Quince minutos antes de que dieran las cinco de la tarde, la señora Boone entró al despacho de Theo con una carpeta en una mano y un documento en la otra.
—Theo —le dijo, con sus gafas de lectura apoyadas en la punta de la nariz—, por favor, ¿puedes llevar esto al Tribunal de Familia y que les den entrada en el registro antes de las cinco?
—Claro, mamá.
Theo se levantó de un salto y cogió su mochila. Llevaba rato deseando que alguien del bufete necesitara llevar algún documento al juzgado.
—Has terminado los deberes, ¿verdad?
—Sí. No tenía muchos.
—Bien. Y hoy es lunes. Irás a ver a Ike, ¿no? Para él significa mucho.
Todos los lunes de su vida, su madre le recordaba que ese día era lunes, y eso suponía dos cosas: una, que debía pasar al menos treinta minutos con Ike; y dos, que la cena sería comida italiana en Robilio’s. La visita a Robilio’s era más agradable que la visita a Ike.
—Sí, mamá —contestó, metiendo en su mochila la carpeta que ella le entregó—. Te veré en Robilio’s.
—Sí, cariño. A las siete.
—Entendido —dijo, abriendo la puerta de atrás. Antes de salir le explicó a Judge que volvería en unos minutos.
La cena siempre era las siete. Cuando cenaban en casa, cosa que no sucedía a menudo porque a su madre no le gustaba cocinar, lo hacían a las siete. Cuando salían, lo hacían a las siete. Cuando estaban de vacaciones, lo hacían a las siete. Cuando iban a casa de sus amigos, no eran tan groseros para sugerir una hora concreta pero, puesto que sus anfitriones sabían lo importante que era para la familia Boone cenar a las siete, solían complacerlos. Cuando Theo se quedaba en casa de algún compañero, iba de acampada o estaba fuera de la ciudad por alguna razón, se daba el gustazo de cenar antes de las siete o después.
Cinco minutos después, aparcó su bicicleta en los soportes destinados al efecto que había ante los juzgados y la ató con una cadena. El Tribunal de Familia se hallaba en el segundo piso, junto al Tribunal de Testamentarías, al final del pasillo donde estaba el de Penal. En el edificio había otros muchos tribunales: el de Tráfico, el Inmobiliario, el de Delitos Menores, el de Drogas, el de Animales, el Civil, el de Quiebras y seguramente alguno más que todavía no había descubierto.
Confiaba en ver a April, pero no la encontró. La sala estaba desierta, y no se veía a nadie por los pasillos.
Abrió la puerta de vidrio del despacho del auxiliar y entró. Jenny, la guapa Jenny, lo estaba esperando.
—Hola, Theo —lo saludó con una gran sonrisa, levantando la mirada del ordenador situado en el largo mostrador.
—Hola, Jenny —contestó él.
Ella era muy guapa y muy joven, y Theo estaba enamorado. Se habría casado con ella allí mismo si hubiera podido, pero sus trece años y el marido de ella complicaban las cosas.
Además, estaba embarazada, y eso incomodaba a Theo que, por otra parte, no se lo había mencionado a nadie.
—Son de parte de mi madre —le dijo, entregándole los papeles.
Jenny los cogió y los examinó.
—Vaya por Dios, más divorcios.
Theo se limitó a contemplarla.
Estampilló los documentos y les dio entrada administrativa en el registro.
—¿Vas a asistir al juicio mañana? —preguntó al fin.
—Puede que vaya, si es que puedo escaparme. ¿Y tú?
—Sí. Estoy impaciente.
—Será interesante, ¿verdad?
Theo se acercó un poco más.
—¿Crees que es culpable? —preguntó.
Jenny se inclinó hacia él y miró en derredor, como si sus secretos fueran importantes.
—Desde luego que sí. ¿Y tú?
—Bueno, se supone que es inocente hasta que no se demuestre lo contrario.
—Pasas demasiado tiempo en el bufete, Theo. Te he preguntado lo que opinas en plan confidencial.
—Creo que es culpable.
—Bueno, ya lo veremos, ¿no? —Le lanzó una rápida sonrisa y se dio la vuelta para acabar su trabajo.
