El juez Henry Gantry tiró de la manga de su negra toga para ajustársela correctamente y cruzó la maciza puerta de roble que daba al estrado. El alguacil gritó en el acto:
—¡En pie ante el tribunal!
Todos, espectadores, jurados, letrados, auxiliares y demás participantes en el juicio se levantaron a toda prisa. Mientras el juez Gantry ocupaba su asiento, semejante a un trono, el alguacil llamó al orden a los presentes.
—¡Atención, el tribunal penal del distrito Diez ha abierto su sesión! ¡Preside el honorable Henry Gantry! Que los que tengan algo que decir se adelanten, ¡Dios bendiga este tribunal!
—Por favor, siéntense —dijo el juez Gantry a través del micrófono, y la multitud que se había puesto en pie se sentó como un solo hombre. Las sillas rechinaron, las mesas crujieron, se abrieron bolsos y carteras y pareció que las casi doscientas personas que había en la sala dejaban escapar el aliento a la vez. Luego, todo quedó en silencio.
El juez Gantry contempló la sala del tribunal. Tal como esperaba, la vio llena hasta los topes.
—Bien, está claro que hoy despertamos gran interés —comentó—. Gracias por su presencia, damas y caballeros. —Alzó la vista hacia la galería, cruzó una mirada con Theo Boone y sonrió al verlo sentado, hombro con hombro, con sus compañeros de clase, todos inmóviles.
—El asunto que nos ocupa hoy —prosiguió— es el caso del estado contra el señor Pete Duffy. ¿Se encuentra el estado listo para proceder?
Jack Hogan, el fiscal, se levantó.
—Sí, señoría —declaró—, el estado está listo.
—¿Y está lista la defensa?
Clifford Nance se puso en pie con aire solemne.
—Estamos listos, señoría.
El juez Gantry se volvió a su derecha y miró al jurado.
—Bien, señoras y señores del jurado, ustedes fueron seleccionados la semana pasada. Antes de que se marcharan, les di instrucciones concretas de que no hablaran de este caso con nadie. Les advertí expresamente que me lo notificaran si alguien se les acercaba con intención de comentarles el caso. Ahora les pregunto si ha sido así. ¿Alguien se ha puesto en contacto con ustedes por el caso que nos ocupa?
Los doce miembros del jurado negaron con la cabeza.
—Bien, hemos concluido los preliminares y estamos listos para empezar. En este momento del juicio, ambas partes tendrán la oportunidad de dirigirse a ustedes directamente y hacer lo que se llama la «exposición inicial». Una exposición inicial no presenta testimonios ni pruebas, sino que solo resume el punto de vista de cada una de las partes acerca de lo ocurrido. Puesto que la carga de la prueba recae en el estado, el fiscal será el primero en intervenir. ¿Está usted listo, señor Hogan?
—Sí, señoría.
—Proceda, pues.
Esa mañana, Theo no había podido probar bocado de su desayuno. Tampoco había logrado conciliar el sueño. Había leído muchas historias de deportistas que, antes de un partido importante, estaban tan nerviosos que no podían comer ni dormir. Sentían cosquilleos en el estómago y náuseas por culpa del miedo y la presión. En esos momentos, comprendía perfectamente el significado de esas palabras. El ambiente en la sala era tenso y expectante. A pesar de que no era más que un simple espectador, tenía el corazón en un puño. Aquello era el gran juego.
El señor Hogan era fiscal de carrera y por sus manos habían pasado los casos más importantes de Strattenburg. Era alto, enjuto, calvo e iba siempre vestido con un traje negro. La gente se reía a sus espaldas de ese traje. Nadie sabía si tenía solo uno o una docena. A pesar de que no sonreía a menudo, empezó su exposición con un amistoso «Buenos días», tras el cual se presentó a sí mismo y a los dos jóvenes fiscales que lo acompañaban. Hizo un buen trabajo rompiendo el hielo.
Y acto seguido entró en materia. Presentó a la víctima, Myra Duffy, mostrando al jurado un gran retrato en color de ella.
