El bufete de Boone & Boone tenía sus oficinas en una vieja casa reconvertida de Park Street, a tres manzanas de Main y a diez minutos andando de los tribunales. Había muchos abogados en el barrio, y todos los edificios de Park se habían convertido en despachos de abogados, arquitectos, contables, ingenieros y demás.
El bufete contaba con dos letrados, el señor Boone y la señora Boone, que eran socios a partes iguales en el sentido más amplio de la palabra. El señor Boone, el padre de Theo, tenía cincuenta y pocos años, pero parecía más viejo, al menos esa era la opinión que su hijo se guardaba mucho de compartir. Se llamaba Woods, nombre que a Theo le parecía más adecuado como apellido: Tiger Woods, el golfista; James Woods, el actor. Theo seguía buscando otra persona que se llamara Woods de nombre, aunque tampoco dedicaba demasiado tiempo a preocuparse por semejante minucia. Procuraba no dar vueltas a las cosas que escapaban a su control.
Woods Boone. A veces, Theo pronunciaba el nombre muy deprisa y le sonaba a woodspoon. Lo había comprobado, y woodspoon no significaba realmente cuchara de madera, por mucho que a él se le antojara posible. Una cuchara de madera era una wooden spoon no una woodspoon. Pero ¿quién usaba hoy día una cuchara de madera? ¿Y por qué preocuparse con algo tan trivial? Fuera como fuese, al igual que esas costumbres de las que uno no sabe cómo deshacerse, Theo pensaba en la palabra woodspoon cada vez que se acercaba al despacho de su padre y veía su nombre escrito con letras negras en la puerta.
La oficina estaba en el primer piso, al final de unos endebles escalones cubiertos por una sucia y desgastada moqueta. El señor Boone ocupaba él solo el primer piso porque las señoras de abajo lo habían enviado allí por dos razones: la primera, porque era muy desordenado y tenía el despacho hecho un desastre, aunque a Theo le encantaba; y la segunda, porque el señor Boone fumaba en pipa y prefería hacerlo con las ventanas cerradas y el ventilador del techo parado, de modo que el aire se llenara del aromático humo del tabaco que ese día hubiera elegido. El humo tampoco molestaba a Theo que, no obstante, sí se preocupaba por la salud de su progenitor. El señor Boone no sentía especial afición por mantenerse en forma. Hacía poco ejercicio y adolecía de cierto sobrepeso. Trabajaba duro y dejaba sus problemas en el despacho, a diferencia de su socia, la madre de Theo.
El señor Boone era abogado especialista en derecho inmobiliario, y en opinión de Theo, esa era una de las ramas más aburridas de la abogacía. Su padre nunca iba a los tribunales, nunca argumentaba ante un juez, nunca se dirigía a un jurado; y nunca, según parecía, salía del despacho. Lo cierto era que hablaba de sí mismo como de un «abogado de oficina» y que el apelativo no parecía disgustarlo. Theo admiraba a su padre, desde luego, pero no tenía la menor intención de pasar su vida profesional encerrado como él. No señor. Theo se veía destinado a las salas de los tribunales.
Dado que el señor Boone estaba solo en el primer piso, su despacho era enorme. Largas y combadas estanterías llenaban dos de las paredes, mientras que las dos restantes mostraban una creciente colección de fotografías enmarcadas en las que Woods aparecía haciendo toda clase de cosas importantes: estrechando la mano de políticos, posando con colegas en las reuniones del bar y esas cosas. Theo había visto el interior de otros despachos de abogados de la ciudad —era inquieto y tenía la costumbre de meter las narices en todas partes— y ya sabía que a los abogados les gustaba llenar las paredes con ese tipo de fotos, junto con sus títulos, diplomas y certificados de pertenencia a tal o cual club. Su madre la llamaba «La pared del ego» en tono burlón, seguramente porque las de su despacho estaban prácticamente desnudas, aparte de unas pocas muestras de arte contemporáneo.
Theo llamó a la puerta al mismo tiempo que la abría. Se suponía que debía ir a saludar a sus padres todas las tardes después del colegio, a menos que tuviera algo importante que hacer en otra parte. Su padre estaba sentado, solo, tras un antiguo escritorio repleto de papeles. Su padre siempre estaba solo porque sus clientes rara vez se dejaban caer por su despacho; lo llamaban o le enviaban cosas por correo, fax o correo electrónico, pero no necesitaban pasar por Boone & Boone para que los asesoraran.
—Hola —dijo Theo, dejándose caer en la silla.
—¿Has tenido un buen día en el colegio? —preguntó su padre como todos los días.
—Bastante bueno. El director ha dado el visto bueno para nuestra visita a los tribunales mañana. A primera hora he ido a ver al juez Gantry, y me ha prometido que nos sentaría en la galería.
—Eso ha sido amable por su parte. Has tenido suerte porque mañana asistirá media ciudad.
—¿Tú piensas ir?
—¿Yo? No —contestó su padre, señalando las montañas de papel que tenía delante como si requirieran su atención inmediata.
Theo había oído una conversación entre sus padres en la que se habían prometido solemnemente no acercarse al tribunal mientras durara el juicio por asesinato. Al fin y al cabo, ellos eran unos abogados muy ocupados y no estaba bien que perdieran el tiempo asistiendo al juicio de otra persona. A pesar de todo, Theo sabía que deseaban ir tanto como todo el mundo en la ciudad.
