7.
EL MISTERIO

—Mr. Vickery iba a ir tierra adentro esa misma tarde para hacerse cargo de cierta munición naval dejada después de la guerra en el fuerte de Bloemfontein. Sin detalles recibió la orden de acompañar al capitán Vickery. Él, en primera persona del singular —como una unidad—, él solito.

El marinero silbó de forma penetrante.

—Eso es lo que pensé —dijo Pyecroft—. Fui a tierra con él y me pidió que anduviéramos hacia la estación. Iba chasqueando con la dentadura, pero por lo demás parecía bastante contento.

—Sabrás —me dice— que el Circo Phyllis estará en Worcester mañana por la noche. O sea que la veré una vez más. Has sido muy paciente conmigo —dice.

—Vamos a ver, Vickery —le dije yo—, esto ya pasa de castaño oscuro. Allá tú con tus cosas. A mí no me vuelvas a meter en tus asuntos.

—¡Tú! —dijo él—. ¿De qué te quejas? Tú sólo has tenido que mirar. Yo soy eso —dice—, pero eso no está ni aquí ni allá —dice—. Tengo una cosa que decir antes de despedimos. Recuerda —dice; estábamos justo al lado de verja del jardín del almirante en ese momento—, recuerda que no soy un asesino, porque mi legítima esposa murió de parto seis semanas después de que yo me embarcara. De eso por lo menos tengo las manos limpias —dice.

—¿Entonces qué cosa de peso has hecho? —dije—. ¿Qué es lo demás?

—Lo demás —dice él— es silencio —y me dio la mano y chasqueando se introdujo en la estación de Simonstown.

—¿Se paró en Worcester para ver a Mrs. Bathurst? —pregunté yo.

—No se sabe. Se presentó en Bloemfontein, supervisó la carga de la munición en los vagones de mercancías, y luego desapareció. Se fue —desertó, si quieres decirlo así— cuando sólo le faltaban dieciocho meses para tener derecho a la pensión, y si lo que dijo de su mujer era verdad, era un hombre libre. ¿Tú lo entiendes?

RUDYARD KIPLING, «Mrs. Bathurst» (1904).

Unas páginas más atrás, comentando un episodio de intenso suspense en la novela de Thomas Hardy A pair of blue eyes, revelé que la heroína terminaba rescatando al héroe, pero no di más que un indicio sobre cómo lo hacía. Para lectores poco familiarizados con la novela convertí así un efecto de suspense («¿qué ocurrirá?») en un efecto de enigma o misterio («¿cómo lo hizo?»). Esas dos preguntas son los principales resortes del interés narrativo, tan antiguos como el mismo arte de contar historias.

Uno de los ingredientes básicos de la narración tradicional, por ejemplo, era el misterio que envolvía los orígenes y linaje de los personajes, invariablemente resuelto en un sentido ventajoso para el héroe o la heroína, una constante argumental que sobrevive incluso en la ficción decimonónica y aún es común hoy día en la ficción popular (en la ficción literaria tiende a usarse de forma paródica, como en M/F de Anthony Burgess o en mi propia novela El mundo es un pañuelo). Los novelistas victorianos como Dickens y Wilkie Collins explotaban el misterio en relación con asesinatos y otros delitos, lo que terminó redundando en la evolución de un subgénero separado, la clásica historia de detectives de Conan Doyle y sus sucesores.

Un misterio resuelto es en última instancia tranquilizador para los lectores, al afirmar el triunfo de la razón sobre el instinto, del orden sobre la anarquía, ya sea en las novelas de Sherlock Holmes o los casos clínicos de Sigmund Freud que presentan un parecido tan llamativo y sospechoso con aquéllas. Esa es la razón de que el misterio sea un ingrediente invariable de la narrativa popular, sea cual sea su forma: novela, películas o culebrones de televisión. Los modernos novelistas literarios, por el contrario, desconfían de las soluciones claras y los finales felices y han tenido tendencia a rodear sus misterios de un aura de ambigüedad y a dejarlos sin resolver. Nunca descubrimos de una vez por todas lo que Maisie sabía sobre el comportamiento sexual de sus parientes adultos, ni si Kurtz, el personaje de El corazón de las tinieblas de Conrad, era un héroe trágico o un diablo humano, o cuál de los finales alternativos de La mujer del teniente francés de John Fowles es el «verdadero».

El relato de Kipling «Mrs. Bathurst» es un famoso ejemplo de ese tipo de textos y resulta especialmente interesante tratándose de un escritor que disponía de un inmenso público popular, la mayor parte del cual debe de haberse sentido perplejo y exasperado ante esas elaboradas mistificaciones, imposibles de dilucidar. Eso mismo demuestra que era un escritor mucho más hábil, consciente de su arte y experimental de lo que suele creerse.

