28.
EL SENTIDO DEL PASADO

La gran mole estaba bastante concurrida aquella mañana. Había pescadores remendando redes y aparejos o preparando las nasas para el cangrejo o la langosta. Había también gente distinguida, forasteros madrugadores y vecinos del lugar que paseaban a la orilla de un mar ya más sereno, aunque todavía agitado. La mujer de mirada penetrante no estaba. Pero Charles no se detuvo a pensar en ella —ni en The Cobb—, y con paso elástico y rápido, muy distinto de su reposado andar ciudadano, se encaminó hacia su destino, por la playa, al pie de los acantilados de Ware Cliffs.

Sin duda, al verle se habrían sonreído, pues iba cuidadosamente equipado para desempeñar su tarea. Llevaba macizas botas claveteadas y polainas de lona en las que se embutían pantalones bombachos de gruesa franela de Norfolk. Completaba su indumentaria una americana ceñida y larguísima, sombrero de lona beige de alas levantadas, un recio bastón que había comprado camino de The Cobb y un voluminoso zurrón cargado de zapapicos, sobres, blocs de notas, cajitas para muestras, azuelos y qué sé yo cuántas cosas más. Nada nos resulta más incomprensible que la meticulosidad de los victorianos. Puede apreciarse en toda su magnitud —y su ridiculez— en los consejos que tan abundantemente daba a los turistas el Baedeker en sus primeras ediciones. Uno se pregunta cuánto placer de descubrir quedaba para ellos. Volviendo al caso de Charles, ¿cómo no se le ocurrió que un traje más ligero sería más cómodo, que no le hacía falta el sombrero y que para andar por una playa sembrada de guijarros redondeados las botas claveteadas eran tan adecuadas como unos patines de hielo?

JOHN FOWLES, La mujer del teniente francés (1969).

Traducción de Ana María de la Fuente.

El primer escritor que usó la novela para evocar un sentido del pasado con convincente especificidad fue Sir Walter Scott, en sus novelas sobre la Escocia de los siglos XVII y XVIII, como Waverley (1814) y El corazón de Midlothian (1816). Eran novelas «históricas» en la medida en que trataban de personajes y acontecimientos históricos; pero también evocaban el pasado en términos de cultura, ideología, modales y moral: describiendo el «estilo de vida» completo de las personas corrientes. Al hacerlo, Walter Scott tuvo un profundo efecto sobre el desarrollo ulterior de la narrativa. Se ha dicho que la novela victoriana era algo así como novela histórica sobre el presente. Muchas de estas novelas (como Middlemarch o La feria de las vanidades) estaban de hecho situadas en el pasado respecto al momento de su composición, es decir que se desarrollaban en la época correspondiente a la infancia y juventud de sus autores, a fin de subrayar los cambios sociales y culturales. Esos efectos pasarán seguramente desapercibidos para el lector moderno. Tómese por ejemplo la frase inicial de La feria de las vanidades:

Una mañana soleada del mes de junio, cuando este siglo tenía poco más de una docena de años, se detuvo frente a la doble puerta exterior de hierro del colegio para señoritas de miss Pinkerton, situado en Chiswick Mall, un amplio coche familiar tirado por dos robustos caballos de atalajes resplandecientes, cuyas riendas llevaba un voluminoso cochero de tricornio y peluca, conduciéndolos a una velocidad de cuatro millas por hora.

(Traducción de Amando Lázaro Ros.)

La época en que Thackeray escribía esto, finales de la década de 1840, nos resulta hoy casi tan lejana como aquella sobre la cual estaba escribiendo, pero el propósito de Thackeray era claramente suscitar en sus lectores una nostalgia humorística y quizá ligeramente condescendiente. Para él y sus lectores la era del ferrocarril separaba los años diez a veinte de los años cuarenta del siglo, y la referencia a la lentitud del coche simboliza el ritmo de vida más tranquilo de aquel entonces. Las descripciones del sombrero y de la peluca del cochero eran también, para los lectores contemporáneos del autor, indicadores cronológicos más precisos que para nosotros.

