33.
CASUALIDADES

En el acto les tomó por dos personas muy felices: un joven en mangas de camisa, una mujer también joven, elegante y hermosa, que llegaban desenvueltamente de cualquier parte y que, encantados con la zona, se habían percatado de lo que aquel particular retiro podía prodigarles. El aire condensaba otras intimaciones a medida que se acercaban; la intimación de que tenían experiencia, conocimiento y soltura: que aquella no era, en modo alguno, la primera vez. Sabían cómo desenvolverse, intuía vagamente, y esto no hacía sino darles un talante más idílico; aunque en aquel preciso momento la embarcación parecía estar a merced de la corriente, el remero no parecía preocupado. Por entonces, sin embargo, se encontraban ya mucho más cerca: lo bastante cerca para que Strether imaginara que la dama de popa, por la razón que fuere, se había dado cuenta de que él les estaba observando. Había hecho ella la indicación oportuna, pero su compañero no se había vuelto; era, a decir verdad, casi como si nuestro amigo hubiera oído a la mujer recomendar al compañero que no se girase. Había comprendido la mujer alguna cosa a cuyo imperio se había amortiguado la marcha y siguió amortiguándose mientras los ocupantes permanecían inmóviles. Fue un hecho repentino y veloz, tan veloz que la percepción de Strether no se dio, sino con un segundo de diferencia, al mismo tiempo que su sobresalto. Antes de que finalizara aquel intenso minuto había comprendido también algo: él conocía a la dama cuya sombrilla, inclinada como con ánimo de ocultar el rostro, ponía su detalle rosa en el hermoso escenario. Era demasiado extraordinario, una posibilidad entre un millón; pero, puesto que conocía a la dama, el caballero, que todavía le daba la espalda, el caballero, galán sin chaqueta del idilio, que había respondido a la prevención femenina, no era, en correspondencia con la asombrosa coincidencia, otro que Chad.

HENRY JAMES, Los embajadores (1903).

Traducción de Antonio-Prometeo Moya.

Cuando se escribe narrativa, hay siempre un forcejeo entre por una parte la aspiración a la estructura, el dibujo claro, el esquema cerrado, y por otra la imitación de todo lo que la vida tiene de azaroso, incongruente y abierto. La casualidad, que en la vida real nos sorprende con simetrías que no esperamos encontrar en ella, es en la ficción un recurso estructural demasiado obvio y confiar excesivamente en ella puede poner en peligro la verosimilitud del relato. Claro está que se considera más o menos aceptable según las épocas. Brian Inglis observa en su ensayo Coincidence que «los novelistas… suministran una inestimable guía para conocer las actitudes de sus contemporáneos respecto a la casualidad, según la manera como la explotan en sus libros».

La ingeniosa frase de Lord David Cecil según la cual Charlotte Brontë «estiró la larga mano de la coincidencia hasta el punto de la dislocación» podría aplicarse a la mayoría de los grandes novelistas victorianos, que en sus historias, largas y fuertemente moralistas, trenzaban varios argumentos protagonizados por gente de niveles sociales muy alejados entre sí. El uso de las coincidencias permitía establecer relaciones intrigantes e instructivas entre personas que normalmente ni siquiera se habrían conocido. Ello estaba a menudo ligado al tema de la Némesis, es decir la idea, cara al corazón victoriano, de que las malas acciones siempre terminan por saberse. Henry James estaba quizá apuntando a la misma moraleja en el encuentro casual que constituye el clímax de Los embajadores, pero aquí —rasgo típicamente moderno— el chasco se lo lleva no sólo la parte culpable, sino también la parte inocente.

El protagonista de la historia, Lambert Strether, es un amable solterón norteamericano de cierta edad, enviado a París por su temible protectora, Mrs. Newson, para comprobar si son ciertos los rumores de que el hijo de ésta, Chad, está haciendo de las suyas con una francesa, y para hacer que regrese a ocuparse del negocio familiar. Strether, encantado con París, con Chad —que ha ganado mucho desde que vive en Francia— y con su aristocrática amiga Madame de Vionnet, y confiando en la afirmación del joven de que su relación con ella es del todo inocente, se pone del lado del muchacho en la escaramuza familiar, no sin cierto coste para sus propios intereses. Entonces, durante una excursión solitaria por la campiña francesa, se detiene en una posada junto al río y allí se tropieza de manos a boca con Chad y Madame de Vionnet, que llegan juntos y solos a la misma posada por el río, en una barca de remos. Para Strether, darse cuenta de que son, a fin de cuentas, amantes, es una amarga y humillante desilusión. La cultura europea cuya belleza, estilo y elegancia admira él con tanto entusiasmo, adolece —descubre Strether en ese momento— de duplicidad moral, lo que confirma los prejuicios de la puritana y filistea Nueva Inglaterra.

