9

El juez Gantry suspendió la vista poco después de las cinco y llamó a las partes a su despacho para lo que prometía ser una reunión movida. Theo salió a toda prisa y fue en busca de Julio, pero no vio rastro de él. Unos minutos después, aparcó en la parte de atrás del bufete de sus padres y entró. Elsa estaba ordenando su mesa, lista para marcharse.

—¿Qué, un buen día en el colegio? —le preguntó con su habitual sonrisa mientras le daba un abrazo.

—Pues no.

—¿Y por qué no?

—El colegio es un rollo.

—Claro, y aún lo es más cuando se está juzgando un caso interesante, ¿verdad?

—Exacto.

—Tu madre está con una clienta y, por lo que he oído, me parece que tu padre está practicando con el putt.

—Lo necesita —contestó Theo—. Hasta mañana.

—Adiós, cariño. Nos vemos mañana. —Elsa salió por la puerta principal, y Theo cerró tras ella.

Woods Boone guardaba un putt y unas bolas en su despacho para practicar sobre una gastada alfombra oriental que poco tenía que ver con un green de verdad. Varias veces al día, cuando necesitaba, según sus propias palabras, «estirar la espalda», tiraba unas cuantas bolas. Si fallaba, que era lo más corriente, las bolas se salían de la alfombra y rodaban por el suelo de madera con un ruido característico, uno que no era tan fuerte como el de una bola de la bolera, pero que se oía igual. De ese modo, todo el mundo en el piso de abajo sabía que el frustrado golfista de arriba había vuelto a fallar el golpe.

—Ah, hola, Theo —dijo el señor Boone.

Estaba sentado a su mesa, arremangado, con una pipa entre los dientes y un montón de papeles delante. No pateaba, desde luego.

—¿Qué tal, papá?

—¿Has tenido un buen día en el colegio?

—Sí, estupendo. —Siempre que se quejaba, cosa que no podía evitar de tanto en cuanto, le caía un sermón sobre la importancia de la educación y todo ese rollo—. Al salir del colegio, he pasado por el tribunal.

—Ya lo imaginaba. ¿Alguna novedad interesante?

Charlaron de la marcha del caso durante unos minutos. Su padre no parecía manifestar el menor interés en él, cosa que tenía perplejo a Theo. ¿Cómo era posible que un abogado no se apasionara con el acontecimiento judicial más importante del sistema judicial de Strattenburg?

Sonó el teléfono, y el señor Boone se disculpó. Theo bajó a ver cómo marchaban las cosas en el resto del bufete. Vince, el auxiliar, estaba trabajando con la puerta cerrada. Dorothy, la ayudante de Inmobiliario, se había marchado. Del despacho de la señora Boone salían voces muy serias. Así pues, Theo siguió caminando por el pasillo. A menudo había oído a gente llorar allí dentro, mujeres agobiadas por sus problemas conyugales y que necesitaban desesperadamente la ayuda de su madre.

No pudo evitar sonreír ante lo importante que era. Aunque no tenía el menor deseo de convertirse en un tipo de abogado parecido, se sentía muy orgulloso de ella.

Entró en su despacho, estuvo un rato jugando con Judge y, después, empezó sus deberes. Pasaron unos minutos, y empezaba a oscurecer. Judge gruñó al oír un ruido fuera, y, de repente, alguien llamó a la puerta. Theo, sorprendido, se levantó y miró por la ventana. Era Julio. Le abrió la puerta en el acto.

—Hola, Theo. ¿Podemos hablar aquí fuera? —preguntó, señalando con la cabeza lejos del edificio.

—Claro —repuso Theo, cerrando tras él—. ¿Se puede saber qué pasa?

—No lo sé.

—Te he visto en el tribunal esta tarde. ¿Qué hacías allí?

Julio se alejó unos pasos del edificio, como si alguien de dentro pudiera oírlo.

—Necesito alguien en quien confiar, Theo. Alguien que entienda de leyes.

—Puedes confiar en mí —le aseguró Theo, deseoso de escuchar el resto de la historia que no se había podido quitar de la cabeza durante todo el día.

—Vale, pero si te lo digo, no podrás contárselo a nadie, ¿entendido?

—Entendido, pero por qué vas a contarme algo si no puedo decírselo a nadie. No te entiendo.

—Necesito consejo. Alguien debe saberlo.

—¿Saber qué?

