Lo que no puedo soportar es que por un momento ella aceptó mis demandas, reconoció mis derechos. Cuando lo pienso me dan ganas de dar un puñetazo en la mesa…
Teléfono. Ring, ring. Un momento.
No. No era más que un estudiante en crisis. Sí, lo que me da ganas de aullar a la luna es imaginármela emborronando papel allá en Londres como si no hubiera pasado nada. Me habría gustado saber que había levantado la cabeza, sólo por un momentito, de su mundo imaginario, y había dicho…
Se me ha ocurrido otra idea, sin embargo. A lo mejor no está emborronando papel como si nada. A lo mejor está garabateando Dios sabe qué versión de lo ocurrido en la habitación de invitados. Una de esas heroínas suyas capaces de volverle a uno loco, una de esas mujeres estrambóticas, siempre con las antenas puestas y que se mueven de lado como los cangrejos, puede estar tramando vaya usted a saber qué extravagante maniobra ante la visión de los calzoncillos color berenjena de algún joven profesor presuntuoso. No hace falta que me mires de esa manera, muchas gracias: yo solito he caído en la cuenta de la ironía que hay en lo que acabo de escribir. Pero no es lo mismo, veamos: ella no está escribiendo privadamente a una amiga suya que vive en algún país cómodamente remoto. A quien está escribiendo es a mis amigos. Y a mis enemigos. Y a mis colegas. Y a mis alumnos.
¿Qué? ¿Que si mis calzoncillos son color berenjena? ¡Por supuesto que no! ¿Es que no tienes ni la menor idea de mis gustos? ¡Pero ella puede estar diciendo que son color berenjena! Eso es lo que hace esa gentuza: bordar, mejorar la verdad, ¡decir mentiras!
MICHAEL FRAYN, The trick of it
(Cogerle el tranquillo) (1989).
Las novelas escritas en forma de cartas eran inmensamente populares en el siglo XVIII. Pamela (1741) y Clarissa (1747), dos novelas epistolares de Samuel Richardson, largas, moralistas y psicológicamente agudas, fueron hitos en la historia de la narrativa europea e inspiraron a muchos imitadores tales como Rousseau (La nueva Eloísa) y Laclos (Las amistades peligrosas). El primer borrador que Jane Austen escribió de Sentido y sensibilidad tenía forma de carta, pero la autora se lo pensó mejor, intuyendo el declive que esperaba a la novela epistolar en el siglo XIX. En la era del teléfono la novela epistolar se ha convertido en rara avis, si bien, como Michael Frayn demostró recientemente con The trick of it, no se ha extinguido del todo, y vale la pena mantenerla viva.
El invento del fax podría provocar un revival de ese tipo de novela (quizá el cuento que da título al libro de Andrew Davies Dirty Faxes (Faxes indecentes), de 1990, es significativo a este respecto), pero en términos generales, el moderno novelista epistolar está obligado a poner entre sus corresponsales una distancia considerable para hacer que la convención parezca creíble. El héroe de Frayn, o su antihéroe, es un profesor universitario británico anónimo de treinta y tantos años, especializado en la obra de una novelista algo mayor que él, a la que el texto se refiere usando sus iniciales, J. L.
Él la invita a dar una conferencia en la universidad de la que es profesor y, con gran sorpresa por su parte, es invitado posteriormente a compartir con ella la cama del cuarto de invitados. Describe ese acontecimiento, y sus secuelas, en una serie de cartas a un amigo, también profesor universitario, residente en Australia.
Está dividido entre la atracción y el recelo. Por una parte, se vanagloria de su relación íntima con la mujer al estudio de cuya obra ha dedicado su carrera profesional; por otra, teme que ella explote esa relación convirtiéndola en nuevas novelas, y que al hacerlo le dé publicidad y al mismo tiempo la falsee. Venera la habilidad literaria de ella, pero también la envidia, y, paradójicamente, le molesta. Le saca de quicio el hecho de que a pesar de poseer su cuerpo (y finalmente, casarse con ella) no controla al mismo tiempo su imaginación literaria. Termina intentando, en vano, «cogerle el tranquillo» (es decir, escribir ficción) él mismo. Es un tema satírico muy conocido —el contraste entre las facultades críticas y creativas—, pero el ingenio del autor lo convierte en algo fresco y divertido.
