21.
LA INTERTEXTUALIDAD

—Es necesario que probemos a ceñir la vela mayor —dije. Las sombras se alejaron de mí en silencio. Aquellos hombres no eran ya sino los fantasmas de sí mismos y su peso sobre una driza tal vez no fuese mayor que el de un grupo de fantasmas. En verdad, si jamás fue ceñida vela alguna por efecto de una simple fuerza espiritual, lo fue esta, pues, propiamente hablando, no había bastantes músculos para ello en toda la tripulación, y menos aún en el mísero grupo que formábamos sobre cubierta. Naturalmente, yo mismo me encargué de dirigir el trabajo. Los hombres se arrastraban tras de mí de jarcia en jarcia, tambaleándose y jadeando. Hacían esfuerzos titánicos. Pasamos allí por lo menos una hora, y durante todo este tiempo no nos llegó un solo ruido de aquel universo tenebroso que nos rodeaba. Cuando hubimos amarrado el último apagapenol, mis ojos acostumbrados a la oscuridad distinguieron formas de hombres extenuados apoyándose en la batayola o derrumbándose sobre los cuarteles de las escotillas. Uno de ellos, caído sobre el cabrestante de popa, jadeaba para recobrar el aliento, y yo, de pie entre ellos, era como una torre poderosa, inaccesible al mal y sintiendo tan sólo el mal de mi propia alma. Esperé un momento, luchando contra el peso de mis culpas, contra el sentimiento de mi propia dignidad, y les dije:

—Ahora, amigos míos, vamos a popa para escuadrear con la mayor rapidez posible la verga mayor. Esto es casi lo único que podemos hacer por el barco; y allá él por lo demás.

JOSEPH CONRAD, La línea de sombra (1917).

Traducción de Ricardo Baeza.

Un texto puede referirse a otro de muchas maneras: mediante la parodia, el pastiche, el eco, la alusión, la cita directa, el paralelismo estructural. Algunos teóricos creen que la intertextualidad es la condición fundamental de la literatura, que todos los textos están tejidos con hilos que son otros textos, lo sepan o no sus autores. Los escritores comprometidos con el realismo al estilo documental tenderán a negar o suprimir este principio. Samuel Richardson, por ejemplo, creía haber inventado un tipo de ficción totalmente nuevo e independiente de la literatura anterior, pero es fácil ver en Pamela (1740), su historia de una virtuosa criada que tras muchos avatares y tribulaciones termina casándose con su señorito, el arquetipo del cuento de hadas. La siguiente novela inglesa de importancia fue el Joseph Andrews de Henry Fielding (1742), que empieza como una parodia de Pamela, e incluye una nueva versión de la parábola del buen samaritano y muchos pasajes escritos en un estilo burlonamente pseudoheroico. La intertextualidad, en una palabra, está entretejida en las raíces de la novela inglesa, mientras que los novelistas situados en el otro extremo del espectro cronológico han tenido tendencia a explotarla más que a rechazarla, reciclando libremente viejos mitos y anteriores obras de la literatura para dar forma o añadir resonancia a la presentación que ellos hacen de la vida contemporánea.

Algunos escritores señalizan semejantes referencias más explícitamente que otros. James Joyce hizo un guiño a sus lectores al titular Ulises su epopeya de la vida moderna en Dublín. Nabokov bautizando a la precursora de Lolita con el nombre de Annabel, sacado de un conocido poema de Poe. Conrad puede haber dado una pista más sutil al dar a La línea de sombra el subtítulo «Una confesión».

Esa novela breve, de origen autobiográfico, es la historia de un joven oficial de la marina mercante que mientras espera en un puerto de Extremo Oriente poder embarcarse para volver a casa, recibe inesperadamente la oferta de capitanear por primera vez una nave, un barco de vela cuyo capitán ha muerto en alta mar. Largan amarras, y cuando acaban de empezar a navegar por el golfo de Siam, descubre que el difunto capitán sufría trastornos mentales, y no sólo los marineros, sino incluso el primer oficial cree que la maldición del muerto pesa sobre la nave. Ese temor parece confirmarse cuando el barco está detenido por la falta de viento, la tripulación enferma de fiebres y el joven capitán descubre que su predecesor destruyó todas las reservas de quinina. Entonces, en medio de una noche oscura como boca de lobo, se advierten signos de que va a cambiar el tiempo.