Julio metió las manos en los bolsillos de sus vaqueros y dejó caer los hombros. Parecía asustado. Theo pensó en él, en sus hermanos y en su madre, viviendo en un albergue para mendigos, lejos de su hogar y su país, sin su padre. No era de extrañar que tuvieran miedo de todo.

—Puedes confiar en mí, Julio —insistió Theo.

—De acuerdo. —Julio clavó los ojos en el suelo, incapaz de mirar a Theo a la cara—. Tengo un primo, de El Salvador. Está aquí, en Strattenburg. Es mayor, tendrá unos dieciocho o diecinueve años. Lleva un año en la ciudad. Trabaja en el campo de golf. Corta la hierba, pone agua en las neveras, esa clase de cosas. ¿Tú juegas a golf?

—Sí.

—Entonces conocerás a los chicos que cuidan del campo.

—Sí, a algunos.

Theo jugaba con su padre todos los sábados por la mañana en el campo municipal de la ciudad. Si lo pensaba, siempre había trabajadores en el recorrido, en las calles y en los green, por lo general hispanos.

—¿En qué campo? —preguntó, puesto que en los alrededores había tres.

—En ese donde fue asesinada esa señora.

—¿En Waverly Creek?

—Sí.

Theo notó que se le hacía un nudo en las tripas, un nudo muy apretado.

—Sigue —pidió, aunque algo le decía que era mejor que interrumpiera aquella conversación allí mismo, corriera a su despacho y cerrara la puerta.

—Resulta que tenía turno el día del asesinato. Estaba almorzando. Su rato para comer va de las once y media a las doce. Añora mucho su hogar, de modo que la mayoría de las veces se lleva su comida y come solo. Lleva siempre encima una foto de su familia, su padre, su madre y sus cuatro hermanos pequeños y come mientras la mira. Le pone muy triste, pero al mismo tiempo le recuerda por qué está aquí. Les envía dinero todos los meses. Son muy pobres.

—¿Y dónde suele comer? —preguntó Theo, que empezaba a intuir algo.

—Yo no entiendo mucho de golf. Solo sé lo que él me ha contado. «Calle» y «dog leg». ¿Sabes lo que significan esas palabras?

—Claro.

—Bueno, pues resulta que ese día mi primo estaba sentado bajo un árbol, en un dog leg, medio escondido porque el rato que tiene para comer es el único en que puede estar solo. Entonces vio al tipo ese, conduciendo su coche de golf a toda velocidad por el car-path. El tío llevaba la bolsa de palos en la parte de atrás, pero no estaba jugando. Lo que ocurría era que tenía mucha prisa. De repente, giró a la izquierda y a continuación aparcó el coche cerca del patio de la casa donde asesinaron a esa mujer.

Theo contenía el aliento.

—¡Dios mío!

Julio lo miró.

—Sigue, por favor —le pidió Theo.

—Así pues, el tipo saltó del coche, se acercó caminando hasta la puerta de atrás de la casa y entró. La puerta no estaba cerrada con llave, y el tipo se movía rápidamente, como si supiera lo que estaba haciendo. Mi primo no le dio demasiadas vueltas porque la gente que vive allí juega al golf constantemente. De todas maneras, le pareció raro que el hombre ese se quitara los zapatos en el patio. Y también hizo otra cosa que a mi primo le pareció rara.

—¿Qué cosa?

—El tipo llevaba un guante blanco en la mano izquierda. Eso es normal, ¿no?

—Sí. La mayoría de los jugadores diestros llevan un guante en la mano izquierda.

—Eso me dijo mi primo. Así pues, el tío ese estaba jugando al golf y decidió parar un momento en su casa…

—Y se olvidó de quitarse el guante —anticipó Theo.

—No sé, pero ahora viene la parte más rara. Cuando el hombre ese se quitó los zapatos y los dejó junto a la puerta, metió la mano en el bolsillo, sacó otro guante y se lo puso en la mano derecha. Dos guantes blancos.

El nudo en el estómago de Theo era como una pelota de fútbol.

—¿Para qué querría ponerse ese tipo dos guantes antes de entrar en casa? —preguntó Julio.

Pero Theo no respondió. Su mente estaba centrada en la imagen de Pete Duffy, sentado en el tribunal, rodeado de sus abogados, con una sonrisa de suficiencia en el rostro, como si hubiera cometido el crimen perfecto y no pudieran pillarlo.

