Los martes por la noche querían decir cena en un comedor de caridad. No era la peor cena de la semana. Esa solía ser la del domingo por la noche, cuando su madre intentaba asar un pollo. De todas maneras, tampoco era una gran cena.
Se trataba de un amplio comedor situado en el sótano de una iglesia reconvertida, donde la gente sin hogar se reunía para cenar y pasar la noche. La comida la preparaban voluntarios que normalmente ofrecían sándwiches, patatas chips, fruta y galletas.
«Todo de bolsa», solía decir su madre. Evidentemente podría haber sido más sano.
Theo había oído decir que en Strattenburg había unas trescientas personas sin hogar. A veces los veía por Main Street, donde pedían limosna y dormían en los bancos. También los había visto buscando comida en los contenedores de basura. La ciudad estaba preocupada por la cantidad que había y por la falta de camas disponibles en los albergues. El ayuntamiento parecía discutir la cuestión todas las semanas.
La señora Boone también estaba preocupada. Su interés por las madres sin hogar la había llevado a montar un programa de ayuda para las víctimas de la violencia doméstica. Mujeres que habían sido golpeadas y amenazadas. Mujeres que no tenían un lugar donde vivir ni nadie en quien apoyarse. Mujeres con hijos que necesitaban ayuda y no sabían dónde encontrarla. La señora Boone, junto con otras abogadas de la ciudad, había puesto en marcha una pequeña clínica legal para tender una mano a esas infelices.
Así pues, todos los martes por la noche, la familia Boone caminaba las pocas manzanas de distancia que había entre su bufete y el albergue de Highland Street, donde pasaban unas cuantas horas con los más desfavorecidos. Primero, se turnaban para repartir la cena entre el centenar de mendigos que se reunían allí y, después, tomaban un bocado rápido.
Aunque se suponía que no tenía por qué saberlo, Theo había oído hablar a sus padres acerca de si debían aumentar de doscientos dólares a trescientos su aportación mensual al albergue. Sus padres no eran ricos, ni mucho menos. Sus compañeros de colegio creían que tenía dinero porque tanto su padre como su madre eran abogados; pero lo cierto era que su trabajo no les rendía tanto. Vivían modestamente, exceptuando la educación de Theo, y disfrutaban siendo generosos con los que tenían menos.
Después de la cena, el señor Boone montó un improvisado consultorio al fondo del comedor, y unas cuantas personas sin hogar fueron a verlo. Normalmente, los ayudaba a resolver problemas que iban desde ser desahuciados de sus cuchitriles a que les negaran los cupones de comida o la asistencia sanitaria. El padre de Theo comentaba a menudo que esos eran sus clientes favoritos. No podían pagarle honorarios, de modo que no tenía la menor urgencia por cobrar. Además, disfrutaba de verdad hablando con ellos. Por su parte, estos se mostraban agradecidos por la ayuda que les brindaba.
Dada la naturaleza más delicada de su trabajo, la señora Boone atendía a sus clientes en una pequeña habitación del piso de arriba. La primera de esa noche tenía dos hijos pequeños, pero carecía de trabajo y de dinero y, de no haber sido por el albergue, no habría tenido un lugar donde pasar la noche.
El trabajo de Theo consistía en ayudar con los deberes de la escuela. El albergue contaba con varias familias que tenían permiso para pasar allí hasta doce meses, que era el límite máximo de estancia en High Street. Al cabo de un año, tenían que buscarse otro sitio. La mayoría de ellos acababan encontrando un trabajo y un lugar donde vivir, pero les llevaba tiempo. Mientras permanecían en el albergue, se los trataba como a cualquier otro residente de Strattenburg y se les proporcionaba comida, ropa y atención médica. Tenían trabajo o lo estaban buscando y eran bienvenidos a los servicios religiosos.
Sus hijos asistían a las escuelas locales. Por las noches, los voluntarios de la iglesia organizaban en el albergue sesiones para ayudarlos con los deberes. El cometido de Theo todos los martes consistía en dar clases de inglés a Héctor y a Rita, unos gemelos de segundo curso, y a echar un cable a su hermano con el álgebra. Provenían de El Salvador, y su padre había desaparecido en circunstancias misteriosas, dejándolos sin hogar. La policía los había encontrado, viviendo bajo un puente con su madre.
Como siempre Héctor y Rita se mostraron encantados de ver a Theo y le hicieron compañía mientras se tomaba su sándwich. Luego, se escabulleron hasta una espaciosa habitación del final del pasillo donde otros niños recibían lecciones.
—Nada de español —insistió—. Solo inglés.
El nivel de inglés de Rita y de Héctor era increíble. Lo estudiaban todo el día en el colegio y después se lo enseñaban a su madre. Encontraron una mesa libre cerca de un rincón, y Theo empezó a leerles un libro de cuentos ilustrado que hablaba de una rana que se había perdido en el mar.
La señora Boone había insistido para que Theo recibiera sus primeras clases de español en cuarto curso, que era el primer curso en que se ofrecían. Cuando la asignatura resultó demasiado floja, contrató a un profesor particular que pasaba por el bufete dos días a la semana para profundizar más. Teniendo a su madre encima constantemente y con la inspiración cotidiana de madame Monique, Theo estaba aprendiendo rápidamente.