La historia se desarrolla en Sudáfrica poco después del final de la guerra de los bóers y gira en torno a la misteriosa desaparición de un marino británico llamado Vickery y apodado Clic por los chasquidos de su mal ajustada dentadura postiza. Lo poco que se sabe del caso emerge gradualmente en el transcurso de una conversación entre cuatro hombres que se encuentran por casualidad en un apartadero del ferrocarril junto a una playa del Cabo. Son: un tal Pyecroft, compañero de a bordo de Vickery, un sargento de Marina llamado Pritchard, un inspector de ferrocarriles llamado Hooper y un anónimo yo narrador (podemos deducir que es el mismo Kipling) que enmarca la historia describiendo las circunstancias del encuentro y reproduce la conversación. Pyecroft describe cómo, en los días que precedieron a su desaparición, Vickery insistió en llevarle con obsesiva frecuencia a ver un noticiario cinematográfico que formaba parte de un entretenimiento ambulante destinado a las tropas llamado Circo Phyllis, porque contenía unas breves imágenes de una mujer descendiendo de un tren en la estación Paddington. Era una viuda llamada Mrs. Bathurst, a la que Pyecroft y Pritchard conocían porque era la amable dueña de un pub neozelandés, y con la cual Vickery tenía evidentemente una relación culpable (aunque ella por su parte, como atestigua Pritchard, era una persona irreprochable). La llamativa descripción que Pyecroft (es decir, Kipling) hace de este fragmento de película —la primera que ve en su vida— es una de las primeras descripciones literarias que existen del cine, y resume el carácter esquivo del núcleo del relato:

Entonces las puertas se abrieron y los pasajeros salieron y los mozos cogieron las maleta, lo mismo que en la realidad. Sólo… sólo que cuando alguien venía andando y se acercaba demasiado a los que estábamos mirando, pues salían derechito del cuadro, por así decir… Bastante despacio, por detrás de dos mozos —llevando una bolsita de red en la mano y mirando a los lados— sale nuestra Mrs. Bathurst. Por su manera de andar se la podría haber distinguido entre cien mil. Avanzó —derecho—, miró al frente directamente a nosotros con esa mirada cegata a la que aludía Pritch. Siguió andando y andando hasta que salió de la imagen como derritiéndose, igual que… igualito que una sombra saltando por encima de una vela…

Vickery, convencido de que Mrs. Bathurst «le está buscando», llega a estar tan perturbado por ese espectáculo repetido que ello alarma a su superior y éste le manda a una misión solitaria en tierra, de la que nunca regresa. En el extracto citado, Pyecroft describe su última visión de Vickery, cuando le escoltó a tierra, y formula el enigma de su desaparición.

El efecto de misterio es imposible de ilustrar con una sola cita breve, pues es mantenido por un persistente flujo de pistas, indicios y datos desconcertantes. Y en el caso de «Mrs. Bathurst» hay un misterio suplementario: la pregunta de cuál es el misterio central. La historia-marco del encuentro de los cuatro hombres, y su cháchara, disputas e interminables recuerdos anecdóticos, parece ocupar más espacio textual que la historia de Vickery. El extracto citado, que es el momento en que el enigma de su desaparición resulta más claramente formulado y que debería hallarse cerca del comienzo en una historia al estilo de Sherlock Holmes, en este caso se encuentra, de hecho, muy cerca del final.

Del mismo modo que Vickery habla de asesinato sólo para declarar que él no ha cometido ninguno, así Kipling invoca la historia de detectives tan sólo para distanciarse de ella. El «inspector» Hooper (ese tratamiento podría hacer que se le confundiera con un policía) tiene en el bolsillo de su chaleco una dentadura postiza, encontrada en uno de los dos cadáveres quemados que han sido descubiertos tras el incendio de un bosque de teca tierra adentro. Eso parece una prueba forense de cómo terminó Vickery. «Cosas permanentes son las dentaduras postizas. Siempre salen a relucir en los juicios por asesinato», dice Hooper; pero al final del relato el narrador explica que «se sacó la mano del bolsillo del chaleco, vacía». Aunque atribuida al sentido que Hooper tiene del decoro, la mano vacía también simboliza la frustración del lector que querría una solución para el misterio. Incluso si aceptamos la identificación de Vickery y la explicación de su muerte, no sabemos qué fue lo que le condujo a un acto tan extremo, ni la identidad del segundo cadáver hallado a su lado (numerosos eruditos han debatido estas cuestiones, y ofrecido soluciones ingeniosas, sorprendentes a veces y dudosas siempre). Vickery, como Mrs. Bathurst en el noticiario, se ha salido de la imagen, ha saltado fuera del marco de la historia, y la verdad última sobre él es irrecuperable.

¿Por qué Kipling se burla de esa manera de sus lectores? La razón, creo, es que «Mrs. Bathurst» no es en absoluto, esencialmente, un relato de misterio, en el sentido habitual del término, sino una tragedia. La cita de Hamlet que constituyen las últimas palabras de Vickery de las que se tiene constancia («Lo demás es silencio»), el eco del Fausto de Marlowe («Por qué esto es el infierno y no estoy fuera de él») en la frase que dice antes: «Tú sólo has tenido que mirar. Yo soy eso», son algunas de las varias alusiones a la tragedia con mayúsculas que hay en el relato. Aquí, como en otros lugares, Kipling muestra que personas normales y corrientes, gente humilde que se expresa mal y lleva dentaduras postizas mal ajustadas, son sin embargo capaces de intensas emociones, pasiones violentas y una culpa paralizante; y que el mayor misterio de todos es el corazón humano.