—Es de Mrs. Johnson, una amiga de mi tía. Me comunica que mi tía murió anteayer—. Hizo una pausa y después prosiguió: —El funeral será mañana. ¿Cree que podré tomarme el día libre?
—Por supuesto, ya lo arreglaremos.
—Gracias, Mr. Stevens. Ahora, discúlpeme, pero preferiría estar unos momentos sola.
—No faltaría más, Miss Kenton.
Me dirigí hacia la puerta y, en cuanto puse los pies fuera, me di cuenta de que no le había dado el pésame. Pensé en el duro golpe que supondría para Miss Kenton aquella noticia, puesto que, a todos los efectos, su tía había sido para ella como una madre. Así que me detuve cuando aún iba por el pasillo, dudando si debía volver, llamar a su puerta y rectificar mi descuido. Se me ocurrió, no obstante, que si entraba podía interrumpirla en un momento embarazoso. Era muy posible que Miss Kenton estuviese llorando en aquel mismo instante, a unos metros de mí. Sólo pensarlo me causó una sensación extraña. Me quedé un rato parado en medio del pasillo, y finalmente juzgué que era más apropiado esperar y expresar en otra ocasión mi condolencia. Seguí, pues, mi camino.
KAZUO ISHIGURO, Lo que queda del día (1989).
Traducción de Ángel Luis Hernández Francés.
Los narradores indignos de confianza son invariablemente personajes inventados que forman parte de las historias que cuentan. Un narrador «omnisciente» indigno de confianza es casi una contradicción en los términos, y sólo podría darse en un texto muy heterodoxo y experimental. Incluso un personaje-narrador no puede ser digno de confianza al cien por cien. Si todo lo que dice es palpablemente falso, eso sólo confirma lo que ya sabíamos: que una novela es una obra de ficción. Tiene que haber alguna posibilidad de discriminar entre la verdad y la falsedad en el interior del imaginario mundo de la novela, como lo hay en el mundo real, para que la historia suscite nuestro interés.
Un narrador poco fiable sirve precisamente para revelar de una manera interesante la distancia que media entre la apariencia y la realidad, y para mostrar cómo los seres humanos distorsionan o esconden ésta. No se trata necesariamente de una intención consciente o maliciosa por su parte. El narrador de la novela de Kazuo Ishiguro no es un hombre malvado, pero su vida se ha basado en la supresión y evasión de la verdad, sobre sí mismo y sobre los demás. Su relato es una especie de confesión, pero está infestada de retorcidas justificaciones de su propia conducta y alegatos en defensa propia y sólo al final consigue entenderse a sí mismo, demasiado tarde para que le sirva de algo.
La historia-marco se sitúa en 1956. El narrador es Stevens, el mayordomo, ya mayor, de una mansión inglesa, antaño la finca de Lord Darlington, ahora propiedad de un rico norteamericano. Aceptando la sugerencia de su nuevo jefe, Stevens se toma unas cortas vacaciones en el oeste del país. Su motivación privada para hacerlo es reanudar el contacto con Miss Kenton, ama de llaves en Darlington Hall en la época de entreguerras, que fue el momento de esplendor de la mansión y de Lord Darlington, el cual organizaba en su casa encuentros oficiosos entre políticos de alto nivel para discutir la crisis europea. Stevens tiene la esperanza de convencer a Miss Kenton (sigue llamándola así, aunque ella se ha casado) para que, saliendo de su reclusión, ayude a resolver una crisis de personal en Darlington Hall. Mientras viaja, recuerda el pasado.
Stevens habla, o escribe, en un estilo quisquillosamente preciso y estirado; en una palabra, en una jerga de mayordomo. Objetivamente considerado, ese estilo no tiene el menor mérito literario. Carece por completo de ingenio, sensualidad y originalidad. Su eficacia como vehículo para esta novela reside precisamente en nuestra creciente percepción de su falta de sintonía con lo que describe. Progresivamente vamos deduciendo que Lord Darlington era un aprendiz de diplomático de lo más chapucero, que creía posible apaciguar a Hitler y que colaboró con el fascismo y el antisemitismo. Stevens nunca se ha admitido a sí mismo o a otros que los acontecimientos posteriores desacreditaron totalmente a Darlington, un hombre por lo demás débil y poco simpático, y se enorgullece del impecable servicio que le prestó.
