Sally se limitó a comentar lo maravillosos que eran los Lunt porque estaba ocupadísima demostrando lo guapa que era. De pronto vio al otro lado del vestíbulo a un chico que conocía, un tipo de esos con traje de franela gris oscuro y chaleco de cuadros. El uniforme de Harvard o de Yale. Cualquiera diría. Estaba junto a la pared fumando como una chimenea y con aspecto de estar aburridísimo. Sally decía cada dos minutos: «A ese chico lo conozco de algo». Siempre que la llevaba a algún sitio, resulta que conocía a alguien de algo, o por lo menos eso decía. Me lo repitió como mil veces hasta que al fin me harté y le dije: «Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le das un beso bien fuerte? Le encantará». Cuando se lo dije se enfadó. Al final él la vio y se acercó a decirle hola. No se imaginan cómo se saludaron. Como si no se hubieran visto en veinte años. Cualquiera hubiera dicho que de niños se bañaban juntos en la misma bañera. Compañeritos del alma eran. Daba ganas de vomitar. Y lo más gracioso era que probablemente se habían visto sólo una vez en alguna fiesta. Luego, cuando terminó de caérseles la baba, Sally nos presentó. Se llamaba George algo —no me acuerdo—, y estudiaba en Andover. Tampoco era para tanto, vamos. No se imaginan cuando Sally le preguntó si le gustaba la obra… Era uno de esos tíos que para perorar necesitan unos cuantos metros cuadrados. Dio un paso hacia atrás y aterrizó en el pie de una señora que tenía a su espalda. Probablemente le rompió hasta el último dedo que tenía en el cuerpo. Dijo que la comedia en sí no era una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles. ¡Ángeles! ¿No te fastidia? Luego se pusieron a hablar de gente que conocían. La conversación más falsa que he oído en mi vida.
J. D. SALINGER, El guardián entre el centeno (1951).
Traducción de Carmen Criado.
Skaz es una palabra rusa bastante atractiva (a un anglófono le hace pensar en jazz y en scat)[1] que se usa para designar un tipo de narración en primera persona más próxima a la palabra hablada que a la escrita. En este tipo de novela o cuento, el narrador es un personaje que se refiere a sí mismo diciendo yo, y al lector llamándole tú. Usa el vocabulario y la sintaxis característicos del lenguaje coloquial, y da la impresión no de un relato cuidadosamente construido y pulido, sino de una charla espontánea. Más que leer, escuchamos, como quien escucha a un desconocido que nos hemos encontrado en un bar o en el compartimento de un tren y que habla por los codos. No hace falta decir que eso es un espejismo, producto de un esfuerzo muy calculado y una minuciosa reescritura por parte del autor «real». Un estilo narrativo que imitase fielmente la verdadera manera de hablar de la gente sería prácticamente ininteligible, como lo son las transcripciones de las conversaciones grabadas. Pero es un espejismo capaz de crear un poderoso efecto de autenticidad y sinceridad, de que lo que se dice es verdad.
Para los novelistas norteamericanos el skaz era una manera sencilla de liberarse de las tradiciones literarias heredadas de Inglaterra y Europa. El ímpetu crucial lo dio Mark Twain. «Toda la literatura americana moderna procede de un libro de Mark Twain llamado Huckleberry Finn», dijo Ernest Hemingway; una exageración, pero en absoluto desencaminada. El golpe de genio de Twain fue unir un estilo coloquial vernáculo con un narrador ingenuo, inmaduro, un adolescente más sensato de lo que él mismo cree, cuya visión del mundo adulto es de una frescura y honradez arrolladoras. He aquí, por ejemplo, la reacción de Huck ante distintos tipos de fe cristiana:
A veces la viuda me llevaba a un rincón y me hablaba de la Providencia de una manera que se le hacía a uno la boca agua; pero podía ser que al día siguiente Miss Watson volviera a tener la sartén por el mango y lo echaba todo por tierra otra vez. Me dio la impresión de que un pobre diablo tendría alguna posibilidad con la Providencia de la viuda, pero si le pillaba la Providencia de Miss Watson estaba perdido.
