En el umbral, se tocó el bolsillo de atrás buscando el llavín. Ahí no. En los pantalones que dejé. Tengo que buscarla. La patata sí que la tengo. El armario cruje. No vale la pena molestarla. Mucho sueño al darse vuelta, ahora mismo. Tiró muy silenciosamente de la puerta del recibidor detrás de sí, más, hasta que la cubierta de la rendija de abajo cayó suavemente sobre el umbral, fláccida tapa. Parecía cerrada. Está muy bien hasta que vuelva, de todos modos.
Cruzó al lado del sol, evitando la trampilla suelta del sótano en el número setenta y cinco. El sol se acercaba al campanario de la iglesia de San Jorge. Va a ser un día caluroso, me imagino. Especialmente con este traje negro lo noto más. El negro conduce, refleja (¿o refracta?) el calor. Pero no podía ir con ese traje claro. Ni que fuera un picnic. Los párpados se le bajaron suavemente muchas veces mientras andaba en feliz tibieza.
*
Bajaban prudentemente los escalones de Leahy’s Terrace, Frauenzimmer: y por la orilla en declive abajo, blandamente, sus pies aplastados en la arena sedimentada. Como yo, como Algy, bajando hacia nuestra poderosa madre. La número uno balanceaba pesadamente su bolsa de comadrona, la sombrilla de la otra pinchada en la playa. Desde el barrio de las Liberties, en su día libre. La señora Florence MacCabe, sobreviviente al difunto Patrick MacCabe, profundamente lamentado, de la calle Bride. Una de las de su hermandad tiró de mí hacia la vida, chillando. Creación desde la nada. ¿Qué tiene en la bolsa? Un feto malogrado con el cordón umbilical a rastras, sofocado en huata rojiza. Los cordones de todos se eslabonan hacia atrás, cable de trenzados hilos de toda carne. Por eso es por lo que los monjes místicos. ¿Queréis ser como dioses? Contemplaos el ombligo. Aló. Aquí Kinch. Póngame con Villa Edén. Aleph, alfa: cero, cero, uno.
*
Sí porque él nunca había hecho tal cosa como pedir el desayuno en la cama con un par de huevos desde el Hotel City Arms cuando solía hacer que estaba malo en voz de enfermo como un rey para hacerse el interesante con esa vieja bruja de la señora Riordan que él se imaginaba que la tenía en el bote y no nos dejó ni un ochavo todo en misas para ella sola y su alma grandísima tacaña como no se ha visto otra con miedo a sacar cuatro peniques para su alcohol metílico contándome todos los achaques tenía demasiado que desembuchar sobre política y terremotos y el fin del mundo vamos a divertimos primero un poco Dios salve al mundo si todas las mujeres fueran así venga que si trajes de baño y escotes claro que nadie quería que ella se los pusiera imagino que era devota porque ningún hombre la miraría dos veces.
JAMES JOYCE, Ulises (1922).
Traducción de José María Valverde.
El título de Ulises, de James Joyce, es un indicio —el único que es imposible pasar por alto en todo el texto— de que esa narración de un día normal y corriente, el 16 de junio de 1904, en Dublín, reproduce, imita o caricaturiza la Odisea de Homero (cuyo héroe, Odiseo, fue bautizado Ulises en latín). Leopold Bloom, un agente de publicidad judío de mediana edad, es el poco heroico héroe; su esposa Molly se queda francamente por debajo de su modelo, Penélope, en lo que a fidelidad conyugal se refiere. Tras cruzar y volver a cruzar la ciudad de Dublín para hacer varios recados no demasiado trascendentes, de modo comparable a cómo Ulises se vio arrastrado de un lado a otro del Mediterráneo por vientos adversos cuando intentaba volver a casa tras la guerra de Troya, Bloom se encuentra con Stephen Dedalus y le protege paternalmente: sería el equivalente del Telémaco de la Odisea y un retrato del mismo Joyce en su juventud: un aspirante a escritor, orgulloso y muerto de hambre, peleado con su padre.
