Con la ayuda de Nicole, Rosemary se compró dos vestidos, dos sombreros y cuatro pares de zapatos con su dinero. Nicole se compró todo lo que llevaba apuntado en una gran lista que tenía dos páginas y además lo que había en los escaparates. Todo lo que le gustaba pero no creía que le fuera a servir a ella, lo compraba para regalárselo a alguna amiga. Compró cuentas de colores, cojines de playa plegables, flores artificiales, miel, una cama para el cuarto de huéspedes, bolsos, chales, periquitos, miniaturas para una casa de muñecas y tres metros de una tela nueva color gamba. Compró doce bañadores, un cocodrilo de goma, un juego de ajedrez portátil de oro y marfil, pañuelos grandes de lino para Abe y dos chaquetas de gamuza de Hermès, una color azul eléctrico y la otra rojo ladrillo. Todas esas cosas no las compró ni mucho menos como una cortesana de lujo compraría ropa interior y joyas, que al fin y al cabo se podrían considerar parte de su equipo profesional y una inversión para el futuro, sino con un criterio totalmente diferente. Nicole era el producto de mucho ingenio y esfuerzo. Para ella los trenes iniciaban su recorrido en Chicago y atravesaban el vientre redondeado del continente hasta California; las fábricas de chicle humeaban y las cadenas de montaje marchaban en las fábricas; unos obreros mezclaban pasta dentífrica en cubas y sacaban líquido para enjuagues de toneles de cobre; unas muchachas envasaban tomates velozmente en el mes de agosto o trabajaban como esclavas en los grandes almacenes la víspera de Navidad; unos indios mestizos se afanaban en plantaciones de café en el Brasil y unos idealistas eran despojados de sus derechos de patente sobre nuevos tractores de su invención. Esas eran algunas de las personas que pagaban un diezmo a Nicole, y todo el sistema, a medida que avanzaba con su peso avasallador, atronador, daba un brillo febril a algunos de los actos característicos de Nicole, como, por ejemplo, comprar en grandes cantidades, del mismo modo que se reflejan las llamas en el rostro de un bombero que permanece en su puesto ante un fuego que empieza a propagarse. Nicole ejemplificaba principios muy simples, ya que llevaba en sí misma su propia condena, pero lo hacía con tal precisión que había elegancia en el procedimiento, y Rosemary iba a tratar de imitarlo.
FRANCIS SCOTT FITZGERALD,
Suave es la noche (1934).
Traducción de Rafael Ruiz de la Cuesta.
«Los ricos son diferentes de nosotros», dijo una vez F. Scott Fitzgerald a Ernest Hemingway, el cual replicó: «Sí, tienen más dinero». Esta anécdota, recogida por Fitzgerald, suele esgrimirse contra él. Pero el chasco que le dio el positivista Hemingway revela que no había entendido lo que su amigo quería decir: que en cuestiones de dinero, como en otras, la cantidad tarde o temprano y para bien o para mal se convierte en calidad. La descripción, en Suave es la noche, de la expedición compradora protagonizada por Nicole Diver ilustra con elocuencia la diferencia de los ricos.
También ilustra el potencial expresivo de las enumeraciones en la ficción. A primera vista, un mero catálogo de objetos intrascendentes parecería fuera de lugar en una narración basada en unos personajes y un argumento. Pero la prosa de ficción es maravillosamente omnívora, capaz de asimilar discursos no ficticios de todo tipo: cartas, diarios, declaraciones, incluso listas… y adaptarlos a sus propios fines. A veces la lista es reproducida en su propia forma característica, vertical, en contraste con el discurso que la rodea. En Murphy, por ejemplo, Samuel Beckett, burlándose de la descripción novelística convencional, hace una lista neutra y estadística de los atributos físicos de Celia, la protagonista:
Cabeza | pequeña y redonda |
Ojos | verdes |
Piel | blanca |
Pelo | amarillo |
Rasgos | móviles |
Cuello | 33 cm |
Parte superior del brazo | 30 cm |
Antebrazo | 33 cm |
Y así sucesivamente.
La escritora americana contemporánea Lorrie Moore tiene un divertido cuento, titulado «Cómo ser la otra» (Autoayuda, 1985), que se basa en dos tipos de discurso no ficticio, el manual de autoayuda y la lista. La inseguridad de la narradora en su papel de amante se ve agravada por el elogio que el hombre hace de su esposa:
—Es increíblemente organizada. Hace listas de todo. Es impresionante.
—¿El qué? ¿Sus listas? ¿Eso te gusta?
—Pues sí. Listas de lo que va hacer, de lo que tiene que comprar, de nombres de clientes que tiene que visitar, etcétera.
—¿Listas? —murmuras desesperanzada, apática, llevando aún puesta tu carísima gabardina beige.
Muy pronto, claro está, la narradora empieza a hacer sus propias listas:
CLIENTES QUE DEBO VISITAR
Fotos de cumpleaños
Cinta adhesiva
Cartas a T. D. y a mamá
De hecho no tiene que visitar a cliente alguno, siendo como es una humilde secretaria. Las listas son una manera de competir con la imagen de la esposa ausente. Cuando su amante le da a entender que su esposa ha tenido una vida sexual aventurera, la narradora reacciona:
Hacer una lista de todos los amantes que has tenido en la vida.
