8

Julio lo estaba esperando. Theo dejó su bici en el soporte, junto al mástil de la bandera del colegio, y lo saludó en español.

—Hola, Julio, buenos días.

—Hola Theo.

Theo cerró la cadena alrededor de la rueda delantera con el candado. Aquello seguía molestándolo. Hasta el año anterior, nadie había robado una bicicleta en Strattenburg. Luego, empezaron a desaparecer, y los padres a insistir en que las cerraran con candado.

—Gracias por tu ayuda anoche —le dijo Julio en un inglés correcto pero con fuerte acento.

El hecho de que se hubiera acercado a Theo por propia voluntad e iniciado una conversación suponía un gran paso adelante. Al menos eso le pareció a Theo.

—No hay problema. Cuando quieras.

Julio miró en derredor. Los niños que bajaban de los autobuses estaban entrando en la escuela.

—Tú entiendes de leyes, ¿no Theo?

—Tanto mi padre como mi madre son abogados.

—¿Y de policía, tribunales y todo eso?

Theo se encogió de hombros. Nunca negaba que sabía bastante de asuntos legales.

—Entiendo mucho de todo eso. ¿Qué ocurre?

—Ese juicio tan importante, es el del señor Duffy, ¿no?

—Sí, está acusado de asesinato, y es un caso importante.

—¿Podemos hablar del asunto?

—Claro —repuso Theo—. ¿Puedo saber por qué?

—Quizá sepa alguna cosa.

Theo lo miró a los ojos, y Julio apartó la vista, como si hubiera hecho algo malo. Uno de los supervisores gritó a un grupo de estudiantes que dejaran de hacer el tonto y entraran de una vez. Theo y Julio se encaminaron hacia la puerta.

—Te veré durante el almuerzo —le dijo Theo.

—Está bien. Gracias.

—No hay problema.

Si Theo no tenía suficientes cosas en la cabeza con el juicio del caso Duffy, en ese momento ya tenía otra cosa en la que pensar. ¿Qué podía saber sobre el asesinato de Myra Duffy un chaval de doce años, sin techo y recién llegado de El Salvador?

Nada, decidió Theo mientras entraba en Home Room. Dio los buenos días al señor Mount y sacó las cosas de la mochila. No se sentía nada contento. El juicio, el juicio más importante de la historia de Strattenburg se reanudaría en media hora, y él no estaría allí para verlo. «¡No hay justicia!», se dijo.

Durante el recreo de la mañana, Theo se escabulló a la biblioteca, se escondió en uno de los cubículos de consulta, encendió el portátil y se puso a trabajar.

La relatora del juicio del caso Duffy era una tal señorita Finney. Por lo que Theo había oído en los tribunales, era la mejor de la ciudad. Se sentaba siempre justo por debajo del juez y al lado del estrado de los testigos. Era el mejor lugar de la sala y con todo merecimiento, puesto que su trabajo consistía en anotar todo lo que dijeran durante el juicio tanto el juez como los letrados, los testigos y, por último, el jurado. Manejando su máquina estenográfica, la señorita Finney era capaz de registrar doscientas palabras por minuto.

En otro tiempo, a decir del señor Boone, los relatores judiciales utilizaban taquigrafía, una forma de anotación que incluía símbolos, códigos, abreviaciones y cualquier otra cosa que fuera necesaria para registrar los diálogos. Una vez finalizado el juicio, el relator traducía las notas taquigráficas y las pasaba a máquina para conseguir una transcripción en limpio de todo lo dicho durante las vistas. Era un trabajo difícil que podía llevar semanas e incluso meses.

Sin embargo, en esos momentos, y gracias a la tecnología, el trabajo de anotación resultaba mucho más fácil. Y, mejor aún, proporcionaba un registro instantáneo del juicio. En la sala había como mínimo cuatro ordenadores de sobremesa: uno en el estrado, para el juez Gantry; otro en la mesa de la defensa; otro en la mesa del fiscal, y un último, para el bedel del tribunal. A medida que la señorita Finney recogía palabra tras palabra, el texto era traducido, formateado y archivado como Zip en el sistema, de manera que los cuatro ordenadores controlaban la marcha del juicio en tiempo real.

