29.
IMAGINAR EL FUTURO

Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece. Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.

El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus treinta y nueve años y una úlcera de varices por encima del tobillo derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo, frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le siguen a uno adonde quiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA, decían las palabras al pie.

Dentro del piso una voz llena leía una lista de números que tenían algo que ver con la producción de lingotes de hierro. La voz salía de una placa oblonga de metal, una especie de espejo empañado, que formaba parte de la superficie de la pared situada a la derecha. Winston hizo funcionar su regulador y la voz disminuyó de volumen aunque las palabras seguían distinguiéndose. El instrumento (llamado telepantalla) podía ser amortiguado, pero no había manera de cerrarlo del todo.

GEORGE ORWELL, 1984 (1949).

Traducción de Rafael Vázquez Zamora.

Sólo superficialmente es una paradoja que la mayoría de las novelas sobre el futuro estén narradas en pasado. A very private life (Una vida muy privada) (1968) de Michael Frayn empieza usando el futuro como tiempo verbal («Habrá una vez una niñita llamada Uncumber»), pero no puede mantenerlo mucho tiempo y pronto pasa al presente. Para entrar en el mundo imaginario de una novela tenemos que orientarnos en el espacio y en el tiempo con los personajes, y el uso del futuro lo hace imposible. El pretérito es el tiempo «natural» de la narrativa; incluso el uso del presente es hasta cierto punto paradójico, ya que cualquier cosa que ha sido escrita tiene que haber sucedido ya.

Naturalmente, para nosotros, hoy en día, 1984 ha sucedido ya. Pero cuando Orwell escribió la novela estaba imaginando el futuro y para que tenga sentido tenemos que leerla como una novela, no histórica, sino profética. Usó el pretérito como tiempo verbal para conferir a su descripción del futuro una apariencia novelística de realidad. Al situar su historia sólo treinta y pico años más tarde del momento en que la escribía, estaba quizá intentando advertir a sus contemporáneos de la inminencia de la tiranía política que temía. Pero hay también un sombrío humor en la ocurrencia de invertir, en el título de la novela, la fecha en que la terminó (1948). Orwell usó muchos rasgos reconocibles de la «época de la austeridad» de la posguerra en Gran Bretaña, así como noticias sobre la vida en la Europa del Este, para crear la deprimente atmósfera de Londres en 1984: grisura, penuria, ruinas. La ciencia ficción suele señalarnos las grandes diferencias entre las condiciones materiales presentes y futuras. Orwell dio a entender por el contrario que serían las mismas, en peor.

La primera frase del libro ha suscitado una merecida admiración: «Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece». El truco está en la última palabra, aunque probablemente su efecto es mayor para los lectores que recuerdan una época en que no había relojes digitales ni horarios con veinticuatro horas. Hasta que uno llega a esa última palabra, el discurso suena tranquilizadoramente conocido. Podría ser el principio de una novela «corriente» sobre un día cualquiera en el mundo contemporáneo. Es la anómala palabra «trece» la que nos dice con maravillosa economía que es una experiencia muy distinta la que nos espera. Los relojes, el tiempo, y los cálculos que los acompañan, forman parte de las reglas racionales que nos sirven para ordenar nuestras vidas en el mundo habitual, conocido. Así, «trece» es como el momento de una pesadilla en que algo nos indica que estamos soñando y nos despierta. Pero en este caso la pesadilla no hace más que empezar, y el protagonista, por lo menos, nunca se despierta… de un mundo en el que el poder puede decretar que dos y dos son cinco.

En la siguiente frase sólo los nombres propios parecen sobresalir del discreto realismo del estilo. El nombre que sus padres dieron a Winston Smith, el protagonista, era evidentemente un homenaje a Winston Churchill, líder de la nación en la segunda guerra mundial, y podemos suponer que el edificio en el que vive fue construido poco después del fin de esa guerra. La ironía de esos detalles se hace evidente cuando nos enteramos, más adelante en la novela, que el mundo está enzarzado en continuas guerras intercontinentales, treinta y seis años después. La ráfaga polvorienta que se cuela por entre las puertas de cristal da a entender que las calles y aceras no están muy limpias, y esa nota de suciedad y miseria se hace más aguda en el siguiente párrafo, con las referencias a «legumbres cocidas y esteras viejas», cortes de electricidad y la úlcera de varices de Winston.

La referencia a la «Semana del Odio» y el gran cartel en color con la leyenda EL GRAN HERMANO TE VIGILA son los únicos detalles que llaman la atención en lo que por lo demás podría ser la descripción de un ruinoso bloque de pisos baratos en 1948. Tienen un efecto equivalente al del reloj que da las trece. Son enigmas, que despiertan nuestra curiosidad… y aprensión, pues lo que dan a entender respecto del contexto social no es tranquilizador y estamos ya empezando a identificarnos con Winston Smith en tanto que víctima de esa sociedad. La Semana del Odio y el Gran Hermano están asociados, por contigüidad, con la suciedad y miseria circundantes, incluso con el viento molestísimo del primer párrafo. Los rasgos del Gran Hermano se parecen a los de Stalin, pero también recuerdan un famoso cartel de la primera guerra destinado a reclutar jóvenes, en el que aparecía un militar con grandes bigotes (Lord Kitchener) señalando con el dedo, con la leyenda: «Tu país te necesita». Sólo en el invento del televisor que funciona en dos sentidos (mantiene al espectador bajo observación permanente) usa Orwell la licencia que otorga la ciencia ficción a sus autores para imaginar objetos que no existen en la época en que escriben. Su sofisticación tecnológica parece doblemente siniestra en el entorno lúgubre y mísero de las Casas de la Victoria.

En suma, Orwell imaginó el futuro invocando, modificando y combinando de otra manera imágenes de lo que sus lectores, consciente o inconscientemente, ya sabían. Hasta cierto punto, ese es siempre el caso. La ciencia ficción popular, por ejemplo, es una curiosa mezcla de máquinas inventadas y motivos narrativos arquetípicos procedentes, de forma muy visible, de las leyendas populares, los cuentos de hadas y la Biblia: recicla los mitos de la Creación, la Caída, el Diluvio y el Salvador para una época laica pero aún supersticiosa. El mismo Orwell recoge la historia de Adán y Eva en su tratamiento de la relación amorosa entre Winston y Julia, secretamente controlada y finalmente castigada por el Gran Hermano, pero con un efecto que es lo contrario de tranquilizador, y tan sutilmente que el lector puede no ser consciente de la alusión. En este aspecto como en otros su técnica no se distingue de la de la novela realista tradicional, aunque su propósito era diferente: no reflejar la realidad social contemporánea, sino hacer un retrato estremecedor de un posible futuro.