La descripción de los marineros enfermos y debilitados obedeciendo la orden de su capitán de ceñir la vela mayor, a fin de que el buque pueda avanzar con el viento cuando éste llegue, muestra, por los detalles técnicos («apagapenol», «cabrestante», «batayola», «escuadrear»…) que Conrad sabía de qué estaba hablando: no en vano había sido marino durante veinte años. Pero también evoca cierto pasaje de uno de los poemas más famosos de la lengua inglesa, el «Antiguo marinero» de Samuel Taylor Coleridge, aquel en que los marineros muertos suben al puente del barco hechizado y manejan las jarcias:

Los marineros todos hacen sus maromas,

Allí donde cada uno hacerlas solía,

Cada uno sus miembros movía: útiles sin vida.

Somos esta espantosa tripulación.

(Traducción de Edison Simons.)

El Marinero mata un albatros, atrayendo una maldición sobre su buque que se traduce en peste y ausencia de viento, se libra de ella cuando bendice sin darse cuenta a las serpientes de agua y es transportado de vuelta a su casa por los aires, por agentes sobrenaturales; él solo sobrevive al desastre, pero se siente culpable y responsable de la suerte de sus compañeros. En el relato de Conrad, el «pecado» que motiva la maldición se transfiere al difunto capitán, pero para el narrador la secuela es una experiencia cuasirreligiosa no muy distinta de la del Marinero.

Lo que podría haber sido una historia apasionante, pero sin mayor trascendencia, se convierte en un rito de paso al otro lado de la «línea de sombra» que separa la inocencia de la experiencia, la juventud de la madurez, la arrogancia de la humildad. El joven capitán, que incomprensiblemente se ha salvado de la fiebre (como el Marinero), siente «la enfermedad de mi alma… el peso de mis pecados… la certeza de no ser digno». Le persigue la «visión de un buque a la deriva sin viento o meciéndose con la brisa, mientras toda la tripulación muere lentamente sobre el puente». Cuando la vela mayor ha sido izada y sopla viento, reflexiona en estos términos: «El malvado espectro había sido vencido, el hechizo roto, la maldición disipada. Estábamos ahora en las manos de una benévola y enérgica providencia. Nos empujaba…». Compárese con los versos siguientes:

Veloz, veloz el barco vuela,

Suavemente también.

Suave también la brisa

Sopla sólo sobre mí.

Cuando el barco en la novela de Conrad finalmente llega a puerto, llevando izada la bandera con la que se solicita ayuda médica, los médicos navales que suben a bordo se asombran tanto de encontrar los puentes desiertos como asombrados están el Piloto y el Ermitaño, en el poema de Coleridge, al ver regresar al Marinero solo en su barco. Al igual que el Antiguo Marinero, el capitán no puede desembarazarse de un sentimiento de responsabilidad por los sufrimientos de su tripulación. Mientras los marineros son evacuados, dice: «Pasaban bajo mis ojos uno tras otro —cada uno de ellos era un reproche viviente y de lo más amargo…». Compárese con:

Las ansias de la muerte, la maldición,

Aún estaban allí.

Quitarles no pude los ojos de encima.

Ni pude alzarlos para rezar.

Como el Marinero, que «paraba a uno de cada tres» para descargar su conciencia, el capitán se siente impulsado a efectuar la «confesión» de su experiencia.

Si tales alusiones fueron deliberadas o no por parte de Conrad es algo que no puede demostrarse a partir del texto y, aunque sería interesante averiguarlo, la respuesta no cambiaría gran cosa. Los ecos del Antiguo Marinero que hallamos en el relato de Conrad prueban que éste conocía el poema, pero pudo haberlo utilizado inconscientemente (aunque yo personalmente lo dudo), del mismo modo en que puede tener un efecto subliminal sobre los lectores que han leído el poema y lo han olvidado, o que sólo conocen de él tal o cual estrofa aislada. Ciertamente no era la primera vez, ni sería la última, que Conrad empleaba la alusión literaria de ese modo. El viaje de Marlow, río Congo arriba, en El corazón de las tinieblas se compara explícitamente al descenso de Dante a los círculos del infierno en la Divina comedia, y su tardía novela Victoria se basa en La tempestad de Shakespeare.