—Solo tenía cuarenta y seis años cuando fue asesinada —dijo en tono grave—. Era madre de dos hijos, Will y Clark, que son ambos estudiantes universitarios. Querría pedirles que fueran tan amables de levantarse. —Se dio la vuelta y señaló la primera fila de asientos, justo detrás de su mesa. Los dos jóvenes se levantaron, visiblemente azorados, y miraron al jurado.
Theo sabía por los periódicos que el padre de aquellos muchachos se había matado en un accidente de avión cuando eran pequeños. El señor Duffy era el segundo esposo de su madre; y ella, su segunda mujer.
A la gente le gustaba decir que «los del arroyo» se casaban mucho.
El señor Hogan empezó a describir el crimen. La señora Duffy había sido encontrada en la sala de estar de la mansión que compartía con el señor Duffy. Era una casa muy nueva, con menos de tres años, metida en una arbolada parcela que daba al campo de golf. A causa de los árboles, la casa apenas resultaba visible desde la calle, pero lo mismo podía decirse de la mayoría de los hogares de Waverly Creek. Allí, la intimidad era importante.
Cuando hallaron su cuerpo, la puerta principal de la casa estaba entreabierta; y el sistema de alarma, desconectado. Alguien se había llevado sus joyas del tocador, un juego de relojes antiguos, propiedad del señor Duffy, y tres pistolas de un cajón, junto al televisor del estudio. El valor aproximado de lo sustraído era de unos treinta mil dólares.
La muerte había sido por estrangulamiento. Con permiso del juez Gantry, el señor Hogan fue hasta un proyector, apretó un botón, y una gran foto en color apareció en una pantalla situada frente al jurado. La imagen mostraba a la señora Duffy tendida en la moqueta, bien vestida, como si nadie la hubiera tocado, con los zapatos de tacón puestos aún. El señor Hogan explicó que el día en que fue asesinada, un jueves, la señora Duffy tenía una cita para comer con su hermana a las doce. Aparentemente, se disponía a salir de casa cuando fue agredida y asesinada. El asesino registró la casa, cogió los objetos que faltaban y se marchó. La hermana de la señora Duffy la llamó varias veces al móvil —diez llamadas en las dos horas siguientes— y acabó preocupándose tanto que fue a Waverly Creek, a casa de los Duffy, donde encontró a su hermana. En lo que a la escena del crimen se refería, aquella era bastante tranquila. La víctima simplemente parecía haberse desmayado. Al principio, tanto la hermana como la policía creyeron que había fallecido de un ataque al corazón. Sin embargo, dada su edad y su historial de buena forma física y de ausencia de consumo de drogas, enseguida empezaron a sospechar.
La autopsia reveló la verdadera causa de la muerte. La persona que había matado a la señora Duffy la había agarrado por detrás y apretado con fuerza su arteria carótida. El señor Hogan colocó los dedos sobre su propia carótida, en el lado derecho de su cuello.
—Basta con ejercer una fuerte presión en el lugar adecuado y la víctima queda sin sentido —dijo, y aguardó un momento mientras los demás esperaban a ver si acababa desmayándose en medio del tribunal. Sin embargo, no se desmayó, sino que prosiguió:
—Cuando la señora Duffy se desmayó, el asesino siguió apretando, cada vez más fuerte, y sesenta segundos después había muerto. No hay señales de lucha, no hay uñas rotas ni arañazos. ¿Por qué? Pues porque la señora Duffy conocía al hombre que la asesinó.
El señor Hogan se volvió dramáticamente hacia el señor Duffy, que se hallaba sentado entre Clifford Nance y otro abogado, y lo fulminó con la mirada.
—Lo conocía porque estaba casada con él.
Se produjo un largo y tenso silencio mientras todos los presentes se volvían para mirar al señor Duffy. Theo solo alcanzaba a verle el cogote y deseaba desesperadamente poder contemplar su expresión.
El señor Hogan continuó:
—Pudo acercarse tanto porque ella confiaba en él.
