Y hay mucho que hablar.
—¿Por qué la temes? —pregunta Flora, con su enorme peso encima de Howard y sus pechos delante de su cara.
—Pienso —dice Howard— que estamos compitiendo muy cerca uno del otro, en el mismo campo. No es ninguna tontería. Su papel todavía depende demasiado del mío; eso le impide madurar, de modo que se siente obligada a segarme la hierba bajo los pies. A destruirme desde dentro.
—¿Estás cómodo así? —dice Flora—. ¿No te estoy aplastando?
—No —dice Howard.
—¿Destruirte cómo? —pregunta Flora.
—Está decidida a encontrar mi punto flaco —dice Howard—. Quiere convencerse a sí misma de que soy un fantasma, un impostor.
—Tienes un pecho precioso, Howard —dice Flora.
—Y tú también, Flora —dice Howard.
—¿Y eres un fantasma y un impostor? —pregunta Flora.
—No lo creo —dice Howard—, no más que cualquiera. Lo único que pasa es que me apasiona hacer cosas. Introducir algún orden en el caos. Y eso para ella es esnobismo progre.
—Caramba, Howard —dice Flora—, pues es más lista de lo que yo pensaba. ¿Tiene amantes?
—Creo que sí —dice Howard—. ¿Puedes moverte, que me haces daño?
Flora se deja caer en la cama y se queda a su lado, echada; descansan, con la cara hacia arriba, mirando al techo, en el piso de ella, todo blanco:
—¿No lo sabes? —pregunta Flora—. ¿No te has molestado en averiguarlo?
—No —dice Howard.
—Qué poca curiosidad —dice Flora—. Tienes ahí mismo una psicología viva, y no te interesa. No me extraña que ella quiera destruirte.
—Somos partidarios de que cada uno haga lo que le parece —dice Howard.
—Tápate con la sábana —dice Flora—, estás sudando. Así es como se cogen los resfriados. En cualquier caso, seguís juntos.
—Sí, seguimos juntos, pero desconfiamos uno del otro.
—Ah, sí —dice Flora, apoyándose en un costado para mirarle, de tal modo que su gran pecho derecho se aplasta contra el cuerpo de él, y con una expresión perpleja en la cara—, pero ¿no es esa una definición del matrimonio?
MALCOLM BRADBURY, The history man
(El hombre de la historia) (1975).
Dije antes (sección 9) que quizá la novela es la forma más capaz, entre los distintos géneros de literatura narrativa, de representar la subjetividad. Las primeras novelas inglesas —Robinson Crusoe de Defoe, Pamela de Richardson— usaron los diarios y las cartas para retratar los pensamientos íntimos de sus personajes con un realismo sin precedentes; y el subsiguiente desarrollo del género, al menos hasta Joyce y Proust, puede verse en términos de una exploración progresivamente profunda y sutil de la conciencia. Así, cuando un novelista elige permanecer en la superficie del comportamiento humano, registramos la ausencia de profundidad psicológica con asombrada atención, y quizá cierto malestar, aunque no podamos decir inmediatamente por qué.
The history man, de Malcolm Bradbury, es una de esas novelas. Trata de un profesor de sociología que acaba de escribir un libro titulado La derrota de la intimidad, en el que defiende la idea de que «ya no hay fuero interno». Howard Kirk cree que el yo es un concepto burgués desfasado, que los seres humanos individuales son meros manojos de reflejos condicionados; y que la única manera de ser libre es comprender el argumento de la historia (con ayuda de la sociología marxista) y cooperar con ella. Al permanecer en la superficie de la conducta y del entorno, el discurso de la novela imita esa lúgubre y antihumanista filosofía de la vida de tal modo que parece caricaturizarla, pero no ofrece al lector un punto de vista privilegiado para condenarla o dejarla de lado. Aunque la historia está contada principalmente desde el punto de vista de Howard, en el sentido de que está presente en la mayoría de los acontecimientos relatados, la narración no nos permite juzgar sus motivos, pues no penetra en su fuero interno. Lo mismo se aplica a otros personajes, incluyendo los adversarios de Kirk.
