18.
EL TIEMPO

Aquel día en Hartfield el atardecer fue muy largo y muy triste. Y el tiempo pareció contribuir a hacer más sombrías aquellas horas. Se desató una borrasca de lluvia fría, y julio sólo era patente en los árboles y arbustos, que el viento iba desnudando, y en la duración de la luz, que prolongaba aún por más tiempo aquel melancólico espectáculo.

JANE AUSTEN, Emma (1816).

Traducción de Carlos Pujol.

Londres. Hace poco que ha terminado la temporada de San Miguel, y el Lord Canciller en su sala de Lincoln’s Inn. Un tiempo implacable de noviembre. Tanto barro en las calles como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra y no fuera nada extraño encontrarse con un megalosaurio de unos 40 pies chapaleando como un lagarto gigantesco Colina de Holborn arriba.

Humo que baja de los sombreretes de las chimeneas creando una llovizna negra y blanda de copos de hollín del tamaño de verdaderos copos de nieve, que cabría imaginar de luto por la muerte del sol. Perros invisibles en el fango. Caballos, poco menos que enfangados hasta las anteojeras.

Peatones que entrechocan sus paraguas, en una infección general de mal humor, que se resbalan en las esquinas, donde decenas de miles de otros peatones llevan resbalando y cayéndose desde que amaneció (si cupiera decir que ha amanecido) y añaden nuevos sedimentos a las costras superpuestas de barro, que en esos puntos se pega tenazmente al pavimento y se acumula a interés compuesto.

CHARLES DICKENS, Casa desolada (1853).

Traducción de Fernando Santos Fontenla.

Aparte de alguna que otra tempestad en el mar, los fenómenos meteorológicos recibieron muy poca atención literaria hasta finales del siglo XVIII. Los novelistas del siglo XIX, en cambio, parecen estar hablando siempre del tiempo. El cambio se debe en parte a la mayor apreciación de la naturaleza que engendraron la poesía y la pintura románticas, y en parte al creciente interés de la literatura por el individuo y sus sentimientos, que influyen en —y son influidos por— su percepción del mundo exterior. Como dijo Coleridge en su oda al «Abatimiento»:

¡Oh, señora! No recibimos sino lo que damos

y sólo en nuestra vida vive la Naturaleza.

Todos sabemos que el tiempo afecta a nuestro estado de ánimo. El novelista tiene el privilegio de poder inventar en cada momento el tiempo más apropiado al estado de ánimo que quiere evocar.

Los fenómenos meteorológicos se usan pues a menudo para provocar el efecto que John Ruskin llamó «la falacia patética», la proyección de emociones humanas sobre el mundo natural. «Todos los sentimientos violentos… falsean nuestras impresiones de las cosas externas; esta falsedad yo la definiría en términos generales como falacia patética», escribió. Como se deduce del nombre que le dio, Ruskin consideraba que era algo malo, una síntoma de la decadencia del arte y la literatura modernos (por oposición a clásicos), y ciertamente es, muchas veces, pretexto para una escritura rimbombante y autocomplaciente. Pero si se usa con inteligencia y discreción es un recurso retórico capaz de conmover y de producir poderosos efectos sin los cuales la narrativa sería mucho más pobre.

Jane Austen, como escritora clásica que era, desconfiaba de la imaginación romántica, y la satirizó en el personaje de Marianne en Sentido y sensibilidad. «No todo el mundo comparte tu pasión por las hojas secas», comenta secamente su hermana Elinor tras la rapsodia otoñal a la que se entrega Marianne:

¡Con qué sensación de éxtasis las he visto caer en otro tiempo! ¡Cómo he disfrutado, en mis paseos, viendo cómo el viento las empujaba, como una lluvia, contra mí! ¡Qué sentimientos han inspirado, ellas, el aire, la estación, todo!

(Traducción de Luis Magrinyà Bosch.)

El tiempo en las novelas de Jane Austen suele ser algo que tiene importantes consecuencias prácticas en la vida social de los personajes, más que un síntoma metafórico de sus vidas interiores. La nieve en los capítulos 15 y 16 de Emma es representativa a este respecto. Se menciona por primera vez en medio de la cena ofrecida por Mr. Weston poco antes de Navidad, cuando Mr. John Knightley, que por cierto no tenía ningunas ganas de asistir a ella, aparece en el salón y anuncia con una alegría malévola mal disimulada que está «cayendo una gran nevada con fuerte viento», lo cual aterroriza al enfermizo padre de Emma, Mr. Woodhouse. Sigue una discusión en la que cada uno tiene algo que decir, algo que en general no viene al caso, pero revela el carácter o intenciones del que habla, hasta que Mr. George Knightley regresa tras una indagación meteorológica personal y ofrece un informe tan razonable y tranquilizador como cabría esperar de él. Él y Emma, convencidos de que de todos modos Mr. Woodhouse va a estar nervioso durante el resto de la velada, deciden pedir los carruajes. Mr. Elton aprovecha la confusión para meterse él solo en el carruaje de Emma y hacerle una declaración de amor que ella no se esperaba y que le resulta particularmente embarazosa, pues ella estaba convencida de que él le estaba haciendo la corte a su protegida, Harriet. Por suerte, el mal tiempo, que continúa en los días siguientes, le proporciona una excelente coartada para no ver a ninguno de los dos:

Así pues, el tiempo le era francamente favorable…, Como la nieve lo cubría todo y la atmósfera se hallaba en este estado inestable entre la helada y el deshielo, que es el que menos invita a estar al aire libre, y como cada mañana empezaba con lluvia o nieve y al atardecer volvía a helar, durante muchos días Emma tuvo el mejor pretexto para considerarse como prisionera en su casa.

