9.
EL FLUJO DE LA CONCIENCIA

La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores. Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente. Había que desmontar las puertas; acudirían los operarios de Rumpelmayer. Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa.

¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuvo esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora le pareció oír, abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana…!; como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que la embargaba, mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir; mirando las flores, mirando los árboles con el humo que sinuoso surgía de ellos, y las cornejas alzándose y descendiendo; y lo contempló, en pie, hasta que Peter Walsh dijo: «¿Meditando entre vegetales?» —¿fue eso?—. «Prefiero los hombres a las coliflores» —¿fue eso?—. Seguramente lo dijo a la hora del desayuno, una mañana en que ella había salido a la terraza, Peter Walsh. Regresaría de la India cualquiera de estos días, en junio o julio, Clarissa Dalloway lo había olvidado debido a lo aburridas que eran sus cartas: lo que una recordaba eran sus dichos, sus ojos, su cortaplumas, su sonrisa, sus malos humores, y, cuando millones de cosas se habían desvanecido totalmente —¡qué extraño era!—,unas cuantas frases como ésta referente a las verduras.

VIRGINIA WOOLF, Mrs. Dalloway (1925).

Traducción de Andrés Bosch.

«El flujo de conciencia» (stream of consciousness) fue una expresión acuñada por William James, el psicólogo —y hermano del novelista, Henry— para caracterizar el continuo flujo de pensamientos y sensaciones en la mente humana. Más tarde se la apropiaron los críticos literarios para describir un tipo particular de ficción moderna que intentaba imitar ese proceso, ejemplificado, entre otros autores, por James Joyce, Dorothy Richardson y Virginia Woolf.

Naturalmente, la presentación interiorizada de la experiencia siempre ha sido uno de los principales rasgos de la novela. Cogito, ergo sum («Pienso, luego existo») podría ser su divisa, aunque el cogito del novelista incluye no sólo razonamientos sino también emociones, sensaciones, recuerdos y fantasías. Los autobiógrafos que nos presenta Defoe en sus novelas y los personajes que escriben cartas en las de Richardson, en los albores del desarrollo de la novela como forma literaria, eran obsesivamente introspectivos. La novela clásica del siglo XIX, de Jane Austen a George Eliot, combinaba la presentación de sus personajes como criaturas sociales con un sutil y agudo análisis de sus vidas interiores, emocionales y morales. Hacia finales del siglo, sin embargo (se puede observar el proceso en Henry James), la realidad estaba cada vez más situada en la conciencia privada, subjetiva, de seres individuales, incapaces de comunicar la plenitud de su experiencia a otros. Se ha dicho que la novela basada en el flujo de conciencia es la expresión literaria del solipsismo, la doctrina filosófica según la cual nada es con toda certeza real excepto la propia existencia; pero podríamos igualmente argumentar que nos ofrece cierto alivio respecto a esa desoladora hipótesis, dándonos acceso a las vidas interiores de otros seres humanos, aunque sean ficticios.

No cabe duda de que este tipo de novela tiende a provocar simpatía hacia los personajes cuyo ser interior está expuesto a la vista, por más vanidosos, egoístas o innobles que puedan ser ocasionalmente sus pensamientos; o, para decirlo de otra manera, la inmersión continua en la mente de un personaje totalmente antipático sería intolerable tanto para el escritor como para el lector. Mrs. Dalloway es un caso particularmente interesante a este respecto, ya que su heroína también aparecía como un personaje secundario en la primera novela de Virginia Woolf, Fin de viaje (1915). En ella se usa un método narrativo autorial, más tradicional, para darnos un retrato muy satírico y lleno de prejuicios de Clarissa Dalloway y su marido, presentados como miembros esnobs y reaccionarios de la clase alta británica. Aquí, por ejemplo, está Mrs. Dalloway en su anterior encarnación preparándose para ser presentada a un erudito llamado Ambrose y su esposa:

Mrs. Dalloway, inclinando un poco la cabeza a un lado, se esforzó en recordar a Ambrose —¿era un apellido?— pero fracasó. Lo que había oído la había puesto ligeramente incómoda. Sabía que los eruditos se casaban con cualquiera, muchachas a las que conocían en granjas, en sesiones de lectura; o mujercitas del extrarradio que decían en un tono desagradable: «Por supuesto, ya sé que con quien quiere hablar es con mi marido, no conmigo». Pero en ese momento llegó Helen, y Mrs. Dalloway vio con alivio que aunque ligeramente excéntrica en apariencia, no iba desaseada, tenía modales, y su voz denotaba cierta reserva, lo que para ella quería decir que se trataba de una señora.

Se nos muestra lo que Mrs. Dalloway está pensando, pero el estilo en el que se reproducen sus pensamientos los coloca, y la coloca a ella misma, a una distancia irónica, que supone de hecho emitir un juicio silencioso sobre ambos. Hay pruebas de que cuando Virginia Woolf empezó a escribir de nuevo sobre ese personaje, era en un principio con la misma intención casi satírica; pero en esa época había empezado a practicar la novela del flujo de conciencia, y el método la empujó inevitablemente a trazar un retrato mucho más comprensivo de Clarissa Dalloway.