Leyó una página. Rita la releyó y después Héctor. Theo les corrigió las faltas y prosiguió. Con un par de docenas de chavales trabajando en sus deberes, la sala era ruidosa, casi caótica.
Los gemelos tenían un hermano mayor, Julio, que estaba en séptimo curso y era tan tímido que llegaba a resultar un problema. La señora Boone suponía que el pobre chaval arrastraba el trauma de haber perdido a su padre en un país desconocido donde no tenían a nadie.
Siempre tenía una teoría cuando alguien se comportaba de modo extraño.
Cuando Theo acabó la lectura del segundo libro con Rita y Héctor, Julio se les unió y se sentó con ellos.
—¿Qué tal? —le preguntó Theo.
Julio se limitó a sonreír y apartó la mirada.
—Leamos otro libro —propuso Héctor.
—Dentro de un momento.
—Tengo problemas con el álgebra —dijo Julio—. ¿Me puedes ayudar?
—¡Está con nosotros! —le espetó Rita a su hermano, lista para pelear.
Theo fue a buscar un par de libros a la estantería y dio uno a Rita y otro a Héctor. Luego, les entregó papel y lápiz.
—Leedlos —les ordenó— y pronunciad las palabras en voz alta. Si encontráis una que no entendéis, anotadla, ¿vale?
Abrieron sus libros como si estuvieran compitiendo.
Acto seguido, Theo y Julio se sumergieron en el mundo del álgebra.
A las diez, los Boone estaban en casa, delante del televisor, y Judge dormía en el sofá, con la cabeza en el regazo de Theo. El caso Duffy era la única noticia destacable de Strattenburg, y las dos cadenas locales no daban prácticamente nada más. Había un vídeo de Pete Duffy saliendo de los juzgados, escoltado por abogados, auxiliares y tipos vestidos de negro y de expresión adusta. Otro vídeo, rodado desde el aire, mostraba la vivienda de los Duffy, situada junto a la calle del hoyo seis, en Waverly Creek. Un reportero hizo un resumen de las declaraciones de los testigos desde el exterior de los juzgados. El juez Gantry había decretado secreto de sumario, y ni los letrados, ni la policía ni los testigos tenían permiso para hablar o dar su opinión sobre el caso.
El juez Gantry también había prohibido las cámaras en su tribunal, de manera que los equipos de televisión tenían que esperar fuera.
Theo no había hablado de otra cosa, y sus padres compartían su idea de que Duffy era culpable. De todas maneras, demostrarlo no iba a ser cosa fácil.
Durante los anuncios, Theo se puso a toser. Al ver que no conseguía llamar la atención de sus padres, tosió con más fuerza.
—Creo que me duele la garganta —se quejó.
—Me parece que estás un poco pálido —dijo su padre—. ¿No estarás enfermo?
—No me encuentro bien.
—¿Te pican los ojos?
—Eso creo.
—¿Y te duele la cabeza?
—Sí, pero no mucho.
—¿Mocos? ¿Te gotea la nariz?
—Sí.
—¿Cuándo ha empezado? —quiso saber su madre.
—Me parece que estás muy enfermo —declaró su padre—. Creo que mañana deberías saltarte el colegio, no sea que vayas a contagiar tu terrible infección. De todas maneras, me parece que sería buena idea que fueras al tribunal, a presenciar el juicio del caso Duffy. ¿Tú qué opinas, mamá?
—Ya entiendo. Un repentino ataque de gripe.
—Seguramente no es más que otro de esos ataques que duran veinticuatro horas y que desaparecen milagrosamente cuando acaban las clases del día —comentó su padre.
—De verdad que no me encuentro bien —insistió Theo, que a pesar de verse descubierto mantuvo valientemente su postura.
—Tómate una aspirina. Puede que te corte la tos —dijo Woods Boone, que rara vez iba al médico y creía que la mayoría de la gente gastaba demasiado en medicamentos.
—¿Puedes toser un poco más para que lo veamos? —le pidió su madre, que solía mostrarse bastante más comprensiva cuando él se encontraba mal.
Lo cierto era que Theo tenía un largo historial de dolencias fingidas, especialmente cuando tenía algo mejor que hacer que ir al colegio.
Su padre se echó a reír.
—Sí, ha sido una tos realmente floja, Theo, incluso tratándose de ti.
—Podría estar muriéndome —repuso Theo, intentando no reír.
—Sí, pero no te estás muriendo —le dijo su padre—. Y si mañana te dejas ver por la sala del tribunal, el juez Gantry te mandará arrestar como un vulgar maleante.
—¿Y no conoces a un buen abogado? —replicó Theo.
Su madre se echó a reír, y al final hasta Woods Boone acabó viéndole la gracia.
—Anda, vete a la cama —le dijo.
Theo subió a su cuarto cabizbajo y derrotado, con Judge tras él. Una vez acostado, encendió el portátil y se conectó con April. Se sintió aliviado cuando ella respondió.
Una hora más tarde, seguía despierto, y sus pensamientos pasaban de April al juicio del caso Duffy.