La novela epistolar es una forma de ficción narrativa en primera persona, pero está dotada de algunos rasgos especiales que no se encuentran en el modo autobiográfico más habitual. Mientras que la historia que forma una autobiografía le es conocida al narrador antes de empezar a escribir, las cartas son la crónica de un proceso que está en curso; o, como lo expresó Richardson: «Mucho más vivo y conmovedor … será el estilo de aquellos que escriben en el momento álgido de una aflicción presente, con la mente atormentada por las punzadas de la incertidumbre … de lo que puede ser el estilo narrativo seco e inanimado de una persona que relata dificultades y peligros superados…».
El mismo efecto puede obtenerse naturalmente usando la forma de un diario, pero la novela epistolar tiene dos ventajas adicionales. En primer lugar, se puede poner más de un corresponsal, y de ese modo mostrar el mismo acontecimiento desde distintos puntos de vista, con interpretaciones totalmente diferentes, como Richardson demostró brillantemente en Clarissa. (Por ejemplo, Clarissa escribe a su amiga Miss Howe sobre una entrevista con Lovelace en la cual él está sinceramente dispuesto a renunciar a su pasado libertino; Lovelace relata la misma conversación a su amigo Belford como un estadio en su astuto plan para seducir a Clarissa.) En segundo lugar, aunque uno se limite, como hace Frayn, a un solo escritor, una carta, al revés que un diario, se dirige siempre a un destinatario específico, cuya reacción, tal como el narrador la imagina, condiciona el discurso y lo hace retóricamente más complejo, interesante y oblicuamente revelador.
Frayn explota esta última posibilidad con resultados particularmente brillantes. Su universitario es un personaje cargado de defectos cómicos —vanidad, ansiedad, paranoia— que deja constantemente al descubierto cuando prevé o imagina las reacciones de su amigo australiano («No hace falta que me mires de esa manera, muchas gracias…»). A veces las cartas se leen como monólogos dramáticos, en los cuales oímos solamente una parte del diálogo, y deducimos el resto: «¿Qué? ¿Que si mis calzoncillos son color berenjena? ¡Por supuesto que no! ¿Es que no tienes ni la menor idea de mis gustos?». Aquí, el estilo se acerca al skaz, esa imitación de la narración oral que analicé en la sección anterior; pero también puede dar cabida a un estilo literario consciente de serlo, como en la descripción: «Una de esas heroínas suyas capaces de volverle a uno loco, una de esas mujeres estrambóticas, siempre con las antenas puestas y que se mueven de lado como los cangrejos, puede estar tramando vaya usted a saber qué extravagante maniobra ante la visión de los calzoncillos color berenjena de algún joven profesor presuntuoso». Si esta frase parece ligeramente afectada, aplastada por demasiados adjetivos y adverbios, eso forma parte del propósito de Frayn. El narrador debe mostrar vívidamente la comedia de sus apuros, pero no puede permitírsele una verdadera elocuencia, pues ello contradeciría su incapacidad de «cogerle el tranquillo».
La escritura, estrictamente hablando, sólo puede imitar fielmente otra escritura. Su representación del discurso hablado y aún más de los acontecimientos no verbales, es altamente artificial. Pero una carta ficticia es indistinguible de una carta real. Una referencia a las circunstancias en las que una novela está siendo escrita, dentro de la misma novela, llamaría normalmente la atención sobre la existencia del autor «real» detrás del texto, rompiendo de ese modo el espejismo de realidad creado por la ficción, pero en la novela epistolar, al contrario, ese recurso refuerza el espejismo. Yo no incorporo, por ejemplo, llamadas telefónicas de mi agente al texto de la novela que estoy escribiendo, pero la llamada de un estudiante que interrumpe al profesor de Frayn en mitad de una frase es a la vez realista y reveladora de su carácter (está tan obsesionado por sí mismo que olvida sus responsabilidades respecto a sus alumnos).
El realismo pseudodocumental del método epistolar dio a los antiguos novelistas un poder sin precedentes sobre su público, comparable al hechizo que ejercen ciertos culebrones sobre los modernos telespectadores. Mientras se iba publicando, volumen tras volumen, la interminable Clarissa, era frecuente que algunos lectores suplicaran a Richardson que no hiciera morir a la heroína, y muchos de los primeros lectores de Pamela creyeron que estaban leyendo una correspondencia real, de la que Richardson no era más que el compilador. Los lectores modernos de novelas no se dejarán engañar de esa manera, claro está; pero es un hábil truco por parte de Frayn el hacer que su protagonista se queje del modo en que los escritores convierten la realidad en ficción («Eso es lo que hace esa gentuza: bordar, mejorar la verdad, ¡decir mentiras!») en un tipo de novela que fue concebida originalmente para conseguir que la ficción pareciera realidad.