Hay dos técnicas básicas para presentar la conciencia en la ficción en prosa. Una es el monólogo interior, en el que el sujeto gramatical del discurso es un yo, y nosotros, por así decirlo, oímos a hurtadillas al personaje verbalizando sus pensamientos a medida que se producen. Analizaré ese método en la sección siguiente. El otro, llamado estilo indirecto libre, se remonta por lo menos a Jane Austen, pero fue empleado con creciente alcance y virtuosismo por novelistas modernos como Woolf. Reproduce el pensamiento del personaje en estilo indirecto (en tercera persona y en pretérito) pero respeta el tipo de vocabulario propio del personaje, y suprime algunas de las acotaciones, tales como «pensó», «se preguntó», etc., que requeriría un estilo narrativo más tradicional. Eso produce la ilusión de un acceso íntimo a la mente de un personaje, pero sin renunciar completamente a la participación autorial en el discurso.

«La señora Dalloway dijo que ella misma se encargaría de comprar las flores» es la primera frase de la novela: una afirmación hecha por un narrador autorial, pero impersonal e inescrutable, que no explica quién es Mrs. Dalloway o por qué necesitaba comprar flores. Esa abrupta zambullida del lector en medio de una vida en marcha (gradualmente vamos atando cabos hasta reconstruir la biografía de la protagonista) tipifica la presentación de la conciencia como un «flujo». La siguiente frase, «Sí, ya que Lucy tendría trabajo más que suficiente», desplaza el foco de la narración a la mente del personaje al adoptar el estilo indirecto libre, omitiendo una acotación propia del autor intrusivo como sería «se dijo Mrs. Dalloway»; además, se refiere a la doncella con familiaridad, mediante su nombre de pila, como lo haría la misma Mrs. Dalloway, y no por su función; y usa una expresión informal, coloquial, «tendría trabajo más que suficiente», que pertenece a la manera de hablar de la propia Mrs. Dalloway. La tercera frase tiene la misma forma. La cuarta retrocede ligeramente hacia un método autorial para informarnos del nombre completo de la protagonista y del placer que le produce la hermosa mañana veraniega: «Y entonces Clarissa Dalloway pensó: qué mañana diáfana, cual regalada a unos niños en la playa».

Las exclamaciones «¡Qué fiesta! ¡Qué aventura!» siguientes presentan superficialmente la apariencia del monólogo interior, pero no son la reacción de la protagonista, ya entrada en años, ante la belleza de la mañana al salir de su casa en Westminster para ir a comprar flores. Está recordándose a sí misma a la edad de dieciocho años recordándose a sí misma cuando era niña. O, para decirlo de otro modo, la imagen «cual regalada a unos niños en una playa», que le evoca esa mañana, le hace pensar en cómo parecidas metáforas, de niños «retozando» en el mar, le venían a la mente cuando se «zambullía»[2] en el aire fresco, tranquilo de una mañana de verano, «como el golpe de una ola, como el beso de una ola», en Bourton (una casa de veraneo, suponemos), donde veía a alguien llamado Peter Walsh (la primera alusión a una posible historia). Lo real y lo metafórico, el presente y el pasado, se entretejen y se influyen entre sí en las largas frases serpenteantes; cada pensamiento o recuerdo desencadena el siguiente. Siendo realista, Clarissa Dalloway no siempre puede confiar en su memoria: «¿Meditando entre vegetales? —¿fue eso?—. Prefiero los hombres a las coliflores —¿fue eso?».

Puede que las frases sean serpenteantes, pero, aparte de la licencia del estilo indirecto libre, son frases bien formadas y de elegante cadencia. Virginia Woolf ha colado de rondón algo de su propia elocuencia lírica en el flujo de conciencia de Mrs. Dalloway sin que se note demasiado. Si pusiéramos esas frases en primera persona, sonarían demasiado literarias y estudiadas para resultar convincentes como transcripción de los pensamientos desordenados de alguien. Sonarían a escritura, en un estilo bastante preciosista de reminiscencia autobiográfica:

¡Qué fiesta! ¡Qué aventura! Siempre tuve esta impresión cuando, con un leve gemido de las bisagras, que ahora me parece oír, abría de par en par el balcón, en Bourton, y salía al aire libre. ¡Qué fresco, qué calmo, más silencioso que éste, desde luego, era el aire a primera hora de la mañana…!; como el golpe de una ola; como el beso de una ola; fresco y penetrante, y sin embargo (para una muchacha de dieciocho años, que eran los que entonces contaba) solemne, con la sensación que me embargaba, mientras estaba en pie ante el balcón abierto, de que algo horroroso estaba a punto de ocurrir…

Los monólogos interiores de la novela posterior de Virginia Woolf, Las olas, adolecen de semejante artificiosidad, a mi modo de ver. James Joyce fue mejor exponente de esa manera de captar el flujo de conciencia.