Wilson se sentó en el balcón del Hotel Bedford; apoyó sus rodillas rosadas, al aire, contra la baranda de hierro. Era domingo, y la campana de la catedral llamaba a maitines. Del otro lado de Bond Street, frente a las ventanas del Colegio Secundario, estaban sentadas las jóvenes negras, con sus camisas de sarga azul oscuro, sumidas en la interminable tarea de rizar sus cabellos de alambre. Wilson se acarició el incipiente bigote, pensativo, mientras esperaba su ginebra con bíter.
Sentado frente a Bond Street, miraba hacia el mar. Su palidez, y su falta de interés en las colegialas sentadas del otro lado de la calle, demostraban que no hacía mucho tiempo que había emergido del océano, y desembarcado. Parecía la aguja retrasada del barómetro, que sigue marcando tiempo Bueno cuando su compañera ha pasado a marcar Tormentoso. Por la calle pasaban los empleados negros, camino a la iglesia; sus mujeres, vestidas con brillantes atavíos vespertinos de color azul y cereza, no despertaban en Wilson la menor atención. Estaba solo en el balcón, excepto un hindú barbudo con turbante, que ya había tratado de adivinarle el porvenir; esta no era hora de blancos: todos estaban en la playa, a cinco millas del hotel; pero Wilson no tenía automóvil. Se sentía casi insoportablemente solitario. A ambos lados de la escuela, los techos de hojalata descendían hacia el mar; sobre su cabeza, cada vez que se posaba un buitre, el cinc crujía y repiqueteaba.
GRAHAM GREENE, El revés de la trama (1948).
Traducción de J. R. Wilcock.
El imperialismo y todo lo que conlleva desencadenaron una extraordinaria oleada de viajes, exploraciones y migraciones en el mundo entero, en la cual los escritores, o aquellos que iban a serlo andando el tiempo, fueron atrapados inevitablemente. Una de las consecuencias de ello fue que muchas novelas de los últimos ciento cincuenta años, especialmente las británicas, se desarrollan en escenarios exóticos. Cuando digo «exótico» quiero decir extranjero, pero no necesariamente sofisticado o atrayente. De hecho, Graham Greene se especializó en entornos extranjeros poco atractivos, o para usar su propio epíteto favorito, «sórdidos», para sus novelas. Se ha dicho que todas ellas se sitúan en un país mental llamado Greenelandia. Ciertamente, tienen un aire de familia, una similitud atmosférica (en sus cielos, por ejemplo, es más probable encontrar buitres que palomas o incluso gorriones), pero ello no hace justicia a la especificidad de sus decorados.
Lo exótico en narrativa es la mediación entre «el extranjero» y un público que se supone que es «de casa». Joseph Conrad, cuya obra está inextricablemente unida a la época del imperialismo (era un emigrado polaco que se integró en la marina mercante británica y observó el funcionamiento del Imperio Británico, y de sus rivales, en muchos lugares remotos del planeta), lo entendió muy bien. Al comienzo del Corazón de las tinieblas, su clásico estudio de los tremendos efectos de la colonización belga del Congo africano, tanto sobre los habitantes indígenas como sobre los europeos que la llevaron a cabo, Conrad enmarca su historia mediante un narrador, Marlow, que la cuenta a un grupo de compañeros suyos en el bergantín amarrado en el estuario del río Támesis. «Y también este —dijo de pronto Marlow— debió ser uno de los lugares más siniestros de la tierra». Marlow continúa imaginando qué aspecto habrían presentado las orillas del Támesis vistas desde una trirreme romana dos milenios atrás:
Bancos de arena, marismas, bosques, salvajes. Sin los alimentos a los que acostumbraba un hombre civilizado, sin otra cosa para beber que el agua del Támesis… De cuando en cuando, un campamento militar perdido en los bosques, como una aguja en un pajar. Frío, niebla, bruma, tempestades, enfermedades, exilio, la muerte acechando siempre tras los matorrales, en el agua, en el aire.
(Traducción de Enrique Campbell.)
Es el anverso de la historia principal, en la que un inglés sale de una Europa ajetreada, moderna, «progresista» para afrontar los peligros y privaciones del África más oscura, y nos prepara para el cuestionamiento radical que efectúa la novela de los estereotipos de lo «salvaje» y lo «civilizado» en el relato de la travesía de Marlow Congo arriba.