—Dime, Jenny… El juicio de esta mañana, el de los Finnemore, supongo que ya se ha acabado, ¿verdad?
Ella lo miró con aire suspicaz, como si no estuviera bien que hablaran de un caso que se estaba tramitando.
—Cuando dieron las cuatro de la tarde, el juez Sandford aplazó la vista hasta mañana por la mañana.
—¿Estabas en la sala?
—No. ¿Por qué lo preguntas, Theo?
—Voy al colegio con April Finnemore, y sus padres se están divorciando. Solo tenía curiosidad.
—Te entiendo —dijo ella con mirada triste.
Theo se limitó a contemplarla.
—Hasta luego, Theo.
Al final del pasillo, la sala del tribunal estaba cerrada. Junto a la puerta principal había un alguacil sin pistola y vestido con un uniforme gastado y demasiado estrecho. Theo conocía a todos los alguaciles y aquel, el señor Gossett, era uno de los más cascarrabias. Su padre le había explicado que, normalmente, los alguaciles eran policías que se habían hecho viejos y lentos o que estaban acercándose a su edad de jubilación. Solían darles un nuevo cargo —el de alguacil— y los destinaban a los tribunales, donde las cosas eran más aburridas y menos peligrosas que en las calles.
—Hola, Theo —lo saludó el señor Gossett, sin una sonrisa.
—¿Qué tal, señor Gossett?
—¿Qué te trae por aquí?
—Solo he venido a registrar unos documentos de mis padres.
—¿Nada más?
—No, señor.
—¿Seguro que no has venido a husmear a ver si la sala está lista para el gran juicio de mañana?
—Bueno, eso también.
—Ya me lo figuraba. Hoy hemos tenido bastante gente. Se acaba de marchar un equipo de televisión. Será interesante.
—¿Mañana trabajará usted?
—Claro que trabajaré mañana —dijo el señor Gossett, sacando pecho, como si el juicio no pudiera celebrarse sin él—. Las medidas de seguridad serán estrictas.
—¿Por qué? —preguntó Theo, que sabía el motivo.
El señor Gossett creía saber mucho de derecho, como si hubiera adquirido grandes conocimientos por el mero hecho de haber presenciado muchas vistas (a menudo medio dormido), y al igual que mucha gente que no sabe tanto como cree saber, siempre estaba dispuesto a compartir sus deducciones con los menos informados.
Echó un vistazo a su reloj, como si estuviera muy ocupado.
—Es un juicio por asesinato, uno de los grandes —dijo, dándose importancia. «No me digas», pensó Theo—. Y lo cierto es que los juicios por asesinato atraen a tipos que pueden ser un riesgo para la seguridad.
—¿Como quién?
—A ver cómo te lo explico… En todos los asesinatos hay una víctima, y la víctima tiene familiares y parientes que, como es normal, no están nada contentos de que su víctima haya sido asesinada. ¿Me sigues?
—Claro.
—Y tienes un acusado. En este caso es el señor Duffy, que asegura que no es culpable. Si eso es cierto, el verdadero asesino sigue suelto por ahí y puede que sienta cierta curiosidad por el juicio. —El señor Gossett miró a su alrededor con aire suspicaz, como si el asesino pudiera andar cerca y pudiera ofenderse.
Theo sintió ganas de preguntar: «¿Por qué sería un riesgo para la seguridad que el verdadero asesino se presentara a ver el juicio? ¿Qué iba a hacer? ¿Matar a otra persona ante el tribunal, a la vista de docenas de testigos?».
—Ya entiendo —repuso—. Será mejor que tengan ustedes cuidado.
—Lo tendremos todo controlado.
—Lo veré por la mañana.
—¿Vendrás?
—Claro.
El señor Gossett meneó la cabeza.
—Pues no sé, Theo. Mañana, esto estará a reventar. No creo que queden asientos libres.
—No se preocupe. Esta mañana he hablado con el juez Gantry, y me ha prometido reservar unos sitios estupendos —dijo Theo, dando media vuelta y alejándose.
El señor Gossett no supo qué contestar.