Holden Caulfield, el protagonista de la novela de J. D. Salinger, es un descendiente literario de Huckleberry Finn: más educado y sofisticado, hijo de una familia neoyorquina acomodada, pero al igual que Huck, es un joven desertor de la hipocresía, de la venalidad y, para usar una de sus palabras favoritas, de la insinceridad del mundo que le rodea. Una de las cosas que más horrorizan a Holden es la avidez de los chicos y chicas de su edad por adoptar el mismo comportamiento corrupto de los mayores. En el curso de la historia, Holden lleva a una amiga a una función de tarde de una obra de teatro en Broadway, protagonizada por una pareja de actores famosos, Alfred y Lynn Lunt. El narrador muestra a la amiga en cuestión, Sally, y al conocido con el que ésta se encuentra en el vestíbulo durante el entreacto, comportándose de un modo totalmente inauténtico, típico de los adultos.
Los rasgos del estilo narrativo de Holden que hacen que suene como si fuera hablado más que escrito, y hablado, concretamente, por alguien muy joven, no son nada difíciles de identificar. Hay mucha repetición (porque una elegante variación en el vocabulario exige pensarlo mucho) especialmente de expresiones coloquiales como «un tipo», «un tío», «cualquiera diría», «¿no te fastidia?» y «viejo» (un epíteto aplicado de manera promiscua a cualquier objeto o persona conocidos, sin importar su edad)… Como muchos jóvenes, Holden expresa la fuerza de sus sentimientos a través de la exageración, el recurso que los retóricos llaman hipérbole: «fumando como una chimenea», «como si no se hubieran visto en veinte años», «caérseles la baba». La sintaxis es simple. Las frases son típicamente cortas y nada complicadas. Muchas no están propiamente formadas, faltándoles el verbo («El uniforme de Harvard o de Yale»). Se encuentran errores gramaticales semejantes a los que cometen con frecuencia los hablantes. En las más largas, las oraciones están yuxtapuestas, en el orden en que parecen ocurrírsele al chico que habla, en vez de subordinadas unas a otras en estructuras complejas.
La informalidad del discurso de Holden es la garantía de su espontaneidad y autenticidad. Contrasta con la correcta pero pretenciosa charla mundana de George: «Dijo que la comedia en sí no era una obra maestra, pero que los Lunt eran unos perfectos ángeles». El carácter ridículo y afectado de la frase de George queda aún más de relieve al ser reproducida en forma de discurso indirecto, en contraste con lo que Holden, perdiendo los estribos, le espeta a Sally, y que es citado directamente: «Si le conoces tanto, ¿por qué no te acercas y le das un beso bien fuerte?».
Como digo, es bastante fácil describir el estilo de narración de Holden; pero resulta más difícil explicar cómo mantiene nuestra atención y nos subyuga durante toda una novela. Pues, que quede claro, es el estilo lo que hace interesante el libro. La historia que cuenta es episódica, no se sabe muy bien adónde quiere ir a parar, y está compuesta en gran parte por acontecimientos triviales. Y el lenguaje, juzgándolo con criterios literarios normales, resulta muy pobre. Salinger, el invisible ventrílocuo que nos habla a través de Holden, tiene que decir todo lo que quiere decir sobre la vida y la muerte y los valores últimos sin salirse de la limitada jerga de un chico neoyorquino de diecisiete años, renunciando a las metáforas poéticas, a la cadencia, a cualquier tipo de belleza estilística.
La respuesta, en parte, radica en el humor irónico creado por la aplicación del «bajo» lenguaje de Holden a las pretensiones sociales y culturales que exhiben Sally y George. La incorrección formal del inglés que usa Holden es también una fuente de comicidad; la frase más divertida del párrafo es «le rompió hasta el último dedo que tenía en el cuerpo», distorsión de «hasta el último hueso que tenía en el cuerpo», y un ejemplo más de expresión hiperbólica. Otra razón es que el lenguaje de Holden da a entender más de lo que dice. En el extracto citado, por ejemplo, está claro, aunque no lo reconozca, que está celoso de la figura masculina rival que es George, por más que Holden asegure que desprecia la ropa al estilo de Harvard y los modales refinados. El patetismo de la situación en la que se encuentra Holden Caulfield, aquí y en todo el libro, es tanto más eficaz cuanto que no se expresa explícitamente.
En última instancia, sin embargo, hay algo sorprendentemente poético en esta prosa: una sutil manipulación de los ritmos del lenguaje coloquial que hace que leerla, y releerla, sea un placer y no requiera esfuerzo. Como dicen los músicos de jazz, suena por sí misma.