Sin moverse del proyector, el señor Hogan siguió mostrando imágenes y con ellas presentó la escena completa del crimen: el interior de la casa, la puerta principal, la de atrás, la cercanía al campo de golf… Utilizó una foto de la entrada principal de la urbanización de Waverly Creek, con su pesada verja, su garita de seguridad y sus cámaras de vigilancia. Explicó que resultaba francamente difícil que un intruso, por muy astuto que fuera, pudiera violar todas aquellas medidas de seguridad. A menos, naturalmente, que el intruso no lo fuera porque en realidad vivía allí.
Ningún vecino vio un vehículo sospechoso alejándose del hogar de los Duffy. Nadie vio a un desconocido caminando por las calles. No hubo informes de nada fuera de lo normal. En los últimos seis años solo se habían producido tres robos con violencia en la urbanización. El crimen era un fenómeno prácticamente desconocido en aquella pacífica comunidad.
El día del asesinato, el señor Duffy había jugado a golf, algo que hacía casi todos los jueves. Según el ordenador de la casa-club, salió al campo a las once y diez y jugó solo, cosa que no era infrecuente en él; también, como de costumbre, utilizó su coche eléctrico. Le dijo al starter que pensaba jugar dieciocho hoyos, los Nueve Norte y los Nueve Sur, que eran los dos recorridos más populares. El hogar de los Duffy bordeaba la calle del hoyo seis del Creek Course, otro recorrido más corto, preferido por las señoras.
El señor Duffy era un golfista serio que siempre llevaba la cuenta de sus golpes y no hacía trampas. Jugar dieciocho hoyos solo llevaba unas tres horas. El día era nublado, frío y ventoso; la clase de día que haría desistir a muchos de salir al campo. Aparte de un Foursome que había salido a las diez y veinte, no había nadie más en los recorridos a las once y diez. Otro Foursome salió a jugar a las dos menos veinte.
La señora Duffy encontró a su hermana y llamó inmediatamente a la policía. La llamada quedó registrada a las dos y catorce de la tarde. La autopsia situó la hora de la muerte alrededor de las doce menos cuarto.
Con ayuda de un auxiliar, el señor Hogan montó un gran diagrama de Waverly Creek. En él situó los tres recorridos, la casa-club, el campo de prácticas, las pistas de tenis y otros lugares de interés. A continuación mostró al jurado la ubicación del hogar de los Duffy en el Creek Course. Según las pruebas efectuadas por la fiscalía, el señor Duffy se hallaba en el cuarto o quinto hoyo de los Nueve Norte en el momento en que fue asesinada su mujer. Una persona que condujera un coche eléctrico idéntico al de él podía trasladarse desde esa parte del campo hasta la casa de los Duffy, en la calle del hoyo seis, en unos ocho minutos.
Pete Duffy contempló el diagrama y meneó lentamente la cabeza, como si el señor Hogan estuviera diciendo tonterías. Tenía cuarenta y nueve años y un rostro largo y ceñudo coronado por abundante cabello gris. Utilizaba gafas de concha, vestía un traje de color marrón y lo habrían podido confundir fácilmente con cualquiera de los abogados presentes.
Jack Hogan subrayó el hecho de que el señor Duffy sabía que su esposa se encontraba en casa, que obviamente tenía acceso a ella, que se hallaba en un coche de golf a solo unos minutos de distancia y que estaba jugando en un campo que se encontraba prácticamente desierto. Las posibilidades de que lo hubieran visto eran escasas.
—Lo planeó muy bien —repitió una y otra vez el señor Hogan.
El solo hecho de que un buen abogado insistiera en decir que el señor Duffy había asesinado a su esposa bastaba para que esa teoría sonara creíble. Si algo se repite lo suficiente, la gente se lo acaba creyendo. El señor Mount siempre opinaba que, en la actualidad, la presunción de inocencia era cosa de risa. La presunción era de culpabilidad, y Theo no tenía más remedio que reconocer que le costaba pensar en el señor Duffy en términos de inocencia, al menos en los minutos iniciales del juicio.