—¿Qué calle era? —quiso saber Theo.

—La calle del Creek Course número seis, aunque no sé lo que significa.

«Ahí es donde está la casa de los Duffy», se dijo Theo.

—¿A qué distancia se encontraba tu primo?

—No lo sé. No conozco el sitio, pero está bastante escondido. Cuando el hombre salió de la casa, miró a su alrededor con aire suspicaz, para asegurarse de que nadie lo había visto. No tenía ni idea de que mi primo estaba mirando.

—¿Cuánto rato estuvo el hombre dentro de la casa?

—Poco. Mi primo no sospechó nada. Acabó su almuerzo y estaba rezando por su familia cuando el hombre salió por la misma puerta. Este paseó un momento por el patio, se tomó su tiempo y echó un vistazo a la calle. Luego, se quitó los guantes y los metió en su bolsa de palos, se calzó los zapatos, se puso al volante del cochecito y volvió al campo.

—¿Qué ocurrió a continuación?

—Mi primo volvió al trabajo a mediodía. Unas horas más tarde, estaba cortando el césped en el Nueve Norte cuando un compañero le dijo que algo había pasado en el Creek Course y que había policía por todas partes. Al parecer alguien había entrado en una de las casas y asesinado a una mujer. Durante toda la tarde, los rumores corrieron como la pólvora por el campo de golf, y mi primo acabó enterándose de qué casa era, de modo que se acercó con uno de los tractores de mantenimiento. Cuando vio que la policía tenía la casa rodeada, se alejó a toda prisa.

—¿Se lo contó a alguien?

Julio empujó una piedra con el pie y volvió a mirar en derredor. Había oscurecido, y nadie los observaba.

—Todo esto que te estoy contando queda entre tú y yo, ¿verdad?

—Pues claro.

—Bueno, mi primo es un «sin papeles». Mi madre tiene papeles para nosotros; pero mi primo no. El día siguiente al asesinato, la policía se presentó con un montón de preguntas. Allí hay otros dos chicos que también son de El Salvador y tampoco tienen papeles, de modo que el capataz les dijo a mi primo y a los otros dos que no asomaran la nariz por allí y se mantuvieran alejados un par de días. Y eso fue lo que hicieron. Si mi primo se hubiera presentado ante la policía lo habrían arrestado en el acto y devuelto a su país.

—O sea, que no se lo ha contado a nadie.

—No. Solo a mí. La otra noche estaba viendo la tele y salió una noticia que hablaba de un asesinato. Mostraron la casa, y mi primo la reconoció. También mostraron al señor Duffy, caminando por la acera. Mi primo dice que está seguro de que ese hombre caminaba igual que el que vio entrar en la casa.

—¿Y por qué te lo contó a ti?

—Porque soy su primo y voy al colegio. Mi inglés es bueno y tengo papeles. Él no entiende el sistema judicial y me pidió que se lo explicara. Yo le dije que procuraría enterarme. Por eso estoy aquí, Theo.

—¿Qué quieres de mí?

—Que nos digas lo que debemos hacer. Mi primo podría ser un testigo importante, ¿no?

—Desde luego.

—Entonces, ¿qué debe hacer?

«Correr de vuelta a El Salvador», pensó Theo, pero no lo dijo.

—No sé. Déjame que lo piense —dijo, acariciándose la barbilla. Los aparatos de los dientes de repente le dolían. Dio una patada a una piedra y se imaginó el escándalo que se organizaría si el primo de Julio llegaba a sentarse en el estrado de los testigos.

—¿Hay algún tipo de recompensa? —preguntó Julio.

—¿Tu primo quiere dinero?

—Todo el mundo quiere dinero.

—No lo sé, pero puede que sea demasiado tarde. El juicio está medio acabado. —Theo dio una patada a otra piedra y, durante un momento, los dos chavales se miraron los zapatos.

—Esto es increíble —dijo Theo, que se sentía aturdido y confuso. Sin embargo, su raciocinio le decía que aquella situación lo superaba por completo. Tendrían que ser los adultos quienes se ocuparan de ella.

Era imposible guardar semejante secreto.

—¿Qué? —preguntó Julio, que miraba fijamente a Theo, esperando sus sabios consejos.

—¿Dónde vive tu primo?

—Cerca de Quarry, pero nunca he estado allí.