Ulises es una epopeya psicológica más que heroica. Conocemos a los principales personajes no por lo que se nos dice sobre ellos, sino porque nos metemos dentro de sus pensamientos más íntimos, representados como silenciosos, espontáneos, incesantes flujos de conciencia. Para el lector, es algo así como ponerse unos auriculares conectados al cerebro de alguien, y escuchar una interminable grabación magnetofónica de las impresiones, reflexiones, preguntas, recuerdos y fantasías del sujeto, a medida que aparecen, desencadenadas ya sea por sensaciones físicas o por asociación de ideas. Joyce no fue el primer escritor en usar el monólogo interior (él mismo atribuía su invención a un oscuro novelista francés de finales del XIX, Édouard Dujardin), ni será el último, pero lo llevó a una cima de perfección tal, que otros exponentes del mismo, aparte de Faulkner y Beckett, resultan poco convincentes en comparación.
El monólogo interior es realmente una técnica muy difícil de usar con éxito: es demasiado proclive a imponer a la narración un ritmo dolorosamente lento y a aburrir al lector con un montón de detalles triviales. Joyce evita esos escollos en parte gracias a su auténtico genio con las palabras, capaz de convertir el incidente o el objeto más tópico en algo tan apasionante como si nunca hasta entonces lo hubiéramos contemplado, pero también variando astutamente la estructura gramatical de su discurso, combinando el monólogo interior con estilo indirecto libre y con la descripción narrativa ortodoxa.
El primer extracto se refiere al momento en que Leopold Boom sale de su casa temprano por la mañana y se dirige a comprar un riñón de cerdo para el desayuno. «En el umbral, se tocó el bolsillo de atrás buscando el llavín» describe la acción de Bloom desde su punto de vista, pero gramaticalmente supone un narrador, por más impersonal que sea. «Ahí no» es monólogo interior, una contracción de lo que Bloom piensa sin pronunciarlo: «Ahí no está». La omisión del verbo transmite el carácter instantáneo del descubrimiento, y el leve sentimiento de pánico que implica. Recuerda que la llave está en otro par de pantalones que «dejó» porque ese día se ha puesto un traje negro para ir a un funeral. «La patata sí que la tengo» desconcierta al lector que lee el texto por primera vez: a su debido tiempo descubrimos que Bloom lleva consigo supersticiosamente una patata a modo de talismán. Semejantes adivinanzas añaden autenticidad al método, pues es obvio que el flujo de conciencia de otra persona no puede resultarnos totalmente transparente. Bloom decide no volver a su dormitorio a buscar la llave porque los crujidos del armario podrían despertar a su esposa, que todavía está en la cama, lo que nos indica el carácter esencialmente amable y bondadoso de Leopold. Se refiere a Molly simplemente con el sufijo la («molestarla») porque su esposa ocupa tanto lugar en su mente que cuando habla consigo mismo no necesita identificarla por su nombre —cosa que sí haría, naturalmente, un narrador, consciente de la presencia del lector.
La siguiente frase, brillantemente mimética, que describe cómo Bloom cierra despacio la puerta de la casa, vuelve al modo narrativo, pero mantiene el punto de vista de Bloom y respeta los límites de su propio vocabulario, de modo que un fragmento del monólogo interior, «más», puede incorporarse sin que resulte discordante. El uso del pretérito en la frase siguiente, «Parecía cerrada», denota el estilo indirecto libre y suministra una fluida transición de vuelta al monólogo interior: «Está muy bien hasta que vuelva, de todos modos». Ninguna de las frases de este extracto, aparte de las narrativas, es gramaticalmente correcta o completa, estrictamente hablando, porque no pensamos, o hablamos siquiera —cuando lo hacemos espontáneamente— con frases bien formadas.