Ike era el tío de Theo, el hermano mayor de Woods Boone. Antes de que Theo naciera, Ike había fundado el bufete de Boone & Boone con su hermano y su cuñada. Era uno de los pocos especialistas de la ciudad en derecho tributario. Según la escasa información que Theo había podido reunir sobre el asunto, los tres habían disfrutado de una relación agradable y productiva hasta que Ike hizo algo que estuvo mal. Tan mal que le retiraron la licencia para ejercer. Theo había preguntado varias veces a sus padres qué había sido exactamente eso tan malo que había hecho Ike, pero ninguno de los dos había querido darle detalles. Decían que no deseaban hablar del asunto y que ya le explicarían las cosas cuando tuviera edad de comprenderlas.
Ike seguía trabajando como fiscalista, pero de rango menor. No era abogado ni tampoco contable; pero, puesto que debía ganarse la vida de algún modo, preparaba las declaraciones de renta de particulares y empresas pequeñas. Su despacho se hallaba en el primer piso de un edificio del centro. Una pareja griega tenía un restaurante justo debajo. Ike les hacía la declaración de renta y recibía, como parte del pago, una comida gratis cinco días a la semana.
Su mujer se había divorciado de él poco después de que lo expulsaran del Colegio de Abogados. Era un hombre solitario y normalmente poco agradable, de modo que Theo no siempre disfrutaba cuando iba a visitarlo todos los lunes por la tarde. No obstante, Ike era de la familia, y a decir de los padres de Theo, que apenas lo veían, eso contaba.
—Hola, Theo —lo saludó Ike cuando Theo abrió la puerta que daba a un cuarto largo y abarrotado y entró.
—Hola, Ike.
A pesar de que era mayor que el padre de Theo, insistía en que lo llamaran Ike. Al igual que Elsa, formaba parte de su esfuerzo por mantenerse joven. Iba vestido con vaqueros, sandalias y una camiseta de una marca de cerveza. También lucía varias pulseras en su muñeca izquierda. Su cabello era largo, encrespado y blanco, y lo llevaba recogido en una cola de caballo.
En esos momentos se encontraba sentado a su escritorio, una gran mesa llena de papeles. Grateful Dead sonaba bajito en un equipo de música, y las paredes estaban llenas de obras de arte funk barato.
Según la señora Boone, Ike había sido el clásico abogado empingorotado hasta que abandonó el camino recto. En esos momentos se las daba de hippy anticualquier cosa. Un auténtico rebelde.
—¿Cómo está mi sobrino favorito? —preguntó mientras Theo se acomodaba en la silla de enfrente de la mesa.
—Bien. —Theo era su único sobrino—. ¿Qué tal tu día?
Ike hizo un gesto con la mano, abarcando el desorden de papeles de su mesa.
—Normal. Solucionando los problemas de dinero de la gente que no tiene dinero. ¿Cómo va todo en Boone & Boone?
—Como siempre.
A pesar de que solo vivía a cuatro manzanas de distancia, Ike rara vez veía a los padres de Theo. Mantenían una relación más o menos amistosa, pero el pasado era complicado.
—¿Y el colegio?
—Bien.
—¿Todo Excelente?
—Sí. Bueno, más o menos. Saqué un Excelente bajo en química.
—Yo espero solo de Excelente para arriba.
«Tú y todos», pensó Theo. No sabía por qué Ike se arrogaba el derecho a opinar sobre sus notas, pero daba por hecho que eso era lo que hacían los parientes. Según sus padres, Ike era brillante y había terminado la universidad en solo tres años.
—¿Tu madre está bien?
—Estupendamente y no para de trabajar. —Ike nunca preguntaba por el señor Boone.
—Supongo que estarás nervioso con el juicio de mañana, ¿no?
—Sí. El profesor de gobierno nos llevará mañana al tribunal, pasaremos allí todo el día. ¿Irás tú? —preguntó, a pesar de saber la respuesta.
Ike soltó un bufido de disgusto.
—Desde luego que no. No entro en ninguna sala de tribunal por propia voluntad. Además, tengo demasiado trabajo. —Un comentario típico de un Boone.
—Pues yo estoy impaciente.
—O sea, que todavía quieres ser abogado, uno de esos abogados que se hacen famosos en los juicios.
—¿Qué tiene de malo?