En un juicio se producen a menudo discusiones sobre si determinado testigo ha dicho tal o cual cosa. Antiguamente, los jueces tenían entonces que interrumpir la vista mientras el pobre relator rebuscaba entre sus notas hasta que encontraba lo que había escrito. Por suerte, en esos momentos el registro estaba disponible de forma instantánea y resultaba mucho más fiable.

La señorita Finney compartía despacho en el segundo piso con otros relatores. El sistema de software que utilizaban se llamaba «Veritas». Theo se había introducido de tapadillo en el sistema en más de una ocasión, cuando había sentido curiosidad por lo ocurrido en la sala.

No era un sistema seguro porque la información estaba a disposición del tribunal. Cualquiera podía entrar en la sala y presenciar la vista. Eso sí, cualquiera que no estuviera sujeto a horario escolar. Por eso, aunque no pudiera asistir personalmente, Theo había planeado la forma de enterarse de lo que estuviera ocurriendo.

No se había perdido gran cosa. El primer testigo del segundo día había sido el jefe de seguridad que trabajaba en la entrada principal de la urbanización de Waverly Creek. Esta tenía dos puertas, la Principal y la Sur, y ambas contaban con garitas donde había un vigilante armado las veinticuatro horas del día y cámaras de seguridad. El responsable de la seguridad echó mano de las grabaciones y declaró que, el día de autos, el señor Duffy, o al menos su coche, había salido por la puerta principal a las seis y cuarenta y ocho de la mañana y regresado a las diez y veintidós.

Los registros demostraban que el coche del señor Duffy se encontraba en casa cuando su esposa fue asesinada. Sin embargo, la cuestión no tenía ninguna trascendencia puesto que él ya lo había admitido: salió a trabajar, regresó a casa, aparcó el coche, subió a su carrito de golf y se fue al campo dejando a su esposa en casa, todavía con vida.

«¡Gran cosa!», pensó Theo, que comprobó la hora. Le quedaban cinco minutos.

La acusación estaba haciendo una tediosa descripción de todos los vehículos que habían entrado en Waverly Creek aquella mañana. Había un camión de fontanería y sus hombres, que habían ido a casa de uno de los residentes. Otro de una empresa que ponía suelos, y varios más. Theo tuvo la impresión de que el fiscal estaba intentando enumerar a todos los no residentes que habían entrado ese día.

¿Y para demostrar qué? Quizá Jack Hogan pretendía demostrar que no había vehículos ni personas sin autorización en Waverly Creek en el momento del crimen. A Theo le pareció que iba demasiado lejos.

Comprendió que se estaba perdiendo una parte muy aburrida del juicio, de modo que apagó el portátil y se marchó corriendo a clase.

Julio no estaba en la cafetería. Theo comió algo a toda prisa y fue en su busca. La curiosidad lo azuzaba y cuanto más rato pasaba sentado en clase más se impacientaba por enterarse de lo que Julio decía saber. Preguntó a otros chicos de séptimo, pero nadie sabía dónde estaba Julio.

Theo regresó a la biblioteca y al mismo cubículo y rápidamente se introdujo en el sistema de la señorita Finney. La vista se había suspendido para almorzar, como él esperaba. De no haber sido así, habría buscado alguna excusa para correr al centro durante la pausa de mediodía y comprobar la situación por sí mismo.

Tal como suponía, la acusación había intentado demostrar que no había vehículos sin autorización en Waverly Creek en el momento del asesinato. En consecuencia, y siguiendo la teoría de Jack Hogan, el asesino no era alguien que hubiera entrado sin permiso. Cualquier desconocido habría sido detectado por las estrictas medidas de seguridad. Así pues, el asesino tenía que ser alguien que pudiera entrar y salir sin llamar la atención de los vigilantes. Alguien que viviera allí. Alguien como Pete Duffy.