La misma mística del criado perfecto le hizo incapaz de reconocer como tal el amor que Miss Kenton estaba dispuesta a ofrecerle cuando trabajaron juntos y le impidió corresponderla. Pero un recuerdo vago, fuertemente reprimido, de su actitud hacia ella se abre paso gradualmente en el curso del relato, y nos damos cuenta de que su verdadero motivo para ir a buscarla es una vana esperanza de deshacer el pasado.
En repetidas ocasiones, Stevens da una visión favorable de sí mismo que se revela como incompleta o engañosa. Tras haber entregado a Miss Kenton una carta comunicándole la muerte de su tía, se da cuenta de que «en realidad» no le ha dado el pésame. Su vacilación sobre si debe o no dar media vuelta casi nos distrae de esa omisión extraordinariamente burda de cualquier expresión de condolencia en el diálogo que antecede. Su preocupación por no interrumpirla en un momento de dolor parece manifestar una personalidad sensible, pero de hecho cuando encuentra otra «oportunidad para expresarle mi condolencia» no es eso lo que hace, sino que critica con crueldad su trabajo, concretamente la supervisión de dos nuevas doncellas. Cosa característica de él, no tiene una palabra más expresiva que «extraño» para el sentimiento que experimenta al pensar que Miss Kenton puede estar llorando al otro lado de la puerta. Puede sorprendernos que sospeche que es eso lo que está haciendo justo después de haber observado con agrado la calma con que ella ha recibido la noticia. De hecho, varias páginas más tarde confiesa que su memoria ha confundido dos episodios:
No obstante, no estoy muy seguro de las circunstancias que me indujeron a permanecer de pie en aquel pasillo. Ahora me parece que en otras ocasiones en que he intentado ordenar estos recuerdos, he situado este momento justo después de que Miss Kenton recibiese la noticia de la muerte de su tía… pero ahora, tras pensarlo mejor, creo que me confundí, ya que en realidad este recuerdo refleja lo sucedido otra noche, varios meses antes de la muerte de la tía de Miss Kenton…
Fue, de hecho, cierta noche en que él la humilló rechazando fríamente su tímido pero nada ambiguo ofrecimiento de amor: por eso era por lo que ella estaba llorando detrás de la puerta. Pero Stevens, con una actitud típica de él, asocia la ocasión no con el episodio privado, íntimo, sino con una de las «conferencias internacionales» más sonadas de Lord Darlington. Los temas de la mala fe política y la esterilidad emocional se entrelazan sutilmente en la triste historia de la vida malgastada de Stevens.
Es interesante comparar y contrastar la novela de Ishiguro con otra hazaña de virtuosismo en el uso del narrador indigno de confianza: Pálido fuego de Vladimir Nabokov. Esa novela adopta la forma poco habitual de un largo poema compuesto por un imaginario poeta norteamericano llamado John Shade, más el detallado comentario del mismo a cargo de un erudito europeo, un exiliado político, vecino de Shade, llamado Charles Kinbote. El poema es una obra autobiográfica centrada en el trágico suicidio de la hija del poeta. El mismo Shade, deducimos, acababa de ser asesinado cuando el manuscrito del poema llegó a manos de Kinbote. Pronto nos damos cuenta de que Kinbote está loco: se cree el rey exiliado de un país imaginario que recuerda la Rusia prerrevolucionaria. Se ha convencido a sí mismo de que Shade estaba escribiendo un poema sobre su historia (la de Kinbote) y de que fue liquidado por error por un asesino que le tenía que haber matado a él. El propósito de su comentario es dejar constancia de su propia y extravagante interpretación de los hechos. Uno de los placeres de su lectura consiste en discernir, basándose en el relato «fidedigno» contenido en el poema de Shade, hasta dónde llega el autoengaño de Kinbote. Comparado con Lo que queda del día, Pálido fuego es de una comicidad exuberante a expensas del narrador indigno de confianza. El efecto, sin embargo, no es totalmente negativo. La evocación que hace Kinbote de su amado reino, Zembla, es vívida, seductora, inolvidable. Nabokov ha traspasado a su personaje algo de su propia elocuencia y mucho de su propia y punzante nostalgia de su país natal. La novela de Ishiguro, por el contrario, acepta las limitaciones de un narrador totalmente desprovisto de elocuencia. Si hubiera sido digno de confianza, el efecto habría sido, claro está, de un inaguantable aburrimiento.