Graham Greene expresó varias veces su gran admiración hacia Conrad y confesó que había tenido que dejar de leerlo por miedo a que su estilo le influyera excesivamente. Si el título El revés de la trama, novela basada en el servicio militar que Green hizo en el MI6 (servicio de inteligencia) en Sierra Leona, contiene una alusión, o un guiño de homenaje, al relato africano de Conrad, eso no lo sé; pero el inicio del libro de Greene, como el de Conrad, es particularmente hábil en su manera de manipular, yuxtaponer y contrastar significantes de lo nacional y lo extranjero. Wilson, recién llegado de Inglaterra, es un personaje secundario usado específicamente para introducir al lector en el exótico escenario. (Una vez conseguido esto, el punto de vista de la narración se traslada al protagonista, Scobie, un oficial de policía que lleva mucho tiempo viviendo en el país.) Con gran astucia, Greene se abstiene de informarnos inmediatamente de dónde estamos (Freetown): nos obliga a deducirlo y nos dificulta la tarea sembrando algunas pistas que inducen a confusión. El Hotel Bedford, Bond Street, la campana de la catedral llamando a maitines, el Instituto de Enseñanza Media, todo ello suena a ciudad inglesa. En el primer párrafo sólo las referencias a las rodillas al aire de Wilson (lo que implica que lleva pantalón corto) y las jóvenes negras dan a entender que el lugar puede ser África tropical. El hecho de que tardemos en captarlo demuestra hasta qué punto el colonialismo tiende a imponer su propia cultura por encima de la indígena, en parte para dominarla ideológicamente y en parte para mitigar su propia nostalgia. Hay ironía y pathos también en la predisposición de los colonizados a colaborar en el proceso: las niñas africanas con sus camisas de sarga al estilo inglés intentando en vano rizarse el pelo, los oficinistas negros y sus mujeres asistiendo concienzudamente al servicio religioso anglicano. Tendemos a considerar El revés de la trama principalmente como una novela sobre las consecuencias morales de la fe religiosa, pero es casi igualmente importante lo que nos dice sobre el colonialismo.
Como dije más arriba (en la sección 14), la descripción en la ficción es necesariamente selectiva y se basa en gran parte en el recurso retórico llamado sinécdoque, que consiste en tomar la parte por el todo. Wilson es evocado a través de sus rodillas, su palidez y su bigote, las muchachas africanas por sus camisas de sarga y su pelo como alambre, el Hotel Bedford por su baranda de hierro forjado y su tejado de cinc, y así sucesivamente. Esos detalles de la escena constituyen una ínfima proporción de todos los que podrían haberse registrado. Hay una sola expresión abiertamente metafórica: el símil del barómetro, que de hecho resulta un poco forzado, con ese juego de palabras en torno a fair (‘bueno’, si se trata del tiempo; pero también ‘rubio’ o ‘de piel clara’) para mantener la antítesis entre blanco y negro que recorre todo el pasaje. Pero algunos de los epítetos aplicados a los detalles literales de la escena generan connotaciones y referencias cruzadas que son casi metafóricas. Bald (literalmente ‘calvo’, aquí traducido por ‘al aire’), que suele aplicarse sólo a la cabeza, subraya la ausencia de vello en las rodillas de Wilson, y young (‘joven’, aquí traducido por ‘incipiente’), normalmente aplicado a la persona como un todo, se refiere en este caso al bigote, más bien ralo, en contraste con la abundancia del pelo de las muchachas africanas. Aquí hay tanto equivalencia como diferencia. La manera como Wilson apoya las rodillas contra la baranda simboliza el carácter reprimido de su mentalidad, propia del colegio privado en el que estudió y del funcionariado británico al que pertenece, y todavía intacto, como indica su falta de interés sexual (dos veces registrado) por las mujeres africanas. Los esfuerzos de las chicas para domeñar su pelo enmarañado son un símbolo todavía más evidente de lo natural subordinado a lo cultural. El uso del pelo como un significante étnico continúa en el párrafo siguiente con el hindú barbudo y con turbante.
Aunque la escena está descrita desde la posición espacial y temporal de Wilson, no está narrada desde su punto de vista subjetivo, hasta que llegamos a la frase: «Se sentía casi insoportablemente solitario». Antes de eso, Wilson es uno más de los objetos que componen la escena, descrita por un narrador omnisciente pero impersonal, que sabe cosas que Wilson no sabe, ve cosas que Wilson no percibe, y establece relaciones irónicas entre ellas, que Wilson, esperando su ginebra con bíter, con la cabeza en otra parte (en su casa, sin duda), es incapaz de apreciar.