Los alumnos de la asignatura de gobierno cruzaron Main Street, en dirección al río. El señor Mount los siguió uno o dos pasos por detrás, mientras escuchaba con gusto cómo los chicos argumentaban entre ellos, utilizando incluso palabras y frases que acababan de oír en boca de abogados de verdad.
—Por aquí —les indicó.
El grupo giró a la izquierda por una calle estrecha y entró en Pappy’s, un bar famoso por sus bocadillos de pastrami y sus aros de cebolla fritos. Faltaban diez minutos para las doce, de modo que se habían adelantado a la hora punta. Encargaron la comida rápidamente y se apelotonaron en una larga mesa junto a la ventana.
—¿Quién os ha parecido mejor abogado? —preguntó el señor Mount.
Al menos diez de ellos respondieron a la vez, estableciendo un empate entre Jack Hogan y Clifford Nance. Mount los azuzó con preguntas como «¿Cuál de ellos os ha resultado más creíble?», «¿En quién confiaríais más?», «¿A cuál de ellos creéis que el jurado siguió más?».
Llegó la comida y la conversación se acabó de golpe.
—A ver, quiero una votación a mano alzada —dijo el señor Mount—. Nada de medias tintas. Que levanten la mano los que crean que el señor Duffy es culpable.
Contó diez manos.
—De acuerdo —dijo—. Ahora «no culpable».
Contó cinco manos.
—Theo, he dicho que había que votar.
—Lo siento, pero no puedo votar. Creo que es culpable, pero no veo cómo lo va a hacer el fiscal para demostrarlo. Lo máximo que puede conseguir es probar que tenía un móvil.
Y quizá ni eso.
—Conque jugando al juego del Quizá, ¿eh? —dijo el señor Mount—. Me pareció que resultaba bastante efectivo.
—Yo estoy con Theo —intervino Aaron—. Está claro que parece culpable, pero el fiscal ni siquiera puede situarlo en la escena del crimen. Eso es un problema, ¿no?
—Sí, y un problema muy gordo —convino el señor Mount.
—¿Qué hay de las joyas y las pistolas robadas? —preguntó Edwards—. ¿Las encontraron? No se ha mencionado.
—No lo sé, pero la verdad es que las exposiciones iniciales han sido bastante limitadas.
—Pues a mí me han parecido muy largas.
—Lo averiguaremos cuando llamen a los testigos —dijo Theo.
—¿Quién será el primero en subir al estrado? —quiso saber Chase.
—No he visto la lista de los testigos —reconoció el señor Mount—, pero lo normal es que empiecen con los forenses y los técnicos de la escena del crimen. Seguramente será algún detective.
—¡Qué chulo!
—¿Hasta qué hora podemos quedarnos hoy, señor Mount?
—Tenemos que estar de vuelta en el colegio a las tres y media.
—¿Hasta qué hora durará el juicio?
—Al juez Gantry le gusta trabajar —aseguró Theo—. Como mínimo hasta las cinco.
—¿Podremos volver mañana, señor Mount?
—Me temo que no. Se trata de una salida de un solo día. Ya sabéis que tenéis otras clases. Ninguna es tan interesante como la mía, pero esa es solo mi opinión.
El bar se llenó de repente, y se formó una cola en la entrada. El señor Mount pidió a sus alumnos que fueran terminando. Pappy, el propietario, era famoso por abroncar a los que se quedaban un rato sentados a la mesa después de haber terminado.
Salieron y caminaron por Main Street, que en esos momentos estaba llena de gente que salía con sus almuerzos. Un grupo de oficinistas comían junto a una fuente y se tostaban al sol. El señor Peacock, el viejo policía de tráfico, dirigía la circulación con su silbato y sus guantes amarillos, y se las arreglaba para evitar accidentes, cosa que no siempre era la norma en él. Más allá, un grupo de hombres con traje oscuro salió de un edificio y se encaminó en la misma dirección que ellos.
—Mirad, chicos —les susurró el señor Mount—. Es el señor Duffy y sus abogados.