—Pero ¿por qué iba el señor Duffy a asesinar a su mujer? —El señor Hogan planteó la pregunta al jurado de un modo que daba a entender que conocía la respuesta—. Por dinero, señoras y señores. —Cogió un documento de su mesa con gesto grandilocuente y lo blandió en alto—. Esto es un seguro de vida por valor de un millón de dólares contratado hace dos años por el señor Duffy para asegurar la vida de su esposa, Myra Duffy.
Silencio mortal. La culpabilidad parecía aumentar por momentos.
El señor Hogan pasó las hojas del documento mientras detallaba su contenido. Dio la impresión de perder un poco de fuelle. Cuando acabó, lo dejó con gesto displicente en la mesa y se lanzó a una disertación sobre la marcha de los negocios del señor Duffy. Era un promotor inmobiliario que había ganado mucho dinero, perdido también mucho y que, en esos momentos, se encontraba presionado por los bancos. El señor Hogan aseguró que el estado demostraría que el acusado, Pete Duffy, estaba al borde de la ruina.
Y por lo tanto, necesitaba dinero. El dinero de la póliza de un seguro de vida.
La exposición de los móviles no acabó ahí. El señor Hogan dijo que el jurado se enteraría de que el matrimonio Duffy no era una unión feliz. Habían tenido problemas, muchos problemas. Se habían separado como mínimo en dos ocasiones. Tanto él como ella habían recurrido a abogados divorcistas, aunque no habían llegado a formalizarlo.
Para resumir, el señor Hogan se situó lo más cerca que pudo del jurado y los miró con aire grave.
—Fue un asesinato a sangre fría, señoras y caballeros. Un asesinato perfectamente planeado y ejecutado. Sin fallos, sin testigos, sin rastros. Solo una joven y bella mujer estrangulada hasta matarla. —De repente, el señor Hogan cerró los ojos y se dio una palmada en la frente—. ¡Ah, me olvidaba de algo! Me olvidaba decirles que, hace dos años, cuando el señor Duffy contrató el seguro de vida de su mujer, también empezó a jugar al golf solo. Antes nunca lo hacía, y para demostrarlo, haremos comparecer a algunos de sus antiguos compañeros. ¿No les parece una curiosa coincidencia? Planeó durante dos años el asesinato de su mujer, programando su juego de golf de acuerdo con los compromisos de su mujer, esperando el momento, esperando el día nublado y ventoso en el que el campo estuviera desierto, esperando el momento perfecto para correr a casa, aparcar el coche eléctrico junto a la piscina, entrar por la puerta de atrás diciendo «¡Hola, cariño, estoy en casa!», y agarrarla por el cuello cuando ella no mirara. Un minuto después, estaba muerta. El señor Duffy llevaba tanto tiempo planeándolo que sabía perfectamente lo que debía hacer. Cogió las joyas, cogió su colección de relojes y cogió las pistolas para que la policía creyera que era el trabajo de un ladrón. Segundos después salía por la puerta y volvía a correr por el campo de golf al volante de su coche eléctrico, hasta el hoyo cinco de Nueve Norte, donde cogió un hierro cuatro, dio un buen golpe por casualidad y acabó otro agradable día de golf.
El señor Hogan hizo una pausa. En la sala reinaba un silencio total. Cogió su libreta y regresó a su asiento. Habían transcurrido noventa minutos. El juez Gantry dio un golpe con su mazo.
—Declaro un receso de diez minutos.
El señor Mount reunió a sus alumnos al final del estrecho pasillo del primer piso. Los muchachos charlaban animadamente sobre el drama que acababan de presenciar.
—Esto es mucho mejor que la tele —comentó uno de ellos.
—Muy bien —dijo el señor Mount—. Ya habéis escuchado una parte del caso. Ahora, y solo para divertirnos, ¿cuántos de vosotros creéis que es culpable?
Se alzó al menos una docena de manos. Theo votó a favor de la culpabilidad, pero sabía que era prematuro.