El pasado reciente ha seguido siendo uno de los temas favoritos de los novelistas hasta hoy. Amigas, de Fay Weldon, es uno de los numerosos ejemplos de ello. Pero hay una gran diferencia entre hacer eso, y escribir sobre la vida un siglo atrás, especialmente cuando dicha vida ya ha sido memorablemente descrita por sus propios contemporáneos. ¿Cómo puede un novelista de finales del siglo XX competir con Charles Dickens o Thomas Hardy en la representación de los hombres y mujeres del siglo XIX? La respuesta, naturalmente, es que no puede. Lo que sí puede hacer es proyectar una perspectiva del siglo XX sobre los comportamientos del XIX, quizá revelando cosas sobre los victorianos que ellos mismos no sabían, o preferían no saber o simplemente daban por descontadas.

Si encontráramos el primer párrafo del extracto de La mujer del teniente francés fuera de contexto, y nos pidieran que dijéramos cuándo fue escrito, nos pondrían en un aprieto. Eso se debe a que se concentra en propiedades «intemporales» de la aldea costera donde se desarrolla, Lyme Regis (los pescadores, sus redes y nasas, los paseantes), y porque está escrito según las convenciones de cierto tipo de realismo narrativo que no ha variado mucho en los últimos doscientos años. La descripción de la escena desde el punto de vista de Charles, que está emprendiendo una expedición en busca de fósiles, recapitula hábilmente la principal cuestión de interés narrativo que hasta ese momento ofrece la novela: la identidad de la misteriosa mujer a la que vio en The Cobb bajo la tormenta. Sólo el uso ligeramente arcaico de la palabra «elástico» nos dejaría adivinar que se trata o de una novela victoriana o de una moderna imitación de ellas.

Sin embargo, el segundo párrafo revela a las claras la distancia temporal entre el autor —y el lector— y la acción de la novela, que se desarrolla en 1867, exactamente cien años antes de que Fowles la escribiera. La indumentaria es uno de los indicadores de época más obvios en la ficción narrativa, y es fácil obtener información sobre la ropa que la gente llevaba en épocas pasadas mediante la investigación histórica, como la que Fowles sin duda realizó. Pero lo que la ropa de Charles, y sus pertrechos, significaban para él y sus contemporáneos (a saber, que era un caballero, que conocía la manera correcta de hacer las cosas) es distinto de lo que significan para nosotros: su carácter excesivo, inconveniente e inapropiado a la actividad para la que se emplean, y lo que ello revela sobre los valores victorianos.

El cambio de perspectiva entre los dos párrafos, entre la recreación imaginativa del pasado en el primero y el abierto reconocimiento de la distancia temporal en el segundo, es característico del método de Fowles en esta novela. El pasaje que he citado continúa:

Bueno, nosotros nos reímos; pero tal vez haya algo admirable en esta disociación entre lo que es más cómodo y lo que todo el mundo recomienda. Una vez más, nos tropezamos con esa discrepancia fundamental entre el siglo pasado y el actual: ¿hemos de aceptar, o no, que nos guíe el sentido del deber?

La palabra «deber» va acompañada de un asterisco, que nos remite a una nota a pie de página, en la que se cita a una auténtica victoriana, la novelista George Eliot, a propósito del deber. Lo que más vivamente nos recuerda que Fowles es un novelista del siglo XX que está escribiendo una novela del siglo XIX es el símil, deliberadamente anacrónico, con que se nos describe el estado mental de Charles cuando finalmente consuma su deseo por la misteriosa Sarah: «Como una ciudad sobre la que acaba de caer, procedente de un cielo sereno, una bomba atómica». Pero poner de manifiesto la distancia entre la fecha de la historia y la fecha de su composición revela inevitablemente no sólo la artificialidad de la ficción histórica, sino la artificialidad de toda ficción. No pasan muchas páginas antes de que Fowles escriba: «La historia que estoy contando es puramente imaginaria. Estos personajes que estoy creando nunca existieron fuera de mi propia mente». La mujer del teniente francés es una novela cuyo tema es la escritura de novelas, tanto como el pasado. Existe una palabra para designar ese tipo de novelas, metaficción, que se analizará a su debido tiempo (véase la sección 45).