Los muchachos aminoraron el paso un momento, mientras el grupo de tipos trajeados iba por delante. Pete Duffy, Clifford Nance, los dos solemnes ayudantes y un quinto hombre que Theo no había visto en el tribunal aquella mañana, pero al que él conocía bien. Se llamaba Omar Cheepe, y a pesar de ser conocido en los círculos legales, no era abogado. El señor Cheepe era un antiguo agente federal que en esos momentos tenía su propio despacho. Se especializaba en investigación, vigilancia y otras actividades que los abogados necesitaban de tanto en cuanto. Él y la señora Boone se habían visto implicados en una fea disputa por un caso de divorcio, y Theo había oído a su madre describir a Cheepe como un «matón armado» y «un hombre que disfrutaba infringiendo la ley». Naturalmente, se suponía que Theo no debía oír semejantes cosas, pero la verdad era que se enteraba de muchos asuntos en el bufete. No conocía en persona al señor Cheepe, pero lo había visto en los juzgados. Radio macuto decía que si Omar Cheepe estaba trabajando en el caso, entonces alguien tenía que ser culpable.
Omar miró fijamente a Theo. Era un hombre macizo y corpulento, con una cabeza grande y redonda que mantenía cuidadosamente afeitada. Cultivaba un aspecto amenazador, y lo conseguía plenamente.
Dio media vuelta y corrió en pos de Duffy.
Los chicos siguieron caminando por Main Street, formando un grupo disperso y andando a paso vivo para no distanciarse del acusado y de su equipo. El corpachón de Omar protegía a Duffy por detrás, como si alguien fuera a dispararle por la espalda. Clifford Nance contó algo gracioso, y todos rieron de buena gana.
Pero fue Pete Duffy quien rio más ruidosamente. «Culpable». Theo aborrecía pensar de ese modo porque todavía no había declarado ningún testigo; y además, tenía a gala creer en la presunción de inocencia.
«Culpable», dijo nuevamente Theo para sus adentros. ¿Por qué no podía atenerse a la ley y conceder al señor Duffy el beneficio de la inocencia? ¿Por qué era incapaz de hacer lo que se suponía que debían hacer los buenos abogados? Aquello lo mortificó mientras seguía caminando detrás del señor Duffy y de su equipo de defensores.
Algo faltaba en aquel caso, y, basándose en lo que se había dicho hasta el momento en el tribunal, Theo sospechaba que quizá el misterio no llegara a resolverse nunca.
Ocuparon sus asientos de primera fila a la derecha en la galería y dejaron que bajara el almuerzo. El juez Gantry había ordenado un receso hasta la una, y todavía faltaban unos quince minutos. El señor Gossett, el viejo alguacil, se acercó.
—Theo…
—¿Sí, señor?
—¿Es esta tu clase?
«Dieciséis chicos, un maestro. ¿Qué otra cosa quiere que sea, señor Gossett?».
—Sí, señor.
—El juez Gantry quiere verte en sus aposentos. Date prisa. Es un hombre muy ocupado.
Theo se señaló con el dedo e intentó decir algo.
—A ti y a toda la clase —le aclaró el señor Gossett—. Moveos.
Se pusieron todos rápidamente en formación tras el alguacil y bajaron por la escalera a paso ligero.
«En sus aposentos» quería decir que el juez estaba en el despacho que tenía contiguo al tribunal. Ese despacho era diferente del oficial que estaba al final del pasillo. Resultaba confuso, y Theo estaba intentando explicarlo cuando el señor Gossett abrió la puerta que daba a una amplia estancia con paredes de madera decoradas con cuadros de viejos jueces barbados. El juez Gantry, que se había quitado la toga, se levantó de detrás de su mesa y se acercó para dar la bienvenida a los chicos.
—Hola, Theo —dijo, poniéndolo en un ligero aprieto ante sus compañeros, que estaban demasiado impresionados para articular palabra.
»Y usted debe de ser el señor Mount —lo saludó, estrechándole la mano.
—Sí, señoría, y esta es mi clase de octavo en la asignatura de gobierno.
Dado que no había sitio suficiente para que todos pudieran sentarse, el juez se dirigió a los chicos mientras estos permanecían de pie.
—Os doy las gracias por venir. Me parece importante que nuestros estudiantes vean cómo funciona el sistema judicial. ¿Qué os ha parecido hasta el momento?
Ninguno de los dieciséis abrió la boca. ¿Qué se suponía que tenían que decir?
El señor Mount acudió presto al rescate.
—Están fascinados con el juicio —explicó—. Durante el almuerzo hemos debatido sobre el caso, puntuado a los letrados y hablado del jurado. Además, hemos tenido nuestra polémica acerca de si es culpable o inocente.
—No quiero saberla. Tenemos un par de abogados bastante buenos, ¿no creéis, chicos?
Las dieciséis cabezas asintieron a la vez.
—¿Es verdad que Theo Boone proporciona asesoramiento legal?
