17.
EL LECTOR EN EL TEXTO

—¿Cómo ha podido usted, señora, estar tan distraída durante la lectura del último capítulo? Le he dicho a usted en él que mi madre no era papista.

—¡Papista! Usted no me ha dicho tal cosa, señor.

—Señora, le ruego que me permita volver a repetírselo una vez más: se lo he dicho por lo menos con tanta claridad como las palabras, por inferencia directa, se lo podían decir a usted.

—En ese caso, señor, debo de haberme saltado una página.

—No, señora, no se ha saltado usted ni una palabra.

—Entonces es que me he quedado dormida, señor.

—Mi orgullo, señora, no puede consentirle este recurso.

—Pues le aseguro que no sé nada en absoluto acerca de esa cuestión.

—Ese es un fallo, señora, que le achaco enteramente a usted: es justamente lo que le reprocho; y, en castigo, insisto en que retroceda inmediatamente —es decir, en cuanto llegue usted al próximo punto y aparte— y vuelva a leer de cabo a rabo el capítulo anterior.

No le he impuesto esta penitencia a la señora ni por capricho ni por crueldad, sino por el mejor de los motivos; y en consecuencia no pienso pedirle ningún tipo de disculpas por ello cuando regrese:

—Lo he hecho para escarmentar a la viciosa costumbre, que con ella comparten miles de personas en las que subrepticiamente se ha introducido y asentado —de leer de un tirón, en busca de aventuras más que de la profunda erudición y del conocimiento que un libro de este tipo, si se lee como es debido, les proporcionaría infaliblemente.

LAURENCE STERNE, La vida y las opiniones

del caballero Tristram Shandy (1759-67).

Traducción de Javier Marías.

Toda novela debe tener un narrador, por más impersonal que sea, pero no necesariamente un narratario. Se llama narratario a cualquier alusión al lector de la novela dentro del mismo texto o a cualquier sustituto de él. Eso puede ser algo tan esporádico como el conocido apostrofe que hallamos en la novela victoriana: «Querido lector», o tan elaborado como el marco forjado por Kipling para narrar la historia de «Mrs. Bathurst» que analizamos más arriba (sección 7), en el que el yo narrador es también el narratario de una historia contada por otros tres personajes, los cuales a su vez están constantemente intercambiando los papeles de narratario y narrador. Italo Calvino empieza su novela Si una noche de invierno un viajero exhortando al lector a que se ponga receptivo: «Relájese. Concéntrese. Aleje cualquier otro pensamiento. Deje que se diluya el mundo que le rodea. Es mejor que cierre la puerta; siempre hay un televisor encendido en el cuarto de al lado». Pero un narratario, sea cual sea, es siempre un recurso retórico, un modo de controlar y de complicar las reacciones del lector real que permanece fuera del texto.

Laurence Sterne, apenas escondido bajo la máscara de Tristram Shandy, se entrega a todo tipo de juegos con la relación narrador-narratario. Como un actor de comedia musical que coloca en el público, mezclados con los espectadores, a hombres de paja, e integra sus fingidos gritos de protesta en su propia actuación, Sterne personifica a veces a su lector en forma de una señora o un caballero a los que interroga, critica, halaga o de quien se mofa, para diversión e instrucción de todos nosotros.

Tristram Shandy es una novela sumamente idiosincrásica cuyo narrador epónimo decide contar su vida desde el momento de su concepción hasta la edad adulta, pero no consigue llegar más allá de su quinto año de existencia porque el intento de describir y explicar hasta la más pequeña anécdota fiel y exhaustivamente le conduce a infinitas digresiones. Cada cosa está relacionada con otras que ocurrieron antes o después o en otro lugar. Animosamente, pero sin resultado, Tristram lucha por ceñirse al orden cronológico. En el capítulo XIX, todavía empantanado sin remedio en su historia prenatal, alude al irónico destino de su padre, que aborrecía el nombre «Tristram» más que cualquier otro, pero llegó a ver a su hijo bautizado con él por error, y declara: «Si no fuera necesario, para ser bautizado, haber nacido, ahora mismo se lo contaría al lector».

Esa es la frase (lo revela después del pasaje que hemos reproducido) que tendría que haber dado a la señora lectora la pista sobre cuál era la fe religiosa de su madre, puesto que «si mi madre, señora, hubiera sido papista, no cabría ese razonamiento». La razón es que, según un documento que Tristram reproduce (sin traducirlo del francés) en su texto, algunos eruditos teólogos de la Sorbona habían aprobado hacía poco la idea de bautizar condicionalmente, in utero, a niños no nacidos a los que un parto difícil ponía en peligro de muerte, introduciendo el agua bendita mediante una jeringa. Así pues, en un país «papista» (católico) es posible ser bautizado antes de nacer.

Burlarse de los católicos (él era un párroco anglicano) y hacer chistes relacionados con la entrepierna son dos características del estilo de Sterne que a veces se le han echado en cara, pero habría que ser un lector muy severo para no dejarse desarmar por el ingenio y la elegancia de sus dimes y diretes con la «señora» (cuya viveza es acrecentada por el modo libre y particular con el que Sterne usa la puntuación) y sus apartes con el «lector». Pues la verdadera función de esta digresión es la de definir y defender su propio arte. Se ordena a la señora que relea el capítulo anterior «para escarmentar a la viciosa costumbre, que con ella comparten miles de personas en las que subrepticiamente se ha introducido y asentado, de leer de un tirón, en busca de aventuras más que de la profunda erudición y del conocimiento que un libro de este tipo, si se lee como es debido, les proporcionaría infaliblemente».

No es de extrañar que Tristram Shandy haya sido uno de los libros favoritos de los novelistas experimentales y de los teóricos de la novela en nuestro siglo. Como indiqué en la sección precedente, los novelistas modernistas y posmodernistas han intentado también «destetar» a los lectores del sencillo placer de leer una historia rompiendo y recomponiendo las cadenas de temporalidad y causalidad que eran la base de las historias tradicionales. Sterne se anticipó a Joyce y a Virginia Woolf al dejar que la dirección de su relato siguiera el vagabundeo de la mente humana. Y una de las consignas de la poética modernista es la «forma espacial», que significa conferir unidad a una obra literaria mediante una red de motivos relacionados entre sí que sólo pueden ser percibidos mediante la relectura del texto, tal como recomendaba Tristram.

El diálogo de éste con sus lectores espacializa la naturaleza temporal de la experiencia lectora de una manera todavía más radical. La novela es presentada como una habitación en la que nosotros, como lectores, estamos encerrados con el narrador. Antes de dar los detalles íntimos de su concepción, por ejemplo, Shandy declara que «esto lo escribo sólo para los curiosos e inquisitivos», e invita a aquellos lectores que no deseen leer las descripciones en cuestión a saltárselas, diciéndoles:

—Cierren la puerta—

confiando, astutamente, en que preferiremos quedarnos en la habitación con él.

En el pasaje citado, uno de entre nosotros, la «señora», recibe la orden de retroceder «en cuanto llegue usted al próximo punto y aparte» (un evidente recordatorio, característico del autor, de la naturaleza del proceso de lectura). El autor hace, así, que quienes nos quedamos con él nos sintamos privilegiados por la confianza con que nos honra, y tácitamente invitados a distanciarnos del lector insensible y de «la viciosa costumbre, que con ella comparten miles de personas», de leer una novela sólo por la historia que cuenta. Siendo, en ese momento, tan incapaces como ella de entender la referencia al catolicismo, no podemos oponer gran resistencia a la defensa que el autor hace de su propio método.