—¿Y qué hay de la presunción de inocencia? —preguntó el señor Mount.
—Lo hizo —declaró Darren, el batería, y varias voces más manifestaron su conformidad.
—Es culpable —afirmó Brian, el nadador.
—No se va a librar.
—Lo planeó todo perfectamente.
—Lo hizo.
—De acuerdo, de acuerdo —intervino el señor Mount—. Vamos a volver a tener esta misma conversación durante la hora del almuerzo, después de que hayáis escuchado a la otra parte.
La otra parte empezó a lo grande. Clifford Nance esperó a que se hiciera el silencio en la sala antes de levantarse y acercarse al recinto del jurado. Aparentaba unos sesenta años, llevaba el abundante cabello gris por encima de las orejas, era de brazos fuertes y ancho tórax y caminaba con el aire de quien no ha perdido una pelea en los tribunales o fuera de ellos.
—¡Ni asomo de la menor violencia! —tronó en una voz ronca que resonó por toda la sala.
Theo no pudo evitar dar un respingo.
—¡Nada! Ni testigos, ni rastros incriminatorios en la escena del crimen. Nada salvo esa historia cogida con alfileres que el señor Hogan ha tenido el placer de compartir con ustedes y para cuyas teorías no tiene la menor prueba. Lo único que nuestro fiscal tiene es una larga colección de «quizás». Quizá Pete Duffy quiso matar a su mujer. Quizá lo planeó todo. Quizá corrió por el desierto campo de golf al volante de su coche eléctrico. Quizá llegó a casa a tiempo de ejecutar uno de los asesinatos más limpios de la historia. Luego, quizá robó unas cuantas cosas, dejó abierta la puerta principal, regresó a toda velocidad al tee del cinco y siguió jugando. Sí, quizá fue eso lo que pasó.
El señor Nance caminaba lentamente ante el jurado, acompasando sus pasos al ritmo de sus palabras.
—Señoras y señores, el señor Hogan les está pidiendo que jueguen ustedes el juego del Quizá. Quizá ocurrió esto, quizá ocurrió lo otro. Y quiere que ustedes también jueguen porque no tiene ninguna prueba. No tiene nada. Nada salvo a un hombre que juega al golf, solo, ocupándose de sus asuntos, mientras su encantadora mujer es asesinada en su propia casa, a diez minutos de distancia.
Dejó de caminar arriba y abajo y se acercó al jurado. Escogió a un hombre de la primera fila y pareció dispuesto a darle una palmada en la pierna. Bajó la voz y dijo:
—No culpo al señor Hogan por querer jugar al Quizá. En realidad no tiene otra elección, y es así porque no tiene pruebas. No tiene nada salvo una imaginación desbordante.
El señor Nance se desplazó ligeramente a la derecha y miró a los ojos de una mujer de mediana edad.
—Nuestra Constitución, nuestras leyes, nuestras normas de procedimiento, todo gira en torno a la noción de justicia. ¿Y sabe qué? En ellas no hay sitio para un puñado de Quizás. Nuestras leyes son claras. El juez Gantry se las explicará más adelante, y cuando lo haga, les ruego que lo escuchen atentamente. No lo oirán pronunciar la palabra Quizá ni una sola vez. Lo que sí oirán es el conocido y venerado principio norteamericano que dice que, cuando el estado acusa a alguien de un delito, le corresponde a él presentarse aquí con todos los recursos de los que dispone, investigadores, policía, fiscales y forenses, para demostrar más allá de cualquier duda razonable que, en efecto, dicha persona ha cometido ese delito.
El señor Nance giró hacia la izquierda y miró con convincente sinceridad a los seis miembros del jurado de la segunda fila. Hablaba sin notas, y las palabras le brotaban con total fluidez, sin esfuerzo aparente, como si hubiera hecho aquello cientos de veces y, aun así, no hubiera perdido el entusiasmo.
—Más allá de cualquier duda razonable. Realmente, el estado tiene por delante una tarea que no puede cumplir.