Este desenlace se sustenta en la casualidad, «una posibilidad entre un millón», como el texto mismo declara audazmente. Si no parece forzado, al leerlo, es en parte porque es prácticamente la única sorpresa en todo el argumento (con lo que James ha ido acumulando en la mente de sus lectores una gran reserva de credibilidad), y en parte porque la magistral narración del acontecimiento desde el punto de vista de Strether hace que lo vivamos, en vez de simplemente recibir la noticia del mismo. Las percepciones de Strether pasan por tres estadios, que son presentados, por así decirlo, a cámara lenta. Primero compartimos su benévola observación de la pareja en la barca dando por supuesto que son desconocidos, cuya aparición completa felizmente la idílica escena que está contemplando. Construye una pequeña narración a su alrededor, deduciendo de su conducta que tienen «experiencia, conocimiento y soltura: que aquella no era, en modo alguno, la primera vez» que hacen una excursión campestre (lo que significa que, al identificarlos como Chad y Madame de Vionnet, tiene que afrontar la desagradable evidencia de que no es «en modo alguno la primera vez» que son amantes, sino que gozan de «experiencia, conocimiento y soltura» y hace tiempo que le están engañando). En el segundo estadio percibe varios cambios desconcertantes en el comportamiento de la pareja: la barca amortigua su marcha, el caballero deja de remar, aparentemente por indicación de la dama, que ha percibido la presencia de Strether. (Madame de Vionnet se está preguntando si están a tiempo de retroceder sin ser reconocidos.) Luego, en la tercera y última fase, Strether se da cuenta de que «conocía a la dama cuya sombrilla, inclinada como con ánimo de ocultar el rostro, ponía su detalle rosa en el hermoso escenario». Incluso ahora la mente de Strether aún se agarra a la idea del idilio estético; del mismo modo que, al registrar la presencia de Chad, intenta ocultarse a sí mismo el chasco que acaba de llevarse mediante una vacua comedia de complacida sorpresa. Habiendo descrito el encuentro tan vívidamente, James puede arriesgarse en el siguiente párrafo a calificarlo de «tan extraño como la ficción, como la farsa».

La frecuencia de la casualidad en los argumentos narrativos varía según el género tanto como según la época y depende de hasta qué punto el escritor siente que puede hacerla «colar». Para citar mi propia experiencia, me sentí mucho menos inhibido a la hora de explotar la casualidad en El mundo es un pañuelo (cuyo mismo título ya la anuncia de entrada) que, digamos, en ¡Buen trabajo! El mundo es un pañuelo es una novela cómica y el público del género cómico aceptará una casualidad improbable por la diversión que genera. Asociando la casualidad con la «farsa», James estaba pensando sin duda en las comedias de vodevil francesas de fines de siglo, debidas a escritores como Georges Feydeau, y que giran todas ellas en torno a situaciones sexualmente comprometedoras, y El mundo es un pañuelo pertenece a esa tradición. Es también una novela que imita conscientemente los intrincados argumentos de las novelas de caballerías, de modo que hay una justificación intertextual, también, para la multiplicidad de casualidades que se dan en la historia. Uno de los ejemplos más flagrantes lo protagoniza Cheryl Summerbee, una empleada de una compañía aérea en el aeropuerto de Heathrow que atiende a un improbable número de personajes de la novela en el curso de la acción. En una fase avanzada de la persecución de la protagonista femenina, Angelica, por el protagonista masculino, Persse McGarrigle, aquélla deja a éste un mensaje en el tablón de anuncios destinado a las peticiones de caridad de la capilla de Heathrow, mensaje cifrado con una referencia a cierta estrofa de La reina de las hadas de Spenser. Habiendo registrado en vano todas las librerías del aeropuerto buscando una edición de bolsillo de esa obra, Persse está a punto de volver a Londres cuando Cheryl, que atiende un mostrador de información, saca exactamente ese libro de debajo del mostrador. Resulta que ha sustituido las novelas rosa que suele leer por esa obra porque ha recibido una conferencia sobre la naturaleza de las auténticas historias de amor literarias de la incansablemente pedagógica Angelica, que acaba de embarcar para Ginebra. Así Persse obtiene tanto el medio de descifrar el mensaje como información sobre el paradero de Angelica. Todo ello es altamente inverosímil, pero me pareció que a esas alturas de la novela casi podía pensarse que cuantas más casualidades más nos reiríamos todos, a condición de no desafiar el sentido común, y la idea de alguien que quiere información sobre un poema clásico renacentista y que la obtiene del mostrador de Información de una compañía aérea era tan picante que el público estaría dispuesto a dejar la incredulidad en suspenso.

¡Buen trabajo! tiene sus elementos cómicos e intertextuales, pero es una novela más seria y realista, y yo era consciente de que la casualidad como recurso argumental debía ser usada con más parquedad, disfrazándola o justificándola con mayor cuidado. No soy yo quien debe juzgar si lo conseguí, pero daré un ejemplo de lo que quiero decir. En la cuarta parte de la novela el protagonista Vic Wilcox está haciendo un discurso a una reunión de trabajadores de su empresa cuando le interrumpe un Kissogram («besograma»), entregado por una chica vestida sólo con ropa interior, que le canta un mensaje burlón. Se trata de una broma pesada perpetrada por el director comercial, descontento con él. La reunión está a punto de irse al traste cuando la protagonista, Robyn Penrose, acude en su ayuda. La chica obedece inmediatamente la orden de Robyn de que desaparezca porque es una de sus alumnas, Marion Russell. Esto es una coincidencia, claro está. Si funciona en términos narrativos es porque se han ido dando, previamente, en el texto ciertos indicios de que Marion podría estar haciendo ese tipo de trabajo, no tantos como para que el lector adivine que la chica del «besograma» es Marion en cuanto aparece, pero sí suficientes como para que retrospectivamente se entienda. Así, el escepticismo sobre una casualidad es, o eso espero, desactivado porque se resuelve satisfactoriamente un enigma planteado con anterioridad (¿cuál es el empleo a tiempo parcial de Marion?) y también porque se hace hincapié en la eficaz intervención de Robyn más que en su percepción de la casualidad.