26.
MOSTRAR Y EXPLICAR

«Te veo demasiado proclive a las pasiones, hijo mío, y has puesto todos tus afectos de manera tan absoluta en esta joven que, si Dios te pidiera que renunciaras a ella, llevarías esa separación muy a disgusto. Ahora bien, créeme si te digo que todo cristiano debe poner su corazón en las personas o cosas de este mundo de tal manera que cuando la Providencia le prive de ellas, sea capaz de aceptar esa pérdida sin perder el sosiego, tranquila y gustosamente».

En aquel momento alguien entró precipitadamente en la casa e informó a Mr. Adams de que su hijo más pequeño se había ahogado. El vicario permaneció silencioso unos momentos y enseguida empezó a pasearse por la habitación lamentando aquella pérdida, presa de la más amarga aflicción. Joseph, aunque agobiado por las preocupaciones, se repuso lo suficiente como para tratar de consolar al vicario, utilizando para ello muchos de los razonamientos que tanto en público como en privado había hecho Mr. Adams en anteriores ocasiones (porque el vicario era muy enemigo de las pasiones y defendía la necesidad de vencerlas mediante la razón y la gracia), pero el pobre hombre no estaba en condiciones de aprovecharse de sus propios consejos.

—Hijo mío —dijo—, no me pidas imposibles. Si se tratara de cualquier otro de mis hijos habría podido llevarlo con paciencia, pero ¡el más pequeño, mi favorito, el consuelo de mi ancianidad! ¡Pensar que el pobre ha sido arrancado de la vida cuando apenas había entrado en ella! ¡El niño más amable y de mejor carácter; el que nunca ha hecho nada que pudiera ofenderme! Esta misma mañana le he dado la primera lección en Quae Genus. Aquí está el libro con el que empezaba a aprender, ¡pobre niño!, ya no le servirá de nada. Hubiera llegado a ser un sabio y una luminaria de la Iglesia; nunca se han visto juntas tanta inteligencia y tan buenas disposiciones en un chiquillo de tan corta edad.

—Y además era muy guapo —dijo Mrs. Adams, volviendo en sí, después de haber sufrido un desvanecimiento en brazos de Fanny.

—Mi pobre Jacky, ¿no he de volver a verte nunca más? —exclamó el vicario.

—Claro que sí —dijo Joseph—, en un mundo mejor; allí volverá usted a encontrarlo para no separarse jamás de él.

Creo que el vicario no oyó estas palabras, porque no les prestó la menor atención y continuó lamentándose, mientras las lágrimas corrían abundantemente por sus mejillas. Por fin, exclamó:

—¿Dónde está mi pequeñín?—. E iba a salir de la casa cuando, para su gran sorpresa y alegría, que estoy seguro serán compartidas por todos los lectores, encontró a su hijo, que, aunque empapado, estaba vivo y venía corriendo hacia él.

HENRY FIELDING, Joseph Andrews (1742).

Traducción de José Luis López Muñoz.

Cualquier relato oscila constantemente entre mostrarnos lo que ocurrió y explicarnos lo que ocurrió. La manera más pura de mostrar es citar el discurso de los personajes: entonces el lenguaje refleja exactamente el acontecimiento (porque el acontecimiento es lingüístico). La forma más pura de explicar es el resumen autorial, en el que la precisión y abstracción del lenguaje del narrador borran la particularidad e individualidad de los personajes y sus acciones. Una novela escrita completamente en forma de resumen sería, por esa razón, casi ilegible. Pero el resumen tiene su utilidad: puede, por ejemplo, acelerar el ritmo de un relato, haciéndonos pasar rápidamente por encima de acontecimientos poco interesantes… o demasiado interesantes y susceptibles por lo tanto de distraer nuestra atención, si se les concediera mucho espacio. Es fácil examinar este efecto en la obra de Henry Fielding, porque escribía antes de que se descubriera la técnica del estilo indirecto libre, en el que el discurso autorial y el discurso de los personajes se funden (véase la sección 9). En sus novelas la frontera entre esos dos tipos de discurso es clara e inequívoca.