Theo lo suponía. Quarry era el barrio más difícil de la ciudad, donde vivía la gente con menos recursos. Strattenburg era una ciudad pacífica, pero siempre que había alguna refriega por drogas o algún altercado era en el Quarry.

—¿Puedo hablar con tu primo?

—No lo sé, Theo. Está muy nervioso con todo esto. Tiene miedo de meterse en problemas. Su trabajo es muy importante para la familia que ha dejado atrás.

—Lo entiendo, pero necesito comprobar los hechos antes de decidir qué hacer. ¿Cada cuándo ves a tu primo?

—Una o dos veces por semana. Suele pasar por el albergue a ver a mi madre. Añora mucho su hogar, y nosotros somos la única familia que tiene aquí.

—¿Tiene teléfono?

—No, pero vive con otros como él, y uno de ellos tiene.

Theo caminó arriba y abajo por el aparcamiento, sumido en sus pensamientos.

—De acuerdo. El plan es este. Supongo que esta noche también necesitas que te ayude con el álgebra, ¿no?

—Bueno…, sí.

—Tú di simplemente que sí.

—Sí.

—Bien. Ve a ver a tu primo y dile que pase por el albergue dentro de una hora. Yo iré para ayudarte con los deberes y fingiré que me tropiezo con él. Dile que soy de fiar y que no revelaré su secreto a nadie a menos que él me lo permita. ¿Entendido?

—Lo intentaré. ¿Qué pasará cuando hayas hablado con él?

—No lo sé. No he llegado tan lejos.

Julio desapareció en la noche, y Theo regresó a su despacho, donde tenía un archivo con todos los datos del caso Duffy.

Había recortes de diario, una copia de la citación por asesinato y el resultado de sus búsquedas por internet acerca de Duffy, de Clifford Nance e incluso de Jack Hogan, el fiscal.

Todos los abogados tenían sus archivos.

Era miércoles por la noche, y eso significaba comida para llevar del Golden Dragon que los Boone cenaban en el estudio mientras veían la reposición de algún episodio de la serie favorita de Theo: Perry Mason.

La señora Boone seguía con su clienta, una pobre mujer a la que de vez en cuando oía sollozar a través de la puerta. El señor Boone se disponía a salir hacia el restaurante chino cuando Theo le explicó que necesitaba ir al albergue para ayudar a Julio.

—De acuerdo, pero no tardes —le dijo su padre—. Recuerda que cenamos a las siete.

—No te preocupes.

«Claro que cenaremos a las siete».

El bufete tenía una biblioteca en el piso de abajo, cerca de la entrada. En el centro había una gran mesa alargada, con sillas de piel alrededor. Las paredes estaban llenas de gruesos libros de leyes. Las reuniones importantes se celebraban entre esas cuatro paredes. De vez en cuando, los abogados se reunían allí para negociar o recoger alguna declaración. A Vince, el auxiliar, le gustaba trabajar en ella. Y también a Theo, cuando el bufete estaba tranquilo. Le gustaba igualmente entrar a hurtadillas por la tarde, cuando el despacho había cerrado y los demás se habían marchado.

Entró con Judge y cerró la puerta. No encendió las luces, sino que se acomodó en una silla, apoyó los pies en la mesa y contempló las hileras de libros en la penumbra. Cientos de libros. Del final del pasillo le llegaban las distantes voces de su madre y su clienta.

Theo no conocía a ningún otro chico cuyos padres trabajaran juntos en la misma profesión. Tampoco conocía a ningún otro chico que se encerrara en un despacho al terminar la escuela. A esa hora, la mayoría de sus amigos se dedicaban a jugar a fútbol, a béisbol, a nadar o hacer el vago en sus casas a la espera de la cena. Sin embargo, allí estaba él, sentado en la biblioteca a oscuras, meditando acerca de los acontecimientos de la hora anterior.

Le encantaba aquel sitio, el penetrante olor del cuero gastado, de las viejas alfombras y de los polvorientos libros. El aire de importancia que tenía.

¿Cómo podía ser que él, Theodore Boone, supiera la verdad sobre el asesinato de la señora Duffy? De entre todos los habitantes de Strattenburg, casi setenta y cinco mil, ¿por qué le había tocado a él? Se trataba del caso criminal más importante ocurrido en la ciudad desde los años cincuenta y, de repente, él, Theo, se hallaba en su epicentro.

Y no tenía la menor idea de qué hacer.