Warren Lasher
Ed Catapano «Cabeza de goma»
Charles Deats o Keats
Alfonse
Metértela en el bolsillo. Dejarla como por descuido en algún sitio donde se vea mucho. Perderla sin saber cómo. Hacerte bromas a ti misma. Hacer otra lista.
Hay un tipo de novela popular contemporánea sobre las vidas de los ricos, dirigida principalmente a mujeres, que en el mundo editorial se conoce como «Sex and shopping» (o, no tan educadamente, como «S and F»).[3] Tales novelas incluyen detalladas descripciones de las compras de sus protagonistas: listas de objetos de lujo cuyas marcas se enumeran sin dejar una. Explotan así simultáneamente las fantasías eróticas y consumistas de los lectores. Scott Fitzgerald también pone de relieve las relaciones entre el atractivo sexual y el consumo ostentoso, pero lo hace de manera mucho más sutil y crítica. En el extracto de Suave es la noche citado más arriba, no reproduce la larguísima lista de compras de Nicole, ni intenta que el prestigio de las marcas haga el trabajo que corresponde al escritor. Crea la impresión de prodigalidad mencionando, de hecho, un número de objetos notablemente escaso, e invoca sólo una marca, Hermès (que, curiosamente, no ha pasado de moda). Pero subraya el carácter misceláneo de la lista para revelar la naturaleza, completamente no utilitaria, de las compras de Nicole. Cosas baratas y triviales como cuentas de colores, o de uso doméstico, como la miel, se mezclan promiscuamente con voluminosos objetos funcionales —la cama—, juguetes caros —el juego de ajedrez de oro y marfil— y frivolidades —el cocodrilo de goma—. No hay orden lógico en la lista, no hay jerarquía de precio, o de importancia, ni se agrupan los objetos siguiendo cualquier otro criterio. Esa es la cuestión.
Nicole excede rápidamente los parámetros de la lista que llevaba y compra todo lo que se le antoja. El modo en que manifiesta sus gustos y realiza sus caprichos sin tener en cuenta ni la economía ni el sentido común revela su personalidad: generosa, impulsiva, divertida y dotada de sensibilidad estética, si bien desconectada de la realidad en algunos aspectos importantes. Es imposible no apreciar la diversión y el placer sensual de semejante orgía consumista. Qué deseables parecen esas dos chaquetas de ante, una azul eléctrico y la otra rojo ladrillo (pero la palabra clave es «dos»: allí donde los simples mortales podrían dudar entre dos chaquetas idénticas de colores distintos pero igualmente atractivas, Nicole resuelve el problema comprando ambas). No es de extrañar que su joven protegida y futura rival, Rosemary, se disponga a imitar su estilo.
En contraposición a la lista de compras, sin embargo, hay otra lista, la de los seres humanos o grupos de cuya explotación depende la riqueza heredada de Nicole, una lista que invierte nuestra reacción inicial. El pivote del texto está en la frase «Nicole era el producto de mucho ingenio y esfuerzo», que de pronto nos hace verla no en su papel de consumidora y coleccionista de mercancías, objetos, cosas, sino como una especie de mercancía en sí misma: el producto final, exquisito y carísimo del capitalismo industrial, la encarnación de un extravagante derroche.
Mientras que la primera lista era una sucesión de sustantivos, la segunda lo es de oraciones: «los trenes iniciaban su recorrido… las fábricas de chicle humeaban… unos obreros mezclaban pasta dentífrica… unas muchachas envasaban tomates». A primera vista esos procesos parecen tan incongruentes entre sí, tan seleccionados al azar, como los objetos adquiridos por Nicole; pero sí hay, de hecho, una relación entre los obreros de la fábrica de dentífrico, las dependientas de los grandes almacenes y los trabajadores indios en Brasil: los beneficios extraídos de su trabajo financian indirectamente las compras de Nicole.
La segunda lista está escrita en un estilo más metafórico que la primera. Empieza con una imagen sorprendente, que sugiere tanto erotismo como glotonería, la de los trenes que cruzan «el vientre redondeado del continente», y regresa finalmente a la metáfora de la locomotora para evocar la energía peligrosa y potencialmente autodestructiva del capitalismo industrial. «Todo el sistema, a medida que avanzaba con su peso avasallador, atronador» le recuerda a uno el simbolismo ferroviario que utiliza con un efecto similar Dickens en Dombey e hijo («El poder que se forzaba a sí mismo a lo largo de su camino de hierro —el suyo propio— desafiando todos los senderos y caminos, atravesando el corazón de cada obstáculo y arrastrando seres vivos de todas clases, edades y grados detrás de él, era una de las formas del monstruo triunfante, la Muerte»).
Pero es característico de Fitzgerald, sin embargo, el que la imagen esté desarrollada en una forma inesperada y más bien evasiva. La analogía pasa del horno de una locomotora a un incendio, y Nicole se halla en la posición no de alguien que está alimentando un fuego, sino de quien intenta apagarlo, o al menos se enfrenta a él. La imagen del «bombero» puede encarnar uno u otro de esos significados contradictorios, y el uso que Fitzgerald hace de ella revela tal vez la ambivalencia de su propia actitud hacia gente como Nicole: una mezcla de envidia, admiración y censura. Las palabras: «Nicole ejemplificaba principios muy simples, ya que llevaba en sí misma su propia condena, pero lo hacía con tal precisión que había elegancia en el procedimiento» suenan como un eco, consciente o no, de la definición que Hemingway daba de la valentía: «elegancia bajo presión».