Se oyeron algunas risas nerviosas. Theo se sentía azorado y orgulloso al mismo tiempo.
—Sí —confesó—, pero no les cobro por mis servicios.
Más risas.
—¿Alguna pregunta acerca del juicio? —inquirió el juez Gantry.
—Sí, señor —dijo Brandon—. En la televisión siempre sale un testigo sorpresa que cambia el rumbo del juicio. ¿Hay alguna posibilidad de que surja alguno en este caso? De no ser así, se diría que el fiscal lo tiene bastante complicado.
—Buena pregunta, hijo. La respuesta es no. Nuestras normas de procedimiento prohíben los testigos sorpresa. La televisión se equivoca de medio a medio. En la vida real, antes de que dé comienzo un juicio, cada parte debe aportar una lista de todos los testigos potenciales.
—¿Quién será el primer testigo? —preguntó Jarvis.
—La hermana de la víctima, la mujer que encontró el cadáver. Después comparecerán los detectives de Homicidios. ¿Hasta cuándo van a poder quedarse hoy?
—Tenemos que estar de vuelta en el colegio a las tres y media —explicó el señor Mount.
—Muy bien. Abriré un receso a las tres. Así podrán salir tranquilamente. ¿Qué tal son los asientos de allí arriba?
—Están bien. Muchas gracias.
—Les he buscado sitio abajo. La sala se ha vaciado un poco. Quiero darles nuevamente las gracias por su interés en nuestro sistema judicial. Es muy importante para un gobierno eficaz.
El juez Gantry concluyó con aquellas palabras. Los estudiantes le dieron las gracias, y el señor Mount le estrechó nuevamente la mano.
El señor Gossett los acompañó fuera del despacho y los llevó por entre los asientos de los espectadores hasta la segunda fila, justo detrás de la mesa del fiscal. Delante de ellos tenían a los dos jóvenes que habían sido presentados como hijos de la víctima. Los abogados estaban a un par de metros de distancia. Al otro lado del pasillo, Omar se había sentado junto a Pete Duffy, y sus negros ojos escrutaban la sala como si necesitara dispararle a alguien. Una vez más, miró directamente a Theo.
Habían pasado de unos asientos de tercera a estar en un lugar privilegiado y no podían creerlo. Chase, el científico loco, que estaba a la derecha de Theo, le dio un codazo y le susurró:
—¿Has utilizado tus influencias o qué?
—No, pero el juez Gantry y yo tenemos una buena relación.
—Bien hecho.
Exactamente a la una, el alguacil de la sala se puso en pie y dijo en voz alta:
—El tribunal reanuda la sesión. Por favor, permanezcan sentados.
El juez Gantry reapareció con su toga y ocupó su lugar en el estrado. A continuación, miró a Jack Hogan y le dijo:
—El estado puede llamar a su primer testigo.
Otro alguacil acompañó desde una puerta lateral a la hermana de la señora Duffy hasta la silla de los testigos. Antes de tomar asiento, puso la mano encima de la Biblia y juró decir la verdad. Cuando se sentó y le ajustaron el micrófono, el señor Hogan comenzó su interrogatorio.
Se llamaba Emily Green y era la hermana de Myra Duffy. Tenía cuarenta y cuatro años, vivía en Strattenburg, donde trabajaba como entrenadora de gimnasia, y el día del asesinato había hecho exactamente lo que el señor Hogan había explicado en su exposición inicial. Cuando su hermana no apareció a la hora de comer y tampoco llamó, empezó preocupándose y acabó entrándole miedo. La llamó repetidas veces al móvil hasta que, al final, fue a Waverly Creek, a casa de los Duffy, donde halló a su hermana tendida en la moqueta y muerta.
Saltaba a la vista, al menos para Theo, que el señor Hogan y la señorita Green habían ensayado su declaración. Esta había sido pensada para determinar la muerte y despertar simpatías. Cuando finalizaron, Clifford Nance se levantó y anunció que no interrogaría a la testigo. La señorita Green se levantó y fue a sentarse en uno de los asientos de primera fila, junto a sus dos sobrinos y delante de los alumnos del señor Mount.
El siguiente testigo fue el detective Krone, de Homicidios. Utilizando la pantalla y el proyector, él y Jack Hogan describieron el vecindario, el hogar de los Duffy y la escena del crimen. Varios hechos importantes quedaron probados, aunque el jurado ya los conocía. La puerta principal estaba entreabierta. La puerta de atrás y la del patio lateral no estaban cerradas con llave. El sistema de alarma no había sido conectado.
