22.
LA NOVELA EXPERIMENTAL

Bridesley, Birmingham.

Las dos. Miles volvían de comer por calles.

—Lo que queremos es avanzar, empujen —dijo capataz a hijo de Mr. Dupret—. Lo que les digo es que adelante.

Miles volvían de comer a las fábricas donde trabajaban.

—Siempre les estoy dando la lata pero me conocen. Saben que les hago de padre y de madre. Si tienen algún problema no tienen más que venir a verme. Y hacen un bonito trabajo, un bonito trabajo. Yo haría lo que fuera por ellos y lo saben.

Ruido de tornos en marcha empezó otra vez en esa fábrica. Cientos iban andando por la carretera, hombres y chicas. Algunos entraron en la fábrica Dupret.

Algunos se habían quedado en la fundición de hierro de esa fábrica a comer. Sentados en torno al brasero en círculo.

—Y yo estaba a la entrada del almacén con la espalda contra la puerta del taller de tuberías con una nariz de cartón y bigotes verdes. Albert dentro reía, venga a reír, se estaba partiendo de risa cuando «Es él» se acerca pero yo ni caso hasta que oigo: «¿No tienes nada mejor que hacer, Gates, que hacer el indio?» y le dice a Albert: «¿Estás esperando a Milligan o qué?». Y fue así tan de pronto que ni me quité la nariz, tan desprevenido me cogió. Me acordaré toda la vida.

HENRY GREEN, Living (Vivir) (1929).

«La novela experimental» fue una expresión acuñada por Zola para establecer cierta equivalencia entre sus novelas de orientación sociológica y la investigación científica del mundo natural, pero semejante comparación no resistiría el menor análisis. Una obra de ficción no es un método serio para demostrar la veracidad o falsedad de cualquier hipótesis sobre la sociedad, y es más útil contemplar el «experimento» en literatura, al igual que en otras artes, como una forma radical de acometer la sempiterna tarea de la «desfamiliarización» (véase la sección 11). Una novela experimental es la que ostensiblemente se desvía de los modos habituales de representar la realidad —ya sea en lo tocante a la organización de la materia narrativa, o en el estilo, o en ambas cosas— para intensificar o modificar nuestra percepción de esa realidad.

La ficción experimental se dio sobre todo en la segunda y tercera décadas del siglo XX, que corresponden al apogeo del modernismo. Dorothy Richardson, James Joyce, Gertrude Stein y Virginia Woolf son sólo unos pocos de los nombres que le vienen a uno a la mente a este respecto. Los experimentos de un escritor, sin embargo, son rápidamente asimilados por otros, que los aplican a sus propios fines, de modo que suele ser difícil atribuir el descubrimiento de una determinada técnica a un solo autor. El comienzo de la novela de Henry Green que hemos citado pertenece —salta a la vista— a esa época. El discurso pasa abruptamente de narración a diálogo y de diálogo a narración, sin transiciones progresivas ni explicaciones que sirvan de eslabón entre una y otro: un método análogo a otras experimentaciones artísticas, quizá directamente influido por ellas, como las composiciones cubistas de Picasso, los cortes de montaje de Eisenstein, los fragmentos «apuntalados contra [sus] ruinas» de T. S. Eliot en La tierra baldía. La fragmentación, la discontinuidad, el montaje, son características omnipresentes del arte experimental de los años veinte.

Pero hay un rasgo de Living que sí fue una innovación original de Henry Green, a saber, la omisión sistemática de los artículos (un, el) del discurso narrativo. No se lleva hasta las últimas consecuencias (en el extracto citado los hombres se sientan «en torno al brasero»), pero es lo bastante frecuente como para llamar poderosamente la atención del lector, reforzando el efecto de otros tipos de condensación más habituales (la omisión de los verbos finitos, por ejemplo, y de sustantivos y adjetivos con un peso sensual o emotivo). Allí donde una prosa narrativa convencionalmente suave, elegante, diría: «Eran las dos. Miles de trabajadores caminaban por las calles, volviendo de comer», o incluso, en un estilo más anticuado: «Miles de obreros industriales con gorras de paño y bufandas caminaban a buen paso por las lúgubres calles después de un apresurado almuerzo», Henry Green escribe: «Las dos. Miles volvían de comer por calles».

Henry Green era el pseudónimo de Henry Yorke, un joven cuya familia era propietaria de una fábrica en Birmingham. Henry se preparaba para convertirse en su director gerente, haciendo prácticas en los varios departamentos, incluidos los de más bajo nivel; adquirió con ello una inestimable comprensión de la naturaleza del trabajo industrial, y un profundo afecto y respeto hacia los hombres y mujeres que se dedicaban a él. Living es una maravillosa celebración, tierna sin sensiblería, de la vida de la clase obrera inglesa en un determinado momento de su historia.

