica se presta al engaño y genera fácilmente confusión, malentendidos y alienación entre los participantes. Es, pues, un instrumento de gran potencial narrativo.

Evelyn Waugh pertenecía a una generación de novelistas —Henry Green, Christopher Isherwood e Ivy Compton-Burnett son otros nombres que se le ocurren a uno— que estaban particularmente interesados por las posibilidades expresivas del diálogo en la ficción. Su obra tiende hacia el efecto que he llamado «permanecer en la superficie» (véase la sección 25): los personajes se revelan, o se traicionan o condenan a sí mismos por lo que dicen, mientras el narrador mantiene un seco distanciamiento, absteniéndose de hacer comentarios morales o análisis psicológicos. No es sorprendente pues que Evelyn Waugh fuera uno de los primeros novelistas ingleses en reconocer la importancia del teléfono en la vida social moderna y su potencial para crear efectos cómicos o dramáticos. Desempeña un gran papel en su segunda novela, Cuerpos viles (1930), un capítulo de la cual consiste enteramente en dos conversaciones telefónicas entre los protagonistas, presentadas sin comentario e incluso sin las coletillas «dijo», «respondió», etc., en el curso de las cuales se rompe su noviazgo y ella anuncia que se ha prometido a su mejor amigo. El lenguaje que usan es banal y está lleno de frases hechas —constantemente están diciendo «bueno» y «ya veo», cuando en realidad nada es bueno y si hay algo que no pueden hacer es verse— y el efecto es a la vez divertido y triste. Lo mismo puede decirse de este pasaje de Un puñado de polvo.

Brenda Last, aburrida de su marido Tony y de la vida en la espantosa mansión de éste, se hace amante de un hombre mundano, un pelagatos sin ningún interés llamado John Beaver. Para ocultar su relación finge tener que pasar con frecuencia varios días seguidos en Londres para seguir un curso de economía. Un día Tony llega por sorpresa a la ciudad y se encuentra con que ella cena fuera. Para consolarse se pone a beber en su club en compañía de un amigo, Jock Grant-Menzies. Al cabo de un rato le llaman al teléfono para darle un recado de parte de Brenda.

El primer efecto de la ceguera del teléfono en el diálogo que se establece a continuación es cómico: el afectuoso saludo de Tony, «cariño», tropieza con una respuesta muy fríamente cortés por parte de una tercera persona no identificada. Tony no parece en condiciones de comprender que esa persona está transmitiendo un mensaje y sigue pidiendo, con obstinación de borracho, hablar con su esposa. Aquí hay tanto un elemento patético como otro cómico, puesto que ese hombre desesperadamente solo anhela realmente comunicarse con su mujer, cada vez más evasiva y ausente, y no se da cuenta de que ella está alejándose de él. El lector da por supuesto que la tercera persona está hablando desde el lugar en el que Brenda ha cenado; es lo que se deduce de «se ha ido a casa acostarse». Pero descubrimos que quien habla es en realidad Beaver, que está con Brenda, posiblemente incluso en su misma cama, aunque por supuesto Tony no lo sabe. «El muchacho está bebido —dijo Beaver después de colgar» es una frase perfecta, aunque parezca sencilla. La revelación de cómo están engañando a Tony es tanto más eficaz cuanto que, tras retrasarla todo lo posible, se nos da como quien no quiere la cosa. Las palabras pronunciadas, que pueden parecer afectuosamente coloquiales en otro contexto, aquí expresan sólo desprecio, indiferencia y una total ausencia de compasión. Benda ciertamente se siente «mal por él», pero en su siguiente frase da la vuelta a la ética normal como un calcetín (un motivo recurrente en la novela), dando a entender que la culpa es suya: «¿qué podía esperarse presentándose así de repente?».

El teléfono vuelve a sonar y Tony vuelve a pedir que le pasen con Brenda. «Tony, cielo, soy yo, Brenda». Comedia y traición se mezclan hábilmente aquí: un nuevo malentendido por parte de Tony, una doble traición por parte de Brenda en el hipócritamente afectuoso «cielo». Resulta ilógico que Tony pida hablar con Brenda porque la está llamando a altas horas de la noche a un apartamento tan pequeño que ni él cabe (duerme en su club); de modo que si alguien descuelga el teléfono ha de ser ella por fuerza. Pero está tan borracho que confunde esta conversación con la que acaba de tener con «un maldito imbécil» que supuestamente le llamaba desde donde Brenda estuvo antes. Por supuesto, ese «error» no es tal. Brenda se da cuenta en seguida y miente: «He dejado un recado en el sitio en que estaba cenando».

En cierto sentido todo diálogo en prosa de ficción es como un diálogo telefónico, porque (al contrario de lo que ocurre en el teatro) tiene que funcionar sin la presencia física de los interlocutores. De hecho, el diálogo está todavía más desnudo en la ficción, puesto que le son negados la entonación, el timbre, tan expresivos en la voz humana. Algunos novelistas intentan compensarlo utilizando frases descriptivas («No —susurró con voz grave»; «¡Sí! —gritó entusiasmada»), pero Waugh ha preferido dejar que el contexto sirva de comentario suficiente a las palabras de sus personajes, animándonos a los lectores a que creemos en nuestra mente sus voces y a que nosotros mismos juzguemos su vanidad, crueldad y pathos.

Mientras escribo esto acaba de salir un libro que puede ser razonablemente calificado como «la Novela Telefónica llevada a sus últimas consecuencias». Se trata de Vox (1992), del escritor norteamericano Nicholson Baker, autor de tres libros previos de un carácter altamente «minimalista». Según la exacta descripción de la contracubierta de la edición británica, Vox es «una novela sobre sexo telefónico». Consiste en una larga conversación telefónica, reproducida enteramente en forma de diálogo aparte de unas pocas coletillas («dijo», etc.), entre un hombre y una mujer cada uno en una costa de Estados Unidos, cuya única relación es la que tienen a través de una línea telefónica de «contactos» para adultos. Intercambian detallada y mutuamente excitante información sobre sus preferencias, fantasías y experiencias sexuales, y finalmente alcanzan orgasmos simultáneos mediante la masturbación. Sería difícil encontrar un ejemplo más eficaz para poner de relieve el carácter antinatural del teléfono como medio de comunicación que el utilizarlo como instrumento de excitación y alivio sexuales, pues impide lo que normalmente se considera esencial para el acto sexual: el contacto físico y la penetración. Inversamente, podríamos decir que el sexo telefónico es el ejemplo más claro de la perversidad de la masturbación. No es de extrañar que Vox haya resultado ser una novela polémica que ha provocado reacciones opuestas. ¿Es una obra de pornografía para elites, o una devastadora acusación contra la esterilidad de las relaciones sexuales en la era del sida, o una celebración optimista de la capacidad de los seres humanos para alcanzar un inofensivo placer mediante la cooperación? Al escribir la novela en forma de diálogo, el autor ha dejado completamente en manos del lector la tarea de contestar a esta pregunta, aunque no, claro está, la responsabilidad por haberla planteado.