La novela consiste en descripciones y diálogos. La descripción se concentra obsesivamente en la superficie de las cosas: la decoración de la casa de los Kirk, la lúgubre y deshumanizada arquitectura del campus, la conducta externa de los profesores y estudiantes en las clases, reuniones y fiestas. El diálogo es presentado de una manera neutra, objetiva, sin interpretación introspectiva por parte de los personajes ni comentarios del narrador, sin variación alguna de las coletillas él/ella pregunta/dice, desprovistas de adverbios, sin siquiera interpolaciones entre las preguntas y respuestas. La falta de profundidad del discurso es subrayada además por el uso casi continuo del presente. El pretérito de la narrativa convencional implica que la historia es conocida —y ha sido evaluada— por el narrador en su totalidad. En esta novela el discurso narrativo, impasible, persigue a los personajes a medida que avanzan, de un momento al siguiente, hacia un desconocido futuro.
El efecto —cómico y escalofriante a la vez— de esta técnica resulta especialmente chocante en las escenas de cama, en las que uno esperaría normalmente una versión interiorizada de las emociones y sensaciones de al menos uno de los participantes. En el pasaje citado aquí, Howard Kirk está en la cama con su colega Flora Benidorm, a quien «le gusta acostarse con hombres que tienen matrimonios difíciles; tienen mucho más tema de conversación, acalorados como están por las complicadas estrategias familiares que constituyen el campo de estudio en el que Flora se ha especializado», y están hablando de la relación de Howard con su esposa Barbara.
La idea de tener relaciones sexuales para poder hablar, especialmente para hablar de los problemas conyugales del amante, es por supuesto cómica en sí misma, como lo es el contraste que aquí vemos entre el contacto íntimo de los cuerpos de los amantes y el abstracto intelectualismo de su conversación. Pero hay algo más que cómica incongruencia en la manera en que el diálogo zigzaguea entre lo físico y lo cerebral, lo trivial y lo solemne. Cuando Howard dice que su mujer quiere convencerse de que él es un fantasma, un impostor, está expresando el tema central de la novela. Flora al principio parece rehuirlo, refugiarse en el eros: «Tienes un pecho precioso, Howard». La respuesta de él, «Y tú también, Flora», nos hace reír, pero ¿de quién nos reímos? A nosotros, lectores, nos toca decidirlo, como hemos de decidir lo que pensamos sobre la otra y más importante cuestión: ¿es Howard un impostor? ¿O es su pasión por «hacer cosas» una forma de integridad, una manifestación de energía en un mundo de entropía moral? Poder ver el fuero interno de los personajes facilitaría las cosas; como no es el caso, tenemos que asumir enteramente la responsabilidad de la interpretación.
Muchos lectores encontraron inquietante la negativa del texto a comentar, a ofrecer pistas claras sobre cómo evaluar a los personajes; pero ello mismo es sin duda el origen de su poder y fascinación. Es interesante a este respecto compararlo con su adaptación televisiva en la BBC. El guión, de Christopher Hampton, era sumamente fiel a la novela, los actores estaban muy bien elegidos y tanto la interpretación como la dirección eran excelentes. Anthony Sher estaba magnífico en el papel de Howard Kirk; pero, en tanto que actor tenía que dar una interpretación a su papel y, cosa quizá inevitable, escogió retratar a su personaje sin ambigüedad alguna, como un despreciable manipulador y explotador de otras personas para sus propios fines. De este modo la versión televisiva asumió gran parte de la carga interpretativa que la novela había depositado firmemente en manos del lector y en esa medida era, aunque sumamente amena, una obra menos interesante. (Hay que decir, también, que al ver las imágenes correspondientes a la escena citada al comienzo de esta sección, la atención de uno se desvió ligeramente del ingenioso diálogo por la visible evidencia del precioso pecho de Flora Benidorm.)