El párroco Abraham Adams es un hombre benévolo, generoso, nada mundano, pero es también un gran personaje cómico —uno de los más memorables en la narrativa inglesa— porque está siempre enzarzado en contradicciones. Hay una perpetua disparidad entre cómo cree él que es el mundo (lleno de personas tan altruistas como él) y cómo es el mundo en realidad (lleno de egoístas y oportunistas); entre lo que predica (un cristianismo más bien austero y dogmático) y lo que practica (bondad humana corriente, instintiva). Ese contraste entre ilusión y realidad (que Fielding tomó, con el debido reconocimiento, del Quijote) le convierte en un hazmerreír constante, pero que inspira simpatía, porque tiene buen corazón, aunque le falte sensatez.

En este extracto, el párroco Adams está amonestando al protagonista, Joseph, sobre la impaciencia de éste por casarse con su novia Fanny, a la que acaba de recobrar tras una larga separación llena de peligros. Adams somete al joven a un largo sermón, previniéndole contra la lujuria y la falta de confianza en la Providencia. Invoca el ejemplo, sacado del Antiguo Testamento, de Abraham, que estaba dispuesto a sacrificar a su hijo Isaac a Dios si éste se lo pedía. Esa homilía es citada literalmente, «mostrada». Y justo cuando Adams acaba de declarar que deberíamos aceptar siempre, serenamente, los sacrificios que Dios nos exige, sus principios son cruelmente puestos a prueba: «En aquel momento alguien entró precipitadamente en la casa e informó a Mr. Adams de que su hijo más pequeño se había ahogado». Es la forma más sucinta de resumen. «Informó» parece una palabra fría y ceremoniosa en el contexto y ni siquiera se nos dice quién es «alguien». Los lamentos del desconsolado padre y los intentos de Joseph de consolarlo son también resumidos, pero el rechazo por parte de Adams de los consejos de Joseph es «mostrado», citado íntegramente: «Hijo mío, no me pidas imposibles», para subrayar la contradicción entre lo que predica y lo que hace.

Fielding está jugando a un juego arriesgado aquí. Por una parte, registramos la contradicción en tanto que cómica confirmación de una característica ya conocida del personaje; por otra parte, no hay nada gracioso en la muerte de un niño. Nuestro impulso de sonreír ante la incoherencia de Abraham Adams, incapaz de estar a la altura de su tocayo bíblico, se ve contenido por el dramatismo de la situación y lo comprensible de su dolor. Dudamos, sin saber cómo reaccionar.

Sin embargo, Fielding ha preparado una forma de resolver este impasse, tan útil para los personajes y el lector. Tras unas pocas frases más de lamentación del párroco y su esposa y vanos intentos de consolarlos por parte de Joseph, Adams descubre que a fin de cuentas su hijo no se ha ahogado. Y no pasa mucho tiempo, claro está, antes de que Adams reanude animosamente su sermón a Joseph sobre la resignación cristiana.

El narrador explica la supervivencia del niño diciendo que «la persona que trajo la triste noticia había pecado de excesiva oficiosidad, ya que, a veces, hay gentes que disfrutan (me parece que sin razones válidas) dando malas noticias; de manera que aquel vecino, al ver caer en el río al hijo del vicario, en lugar de acudir en su ayuda, había ido a informar a su padre del triste final que consideraba inevitable»; pero otra persona le había rescatado. Esa explicación es aceptable en parte porque pertenece a una serie de ejemplos de necedad y malevolencia humanas que recorre toda la novela; y en parte porque llega muy pronto tras el acontecimiento. Si el personaje del mensajero hubiera tenido más consistencia y sus palabras describiendo el incidente hubieran sido reproducidas directamente, todo el ritmo de la escena habría sido más «verídico» y su efecto emotivo muy distinto. Las circunstancias de la muerte del chico habrían adquirido una perturbadora particularidad y el tono cómico de la novela se habría perdido irremisiblemente. Cuando nos enterásemos de que la noticia era falsa podíamos habernos sentido, en tanto que lectores, estafados. Fielding evita esos efectos no deseados mediante un juicioso uso del resumen.