El Ulises de James Joyce es probablemente el más celebrado e influyente ejemplo de intertextualidad en la literatura moderna. Cuando se publicó en 1922, T. S. Eliot alabó el uso que hacía Joyce de la Odisea como recurso estructural, «utilizando un continuo paralelismo entre la contemporaneidad y la Antigüedad», y lo calificó de estimulante adelanto técnico, «que contribuye a hacer que el mundo moderno sea posible para el arte». Dado que Eliot había estado leyendo la novela de Joyce por entregas durante los años anteriores, mientras trabajaba en su propio gran poema La tierra baldía, publicado también en 1922, en el cual utilizaba un continuo paralelismo entre la edad contemporánea y la leyenda del Grial, podemos interpretar su elogio de Ulises en parte como agradecimiento y en parte como manifiesto. Pero en ninguna de las dos obras se limita la intertextualidad a una sola fuente, o al paralelismo estructural. La tierra baldía se hace eco de numerosas fuentes distintas; Ulises está lleno de parodia, pastiche, citas y alusiones a todo tipo de textos. Hay, por ejemplo, un capítulo que pasa en la redacción de un periódico y que está dividido en secciones con titulares que parodian el desarrollo del estilo periodístico, otro cuyo estilo es en gran parte un pastiche del de las revistas femeninas baratas y otro, situado en una casa de maternidad, que parodia el desarrollo histórico de la prosa inglesa desde la época anglosajona hasta el siglo XX.

Dado que durante casi treinta años yo he combinado la escritura de novelas con la enseñanza de la literatura, no debe sorprender a nadie que mis propios libros hayan sido cada vez más intertextuales; de hecho, tanto Joyce como Eliot han sido a este respecto influencias significativas para mí, especialmente el primero. Las parodias contenidas en The British Museurn is falling down se inspiraban en el ejemplo de Ulises, lo mismo que la duración de su acción, un solo día, y el último capítulo es un homenaje bastante insolente al monólogo de Molly Bloom. El momento en que vi la luz mientras estaba preparando El mundo es un pañuelo —una novela cómico-satírica sobre esa jet set académica que viaja constantemente de un lado a otro del mundo para asistir a conferencias internacionales, en las que compiten unos con otros tanto profesional como eróticamente— fue cuando se me ocurrió la posibilidad de que la novela se basara en la historia del rey Arturo, los caballeros de la Mesa Redonda y la búsqueda del Grial, especialmente según la interpretación de Jessie L. Weston en un libro que T. S. Eliot había utilizado generosamente para escribir La tierra baldía. He contado en otra parte (en el Epílogo a The British Museum… y en Write on) cómo fue la génesis de esas novelas; las menciono aquí para subrayar que la intertextualidad no es, o no siempre lo es, una adición meramente decorativa a un texto, sino a veces un factor crucial en su concepción y composición.

Sin embargo, hay otro aspecto del arte de la ficción que sólo los escritores conocen y que muchas veces tiene que ver con la intertextualidad: la oportunidad perdida. Inevitablemente, uno, en el curso de sus lecturas, se encuentra con ecos, prefiguraciones y analogías de su propia obra mucho tiempo después de haberla terminado y publicado, cuando es demasiado tarde para aprovechar el descubrimiento. Hacia el final de El mundo es un pañuelo hay una escena que se desarrolla en Nueva York durante el congreso de la MLA (The Modern Languages Association), que siempre tiene lugar a finales de diciembre. Tras el triunfo del protagonista, Persse McGarrigle, en la sesión dedicada a «La función de la crítica», hay un sorprendente cambio climático: una corriente de aire cálido que procede del sur hace que los termómetros de Manhattan alcancen temperaturas insólitas para esta estación del año. En el esquema mítico que sirve de base al libro, ello equivale a la fertilización del reino baldío del Rey Pescador en la leyenda del Grial, como consecuencia de que el Caballero ha formulado la pregunta necesaria. Arthur Kingfisher, el decano de la crítica académica moderna, que preside el congreso, siente que ha escapado milagrosamente a la maldición de la impotencia sexual. Le dice a su amante coreana, Song-mi:

Es como el veranillo de San Martín…, Un período de tiempo apacible en pleno invierno. Los antiguos lo llamaban los días del alción, cuando se suponía que el martín pescador empollaba sus huevos.[4] ¿Recuerdas a Milton: «Las aves se posan incubando en la calmada ola»? El ave era un martín pescador. Eso es lo que significa alcyon en griego, Song-mi: martín pescador. Mis días. Nuestros días.

(Traducción de Esteban Riambau Saurí.)

Podría haber continuado, citando otro fragmento de poema, maravillosamente apropiado:

Kingfisher weather, with a light fair breeze,

Full canvas, and the eight sails drawing well.

(El tiempo favorito del martín pescador, con una leve, grata brisa, a toda vela, izadas las ocho, viento en popa.)

Y podría haber añadido: «Eran los mejores versos de La tierra baldía, pero Ezra Pound convenció a Tom Eliot de que los quitara». Por desgracia no tropecé con ellos —en la edición facsímil de La tierra baldía realizada por Valerie Eliot, que incluye los borradores y las anotaciones de Ezra Pound— hasta algún tiempo después de la publicación de El mundo es un pañuelo.