—Nada, supongo. —Tenían la misma conversación todas las semanas. Ike quería que Theo fuera arquitecto o artista, algo creativo—. La mayoría de chavales sueñan con ser policías, bomberos, actores o deportistas famosos. No he conocido a nadie tan obsesionado como tú con la idea de llegar a ser abogado.
—Todo el mundo tiene que ser algo en la vida.
—Supongo que sí. Ese abogado defensor, Clifford Nance, es muy bueno. ¿Lo has visto alguna vez en acción?
—No en un juicio importante. Lo he visto argumentando mociones ante el juez y esas cosas, pero no en un juicio de verdad.
—En su día, conocí bien a Clifford. Fue hace muchos años. Apuesto a que ganará.
—¿De verdad lo crees?
—Seguro. Por lo que he oído, la acusación tiene un caso muy pobre.
A pesar de lo reservado que era, Ike tenía un don para enterarse de los rumores de los tribunales. El padre de Theo sospechaba que Ike conseguía su información en la partida de póquer que jugaba todas las semanas con un grupo de abogados jubilados.
—En realidad no hay ninguna prueba de que el señor Duffy asesinara a su esposa —dijo Ike—. Es posible que el fiscal pueda determinar un móvil claro y levantar todo tipo de sospechas, pero nada más.
—¿Cuál puede ser ese móvil? —preguntó Theo, a pesar de que conocía la respuesta. Quería saber cuánto sabía Ike o hasta dónde estaba dispuesto a contar.
—El dinero. Un millón de dólares, concretamente. Hace dos años, el señor Duffy contrató un seguro de vida para su esposa. Si ella moría, él se llevaba un millón de dólares. Sus negocios no estaban marchando bien y necesitaba dinero. Así pues, la teoría dice que él mismo se encargó del asunto.
—¿La estranguló? —Theo había leído todo lo que los diarios habían publicado acerca del caso y conocía la causa de la muerte.
—Esa es la teoría. La señora Duffy murió estrangulada. El fiscal asegurará que su marido la estranguló y después puso la casa patas arriba e hizo desaparecer las joyas, todo para que pareciera que ella se había tropezado con el ladrón.
—Y el señor Nance ¿qué intentará demostrar?
—En realidad, no tiene que demostrar nada. De todas maneras, argumentará que no hay pruebas ni evidencias de que el señor Duffy estuviera en la escena del crimen en el momento de producirse. Por lo que sé, no hay testigos que puedan situarlo allí. Se trata de un caso muy difícil para el fiscal.
—¿Crees que es culpable?
Ike hizo crujir al menos ocho nudillos y entrelazó las manos en la nuca.
—Seguramente. Apuesto algo a que Duffy lo planeó todo cuidadosamente y que las cosas le salieron como las había previsto. Esa gente hace cosas de lo más raro.
«Esa gente» eran los residentes de Waverly Creek[1], una próspera urbanización construida alrededor de veintisiete hoyos de golf y protegida por una verja. Eran los recién llegados, al contrario de los que vivían en el centro de la ciudad y se consideraban los verdaderos ciudadanos de Strattenburg. La frase «viven en ese arroyo» se oía a menudo y con frecuencia se refería a gente que aportaba muy poco a la vida de la comunidad y mostraba una excesiva preocupación por el dinero. Esa divisoria tenía escaso sentido para Theo, que contaba con amigos allí. Es más, sus padres también tenían clientes de Waverly Creek. La urbanización se hallaba a solo tres kilómetros al este de la ciudad, pero a menudo la trataban como si fuera de otro planeta.
La madre de Theo solía decir que en las ciudades pequeñas la gente dedicaba demasiado tiempo a ocuparse de lo que hacían o dejaban de hacer sus vecinos. Desde que Theo era pequeño le había sermoneado en contra de la mala costumbre de juzgar al prójimo.
La conversación derivó al béisbol y, naturalmente, a los Yankees. Ike era un acérrimo seguidor de los Yankees y le encantaba divulgar estadísticas de sus jugadores favoritos. A pesar de que era el mes de abril, ya estaba pronosticando otra victoria en las World Series. Theo le replicó como pudo, pero como seguidor de los Twins, tenía muy poca munición.
Se marchó al cabo de treinta minutos con la promesa de volver la semana siguiente.
—Y a ver si mejoramos esas notas de química —lo despidió Ike en tono severo.