Aquel intento de la acusación suscitó una airada reacción por parte de Clifford Nance, que hasta ese momento había permanecido en silencio. Durante un acalorado y a ratos áspero contrainterrogatorio, Nance obligó al jefe de seguridad a reconocer: uno, que en Waverly Creek había ciento cincuenta y cuatro casas individuales y ochenta pareadas; dos, que los residentes de la urbanización tenían en total cuatrocientos setenta y siete vehículos; tres, que el camino asfaltado de servicios no estaba vigilado ni por guardias ni por cámaras, y cuatro, que había además otros dos caminos de acceso de gravilla que no figuraban en el mapa.

El señor Nance subrayó el hecho de que Waverly Creek abarcaba unas cuatrocientas ochenta hectáreas con numerosos arroyos, riachuelos, balsas, bosques, claros, avenidas, casas, viviendas pareadas y tres campos de golf y que, por lo tanto, resultaba completamente imposible controlarlo en su totalidad.

El responsable de seguridad no tuvo más remedio que estar de acuerdo a pesar suyo.

Más tarde reconoció también que no había forma de saber quién se encontraba en el interior de la urbanización en un momento dado y quién no.

A Theo, el contrainterrogatorio no solo le pareció brillante y muy eficaz, sino que le hizo lamentar habérselo perdido.

—¿Qué estás haciendo?

La voz sobresaltó a Theo y lo hizo volver a la realidad del colegio. Era April, que conocía sus escondrijos.

—Mirando lo que pasa en el juicio.

—Yo espero no volver a pisar un tribunal.

Theo cerró el portátil, y los dos se trasladaron a una mesa, cerca de los periódicos. April deseaba hablar y, entre susurros, le contó el calvario que había sido tener que declarar ante un tribunal mientras un montón de adultos la miraban con mala cara.

El timbre que señalaba el final de las clases sonó a las tres y media. Veinte minutos más tarde, Theo se hallaba en la sala del tribunal. No estaba tan llena como el día antes y pudo sentarse al lado de Jenny, su verdadero amor del Tribunal de Familia. Ella le dio una palmada en la pierna, como si no fuera más que una simpática mascota, cosa que siempre irritaba a Theo.

El jurado no estaba, y tampoco el juez. La vista parecía haberse interrumpido.

—¿Qué pasa? —preguntó Theo.

—Están discutiendo en el despacho del juez —le contestó Jenny en voz baja, frunciendo el entrecejo—. ¿Sigues pensando que es culpable? —dijo en voz aún más baja.

—Sí. ¿Y tú?

—No lo sé.

Estuvieron cuchicheando durante unos minutos, hasta que vieron movimiento junto al estrado. El juez Gantry entró en la sala, seguido de los letrados, y el alguacil fue a buscar al jurado.

El siguiente testigo de la acusación fue un banquero. Jack Hogan empezó haciéndole una serie de preguntas sobre los préstamos concedidos a Pete Duffy. Se habló mucho de finanzas, riesgos y garantías, asuntos que en su mayor parte escapaban a la comprensión de Theo que, observando al jurado, se dio cuenta de que tampoco entendía gran cosa. La declaración no tardó en hacerse tediosa y aburrida. Theo llegó a la conclusión de que, si la intención de Jack Hogan era demostrar que Duffy estaba en apuros y necesitaba dinero, había elegido a un mal testigo.

No fue un buen día para la acusación, al menos en opinión de Theo. Contempló la sala a su alrededor y vio que el siniestro Omar Cheepe no estaba. De todas maneras dio por hecho que no andaría lejos, observando o escuchando.

El banquero estaba a punto de lograr que todo el mundo se durmiera. Theo alzó la vista hacia la galería y vio que se hallaba vacía, salvo por una persona. Julio estaba allí, en un extremo de la primera fila, inclinado por la cintura, de modo que su cabeza apenas resultaba visible, como si supiera que no debía estar donde estaba.

Theo se volvió, miró al testigo, al jurado y se preguntó qué hacía Julio presenciando el juicio.

Sabía algo.

Unos minutos más tarde, Theo volvió a levantar la vista. Julio no estaba solo. Omar Cheepe se había sentado justo detrás y él no se había dado cuenta de que lo estaba observando.