Hizo una pausa mientras todos contenían el aliento. Se acercó a la mesa de la defensa, cogió una libreta, pero no la miró. Era un actor dominando el escenario y sabía sus diálogos de memoria. Se aclaró la voz y prosiguió a todo volumen.
—Bien, la ley dice que Pete Duffy no tiene que testificar, que no tiene que llamar a testigos en su defensa, que no tiene que demostrar nada. ¿Y por qué? Es muy sencillo. Porque está protegido por uno de nuestros más preciados baluartes: la presunción de inocencia. —El señor Nance se volvió y señaló a su cliente—. Pete Duffy se sienta ahí como un hombre inocente, lo mismo que ustedes, lo mismo que yo.
Empezó a caminar de nuevo, lentamente, sin dejar de mirar a los ojos de los miembros del jurado.
—Sin embargo, Pete Duffy prestará declaración. Quiere prestar declaración. Está impaciente por hacerlo. Y cuando ocupe ese asiento de allí, en el estrado de los testigos, declarará bajo juramento y les dirá la verdad. Y la verdad, señoras y señores, es un tanto distinta de la historia que el señor Hogan se ha inventado. La verdad, señoras y señores del jurado, es que Pete Duffy estaba realmente jugando al golf ese fatídico día y estaba jugando solo, que es como más le gusta jugar. Los archivos demostrarán que salió al campo a las once y diez, conduciendo su propio coche eléctrico, el que guarda en su garaje, como hacen la mayoría de sus vecinos. Estaba en el campo, solo, mientras su mujer se encontraba en casa, preparándose para ir a almorzar al centro. Un ladrón, un asesino desconocido que sigue campando por ahí y, al ritmo que vamos lo seguirá haciendo durante mucho tiempo, entró en la casa sigilosamente, y equivocadamente, creyendo que no había nadie. La alarma estaba desconectada, y la puerta principal, lo mismo que la de atrás, no estaba cerrada con llave; cosas ambas que no son nada raro en esa comunidad. Inesperadamente, el ladrón se tropezó con la señora Duffy y la atacó con las manos porque no llevaba encima otras armas. Instantes después, dejó de ser un ladrón y se convirtió en otra cosa: en un asesino.
El señor Nance hizo una pausa, se acercó a la mesa de la defensa, cogió un vaso de agua y tomó un largo trago. Todo el mundo lo observaba. No había nada más que ver.
—¡Y sigue ahí fuera! —exclamó de repente, casi gritando—. O podría estar aquí mismo —añadió, abarcando con sus brazos a todos los presentes—. Ya que estamos jugando al juego del Quizá, quizá podría estar entre nosotros, presenciando este juicio. ¿Por qué no? Desde luego no tendría nada que temer del señor Hogan y los suyos.
Theo se fijó en que varios miembros del jurado miraban a los espectadores.
El señor Nance cambió de asunto y empezó a hablar de seguros de vida, y concretamente del hecho de que el contratado por el señor Duffy lo convertía efectivamente en el beneficiario de un millón de dólares en caso de que su mujer falleciera. Sin embargo, la póliza contenía una cláusula equivalente a favor de la señora Duffy en caso de que el fallecido fuera su marido. Sencillamente, el matrimonio había hecho lo que solían hacer todos: contratar una póliza doble. A continuación, prometió demostrar al jurado que los negocios de su cliente no atravesaban tan mal momento como pretendía el señor Hogan; reconoció que los Duffy habían tenido dificultades en su matrimonio y que se habían separado más de una vez, pero insistió en que no habían llegado a divorciarse y en que, de hecho, estaban decididos a superar sus diferencias.
El señor Mount permaneció sentado en la segunda fila de la galería, tras sus alumnos. Había escogido aquel sitio deliberadamente, para poder verlos a todos, a los dieciséis, si era necesario. Hasta ese momento, habían seguido atentamente las exposiciones iniciales. Como era de esperar, Theo parecía más interesado que los demás. Estaba exactamente donde quería estar.
Cuando el señor Nance acabó, el juez Gantry anunció un receso para almorzar.