La segunda cita, que describe a Stephen Dedalus observando a dos mujeres mientras pasea por la playa, exhibe la misma variedad de tipos de discurso. Pero mientras que el flujo de pensamiento de Bloom es práctico, sentimental y, de un modo no académico, científico (tantea las palabras buscando el término técnico correcto para describir la reacción de una tela negra sometida al calor), la de Stephen es especulativa, ingeniosa, literaria… y mucho más difícil de seguir. Algy es una referencia coloquial al poeta Algernon Swinburne, que calificó el mar de «gran madre dulce» y lourdily (‘pesadamente’) es o bien un arcaísmo literario o un neologismo influido por la estancia bohemia de Stephen en París (lourd significa ‘pesado’ en francés). La llamada de Mrs. MacCabe suscita en la imaginación de Stephen, propia de un escritor, la visión de su propio nacimiento con una sobrecogedora precisión: «Una de las de su hermandad tiró de mí hacia la vida, chillando», otra frase milagrosamente mimética que le hace a uno sentir el cuerpo resbaladizo del recién nacido en las manos de la comadrona. La fantasía ligeramente morbosa de que Mrs. MacCabe lleva en la bolsa un feto malogrado desvía el flujo de conciencia de Stephen hacia un ensueño complejo y fantasioso en el que el cordón umbilical es comparado a un cable que ata a todos los seres humanos a su primera madre, Eva, lo que explicaría por qué los monjes orientales se contemplan el ombligo… aunque Stephen no completa su pensamiento, pues su mente salta a otro concepto metafórico, comparando el cordón umbilical común de la humanidad con un cable telefónico, mediante el cual Stephen (apodado Kinch por su amigo Buck Mulligan) se imagina caprichosamente a sí mismo telefoneando al jardín del Edén.
Joyce no escribió todo el Ulises en forma de flujo de conciencia. Habiendo llevado el realismo psicológico hasta sus últimas consecuencias, en posteriores capítulos de la novela recurrió a varios tipos de estilización, pastiche y parodia: es una epopeya lingüística, tanto como psicológica. Pero terminó con el monólogo interior más famoso de todos, el de Molly Bloom.
En el último «episodio» (así se llaman los capítulos de Ulises), la mujer de Leopold Bloom, Molly, que hasta ese momento ha sido objeto de los pensamientos, observaciones y recuerdos de Bloom y de otros personajes, se vuelve sujeto, centro de conciencia. Durante la tarde ha sido infiel a Leopold con un promotor de conciertos llamado Blazes Boylan (ella es cantante semiprofesional). Ahora es de madrugada. Bloom acaba de meterse en la cama, despertando a Molly, y ella está echada a su lado, medio despierta, recordando, en un duermevela, los acontecimientos del día y de su pasado, especialmente sus experiencias con su marido y diversos amantes. El matrimonio Bloom de hecho lleva varios años sin tener relaciones sexuales normales, a consecuencia del trauma provocado por la muerte de su hijo recién nacido, pero permanecen unidos uno a otro por la familiaridad, por una especie de afecto exasperado e incluso por los celos. Bloom ha sentido durante todo el día la sombra de la cita de Molly con su amante, y el monólogo de Molly, muy largo y casi completamente desprovisto de puntuación, empieza con la hipótesis de que Bloom debe de haber tenido alguna aventura erótica, pues, cosa rara en él, ha afirmado su autoridad exigiendo que ella le lleve el desayuno a la cama a la mañana siguiente, cosa que no había hecho desde la época remota en que fingía estar enfermo para impresionar a una viuda llamada Mrs. Riordan (una tía de Stephen Dedalus, por cierto; es una de las numerosas pequeñas coincidencias que entretejen los acontecimientos aparentemente desconectados entre sí de Ulises) de la que esperaba recibir un legado, aunque a la hora de la verdad no les dejó nada, sino que destinó toda su herencia a pagar misas por el reposo de su alma… (Al parafrasear el soliloquio de Molly uno tiende a caer en su propio y desenfadado estilo.)
Mientras que los flujos de conciencia de Stephen y Molly reciben el estímulo de las impresiones de los sentidos, que les hacen cambiar de curso, Molly, en plena oscuridad, sin más distracción que algún que otro ruido procedente de la calle, se guía sólo por sus recuerdos: de uno sale otro, por algún tipo de asociación. Y mientras que la asociación en la conciencia de Stephen tiende a ser metafórica (una cosa evoca otra por similitud, una similitud a menudo secreta o caprichosa) y en Bloom metonímica (una cosa hace pensar en otra por una relación de causa a efecto, o por contigüidad en el espacio o en el tiempo), la asociación en la conciencia de Molly es simplemente literal: un desayuno en la cama le recuerda otro desayuno en la cama, del mismo modo que un hombre en su vida le hace pensar en otro hombre. Como la imagen de Bloom le lleva a evocar a otros amantes que ha tenido, no siempre es fácil saber a quién se refiere el pronombre él.