Y también salieron a la luz nuevos hechos. En la casa se encontraron huellas dactilares de la señora Duffy, de su marido y de la asistenta, pero eso era de esperar. No se encontraron más huellas ni en picaportes, ni en ventanas, ni en teléfonos, ni en cajones, ni en el joyero, y tampoco en la lujosa caja de caoba donde el señor Duffy guardaba su valiosa colección de relojes. Eso significaba una de dos cosas: que el ladrón y asesino llevaba guantes o se tomó la molestia de borrar todas sus huellas, o dos que el ladrón y asesino era el señor Duffy o la asistenta. Esta no trabajó el día del asesinato, puesto que se encontraba fuera de la ciudad con su marido.
Quien fuera que se llevó las joyas, las pistolas y los relojes también abrió otros cajones y armarios y desparramó su contenido por el suelo. El detective Krone, que tenía una forma metódica y aburrida de expresarse, fue revisando foto tras foto y explicando el caos que el ladrón asesino había dejado a su paso.
Por primera vez, el juicio empezó a hacerse pesado, y el señor Mount vio que sus alumnos empezaban a moverse. Un par de miembros del jurado parecían incluso medio adormilados.
Exactamente a las tres en punto, el juez Gantry dio un golpe con el mazo y anunció un receso de quince minutos. La sala se vació rápidamente. Todo el mundo necesitaba descansar. Theo y sus amigos salieron del tribunal, subieron a un pequeño autobús amarillo y, diez minutos más tarde, estaban de vuelta en el colegio, justo a tiempo para que los enviaran a casa.
Media hora después de haberse marchado, Theo volvía a estar en el tribunal. Corrió escalera arriba hasta el segundo piso. No había ni rastro de la guerra de los Finnemore, ni abogados por los pasillos ni señales de April. La noche anterior, ella no lo había llamado ni contestado sus correos. Tampoco había colgado nada en su página de Facebook. Sus padres no le dejaban tener móvil, de manera que no podía enviar mensajes de texto, lo cual no era nada raro: al menos la mitad de los alumnos de octavo no tenían móvil.
Theo bajó a toda prisa al primer piso, entró en la sala bajo la suspicaz mirada del alguacil Gossett y encontró un asiento libre en la tercera fila, tras la mesa de la defensa. El acusado, el señor Duffy, se sentaba a menos de cinco metros de distancia, y Theo podía escuchar las voces de sus abogados, que se susurraban cosas importantes. Omar Cheepe estaba aún allí y reparó en Theo cuando este tomó asiento. Como observador experimentado que era, tenía la habilidad de detectar los menores movimientos. Sin embargo, lo hizo con aire indiferente, como si no le importara.
El testigo era un médico, el forense que había realizado la autopsia a la víctima, y estaba utilizando un gran diagrama del cuerpo humano a todo color que detallaba especialmente la zona del cuello. Theo prestó más atención a Clifford Nance que al testigo y observó cómo escuchaba atentamente sus palabras, tomando notas y mirando ocasionalmente al jurado. Se lo veía tranquilo y confiado, pero listo para lanzarse al ataque si resultaba necesario.
Su contrainterrogatorio del forense fue rápido y no puso de manifiesto nada nuevo. Por el momento, Nance parecía contentarse con estar de acuerdo con los testigos de la acusación. Los fuegos artificiales llegarían más tarde.
El juez Gantry suspendió la vista poco después de las cinco de la tarde, pero antes dejó marchar al jurado, no sin advertirles que no debían hablar del caso con nadie. La sala se vació, pero Theo se entretuvo, observando cómo los letrados recogían sus papeles, sus libros de leyes y hablaban entre ellos en voz baja. Oyó una voz al otro lado del pasillo. Jack Hogan le dijo algo a Clifford Nance, y los dos se echaron a reír. Los ayudantes se les unieron y alguien dijo:
—¿Qué tal una copa?
Enemigos durante un momento concreto, y colegas al siguiente. Theo ya lo había visto otras veces. Su madre había intentado explicarle que los abogados cobraban por hacer un trabajo y que, para hacerlo correctamente, debían dejar a un lado sus sentimientos personales. Los verdaderos profesionales, decía, nunca perdían la sangre fría ni guardaban rencor.
Ike decía que todo eso eran tonterías. Despreciaba a la mayoría de los abogados de la ciudad.
Omar Cheepe no reía y no fue invitado a tomar una copa con el enemigo. Él y Pete Duffy salieron discretamente por una puerta lateral.