(Traducción de Carlos Pujol.)

Los fenómenos meteorológicos se describen porque son relevantes para la historia, pero la descripción que de ellos se da es totalmente literal.

Incluso Jane Austen, sin embargo, hace un discreto uso de la falacia patética, muy de vez en cuando. Cuando Emma está de capa caída, cuando ha descubierto la verdad sobre Jane Fairfax, con todas las embarazosas implicaciones que esta verdad conlleva en cuanto a su propia conducta, cuando se da cuenta demasiado tarde de que está enamorada de Mr. Knightley pero tiene motivos para creer que este va a casarse con Harriet, en ese día, el peor de su vida, «el tiempo pareció contribuir a hacer más sombrías aquellas horas». Ruskin señalaría que el tiempo es incapaz de estas u otras intenciones. Pero la tormenta de verano es una analogía muy precisa para mostrar los sentimientos de la protagonista respecto a su futuro, pues su posición, prominente y arraigada, en la pequeña y cerrada sociedad de Highbury hará que la «cruel estampa» de la boda entre Harriet y Knightley sea «visible durante más tiempo». Siendo impropio de la estación, no obstante, el portento dura poco: al día siguiente, el sol vuelve a salir y George Knightley llega a casa de Emma para hacerle proposiciones de matrimonio.

Mientras que Jane Austen, cuando introduce la falacia patética, lo hace colándola de rondón, de tal modo que apenas nos fijamos en ella, Dickens remacha el clavo en el famoso primer párrafo de Casa desolada. «Un tiempo implacable de noviembre». La personificación del tiempo —lo que hacemos cuando lo calificamos de «implacable»— es muy común en el lenguaje coloquial, pero aquí concretamente, al mezclarse con alusiones al Antiguo Testamento, da a entender que es una manifestación de ira divina. «Como si las aguas acabaran de retirarse de la faz de la Tierra» evoca tanto la descripción de la Creación en el Génesis como la del Diluvio. Esas alusiones bíblicas alternan, cosa típicamente victoriana, con una cosmología más moderna, posdarwiniana, presente en las referencias al megalosauro y a la descomposición del sistema solar por efecto de la entropía. El efecto global es un prodigio de inquietante desfamiliarización.

En un primer nivel estamos ante un retrato realista de las calles del Londres decimonónico bajo la lluvia, un montaje de detalles típicos de la ciudad y la estación, descritos simple y literalmente: «humo que baja de los sombreretes de las chimeneas… perros invisibles en el barro … caballos enfangados hasta las anteojeras … peatones que entrechocan sus paraguas …». Pero la imaginación metafórica de Dickens transforma esa escena muy común en una visión apocalíptica de la orgullosa capital del Imperio Británico regresando al pantano primitivo, o una premonición de la extinción final de la vida sobre la Tierra. El doble salto mortal metafórico —de copo de hollín a copo de nieve enlutado y de éste a la muerte del sol— es francamente pasmoso.

Es una escena de un tipo que encontramos mucho más tarde en ciencia ficción (la visión del megalosauro chapoteando colina de Holborn arriba presagia a King Kong escalando el Empire State, y la «muerte del sol», el escalofriante final de La máquina del tiempo de H. G. Wells) y en los profetas apocalípticos posmodernos como Martin Amis. Muestra, para denunciarla, la imagen de una sociedad que se ha desnaturalizado a sí misma mediante la codicia y la corrupción, y que Dickens está a punto de examinar en el complejo argumento de su novela, en torno a una finca que varias personas se disputan. Ingeniosamente, el fango se acumula «a interés compuesto» aquí en la City de Londres, recordándonos la condena bíblica del dinero en tanto que vil metal. El Lord Canciller descrito en las primeras frases (neutras como titulares del telediario), presidiendo el tribunal de la Cancillería, parece también presidir el tiempo, y la ecuación se cierra algunos párrafos más tarde:

Jamás podrá haber una niebla demasiado densa, jamás podrá haber un barro y un cieno tan espesos, como para concordar con la condición titubeante y dubitativa que ostenta hoy día este Alto Tribunal de Cancillería, el más pestilente de los pecadores empelucados que jamás hayan visto el Cielo y la Tierra.

(Traducción de Fernando Santos Fontela.)