Una de las dificultades a la hora de mostrar verazmente en la ficción la vida de la clase obrera, dificultad que se hace especialmente evidente en las bienintencionadas novelas industriales de la era victoriana, es que la novela es en sí misma una forma literaria propia de la clase media y es fácil que su voz narrativa deje al descubierto los prejuicios de clase a cada frase. Resulta difícil para la novela no parecer condescendiente respecto a la experiencia que describe, cuando presenta el contraste entre el discurso cortés, bien educado y culto del narrador y la manera de hablar, tosca, coloquial o dialectal, de los personajes. Véase por ejemplo cómo Dickens maneja esa escena de Tiempos difíciles en que Stephen Blackpool se niega a participar en una huelga sindical por motivos de conciencia:

El presidente dijo, levantándose:

—Esteban Blackpool, piénsalo bien otra vez. Piénsalo bien otra vez, muchacho, antes que todos nuestros amigos te den de lado.

Hubo un murmullo general en apoyo de aquellas palabras, aunque nadie articuló claramente una sola. Todas las miradas estaban fijas en Esteban. Si éste se volviese atrás de su resolución, les habría quitado un peso de sus almas. Miró a su alrededor, y lo comprendió. En el corazón de Esteban no había ni un adarme de enojo contra ellos. Los conocía muy por debajo de sus debilidades y errores superficiales, como sólo podía conocerlos un compañero de trabajo.

—Lo he pensado ya, y no poco. Sencillamente, no puedo entrar. Yo debo seguir el camino que se me presenta por delante. Tengo que despedirme de todos los que estáis aquí.

(Traducción de Amando Lázaro Ros.)[5]

Green intentó anular esa dolorosamente obvia distancia entre el discurso autorial y el de los personajes en Living a base de deformar deliberadamente el discurso narrativo, dándole, como él mismo dijo, algo del carácter compacto del dialecto de los Midlands y evitando la «fácil elegancia». No es que las frases del narrador se sitúen en el mismo registro que los diálogos de los personajes. Hay en las primeras una cruda economía funcional, expresiva de las rutinas mecánicas, repetitivas, que la industria impone a sus trabajadores, y a la que el habla de los personajes ofrece una especie de resistencia en sus redundancias poéticas («bonito trabajo, bonito trabajo»), frases proverbiales («les hago de padre y madre») y códigos privados (la frase con que los obreros se advierten unos a otros de que se acerca el capataz, «Es él», se la aplican también como apodo). Mediante semejantes experimentos con el estilo, un ex alumno de Eton escribió, cosa bastante paradójica, lo que constituye probablemente la mejor novela jamás escrita sobre fábricas y obreros.

Es fácil aceptar y apreciar experimentos como el de Green que tienen algún propósito mimético o expresivo fácil de descubrir. Más problemáticas son las desviaciones estilísticas que colocan un obstáculo arbitrario, artificial, entre el lenguaje de la prosa y sus funciones normales, tales como el «lipograma», que consiste en omitir sistemáticamente una letra del alfabeto. El difunto Georges Perec, un novelista francés conocido sobre todo por su novela La vida: Instrucciones de uso, escribió una novela llamada La desaparición que excluye el uso de la letra e, una hazaña aún más sorprendente en francés de lo que sería en inglés (aunque resulta difícil envidiar a Gilbert Adair, que por lo visto está en estos momentos traduciéndola). El escritor norteamericano contemporáneo Walter Abish escribió una novela titulada Alphabetical Africa, los capítulos de la cual se pliegan a la siguiente regla, endiabladamente difícil: el primer capítulo contiene sólo palabras que empiezan por A: «Africa again: Albert arrives, alive and arguing about African art, about African angst and also, alas, attacking Ashanti architecture …» («África otra vez: llega Albert, vivito y discutiendo sobre arte africano, sobre angustia existencial africana y también, ay, atacando la arquitectura ashanti…»); el segundo capítulo contiene sólo palabras que empiezan con B y con A, el tercero sólo palabras que empiezan con C, B, A; y así sucesivamente: a cada nuevo capítulo se incorporan palabras que empiezan por la siguiente letra del alfabeto, hasta que se alcanza la Z, momento en el cual la novela vuelve atrás y la gama de palabras permitidas disminuye, capítulo a capítulo, letra a letra, hasta que alcanza otra vez la A.

Probablemente es más divertido leer sobre esas novelas que leerlas. Restricciones tan drásticas imposibilitan, claro está, la composición de una novela siguiendo los procedimientos normales: empezar con un núcleo temático y/o narrativo, que se expande luego mediante el invento de actos y personajes siguiendo algún tipo de lógica narrativa. El desafío radica en narrar una historia que sea por lo menos coherente dentro de los estrechos límites que la regla elegida impone a la forma; y el motivo, es de suponer (aparte de la satisfacción del escritor, que pone a prueba su propio ingenio), es la esperanza de que las limitaciones produzcan el tipo de placer que da el logro de una simetría formal difícilmente alcanzada y también que conducirán a una producción de significados que de otro modo no se le habrían ocurrido al autor. A este respecto, semejantes experimentos en prosa se parecen a los rasgos más habituales de la poesía, tales como la rima y la división en estrofas. Parecen constituir una deliberada transgresión de la frontera que normalmente separa esas dos formas de discurso y diríase que, por más asombrosamente ingeniosas que resulten, nunca dejan de ser «marginales» al arte de la ficción.