Su padre y su madre, aunque esta en menor medida, utilizaban la excusa de que tenían mucho trabajo siempre que no querían hacer algo.
—¿Cuánto durará el juicio? —preguntó Theo.
—Por ahí se dice que puede que una semana.
—La verdad es que me gustaría verlo entero.
—Ni pienses en ello, Theo. Ya he hablado con el juez Gantry. Si te ve en la sala cuando se supone que debes estar en el colegio, interrumpirá la vista, ordenará al alguacil que te detenga y te encierre. Y como yo no pienso pagar la fianza para sacarte de la cárcel, te pasarás allí días y días, encerrado con vulgares borrachos y pandilleros.
Dicho eso, el señor Boone cogió una pipa, la encendió y empezó a echar humo igual que una chimenea. Padre e hijo se miraron fijamente. Theo no estaba seguro de si bromeaba, pero su expresión era totalmente seria. Él y el juez Gantry eran viejos amigos.
—Lo dices en broma, ¿no? —se atrevió a preguntar al fin.
—En parte. Claro que te sacaría de la cárcel, pero es verdad que he hablado con Gantry.
Theo empezó a idear posibles maneras de asistir al juicio sin que su señoría lo viera. Saltarse el colegio era la parte más fácil.
—Y ahora vete —le dijo su padre—. Tienes que hacer tus deberes.
—Nos vemos luego.
Abajo, la puerta de entrada estaba custodiada por una mujer que era casi tan vieja como el edificio. Su nombre era Elsa, y de apellido se llamaba Miller, aunque tanto para Theo como para todo el mundo eso quedaba excluido. Fuera cual fuera su edad, que nadie sabía a ciencia cierta, insistía en que todos la llamaran Elsa, incluso los niños de trece años. Elsa llevaba trabajando para los Boone desde antes de que Theo naciera. Hacía de recepcionista, secretaria, coordinadora del despacho e incluso de auxiliar legal cuando era necesario. Se podía decir que era ella quien llevaba el bufete y, de vez en cuando, incluso se veía obligada a mediar en las pequeñas desavenencias que se producían entre el Boone del piso de arriba y la Boone de la planta baja.
Elsa era un personaje muy importante en la vida de los tres Boone, y Theo la consideraba su amiga y confidente.
—Hola, Elsa —la saludó, deteniéndose ante su mesa y preparándose para darle un abrazo.
Ella se levantó, alegre como siempre, y lo estrechó con fuerza. Luego, lo miró de arriba abajo y preguntó.
—¿Ayer no llevabas la misma camisa?
—No —contestó Theo, diciendo la verdad.
—Me parece que sí.
—Lo siento, Elsa.
A menudo, ella le hacía comentarios sobre su atuendo y, para un chico de trece años, resultaba una pesadez. Sin embargo, hacía que Theo se mantuviera despierto. Alguien lo observaba y tomaba buena nota, de manera que pensaba en Elsa con frecuencia cuando se vestía a toda prisa por las mañanas. Otra molesta costumbre que no sabía cómo quitarse de encima.
El guardarropa de Elsa era legendario. Era muy baja y menuda —«Te podrías poner cualquier cosa», le había comentado su madre muchas veces— y prefería la ropa ceñida y de colores llamativos. Ese día llevaba un pantalón de cuero negro con una especie de suéter de color verde chillón que a Theo le hizo pensar en un espárrago. Se había peinado los cortos cabellos grises en punta y con fijador. Sus gafas, como de costumbre, eran a juego con el color del conjunto: ese día, verdes. Elsa era cualquier cosa menos aburrida. Puede que estuviera a punto de cumplir los setenta, pero no envejecía discretamente.
—¿Está mi madre? —preguntó Theo.
—Sí, y la puerta está abierta. —Elsa volvió a su asiento, y Theo se alejó.
—Gracias.
—Ha llamado uno de tus amigos.
—¿Ah, sí? ¿Quién?
—Dijo que se llamaba Sandy y que quizá se pasaría.
—Gracias.
Theo se internó por el pasillo y se detuvo ante una puerta para decir hola a Dorothy, la secretaria de inmobiliario, una agradable señora que eran tan aburrida como su jefe del piso superior. Siguió adelante y se detuvo nuevamente para decir hola a Vince, el auxiliar de toda la vida que trabajaba en los casos de la señora Boone.
Marcella Boone se hallaba al teléfono cuando Theo entró y se sentó. Su mesa, de cristal y hierro cromado, estaba pulcramente ordenada y dejaba a la vista casi toda su superficie, marcando un notable contraste con la de su marido. Los expedientes recientes estaban pulcramente guardados a su espalda, en un archivador. Todo se encontraba en su sitio, salvo sus zapatos, que no estaban en sus pies, sino aparcados cerca. Eran de tacón, lo cual para Theo significaba que esa mañana había estado en el juzgado. Su traje de chaqueta de color vino lo confirmaba. Su madre siempre iba guapa y bien arreglada, pero los días en que tenía que acudir a los tribunales hacía un esfuerzo especial.
«Los hombres pueden ir hechos unos cerdos —comentaba a menudo—, pero se supone que las mujeres han de tener buen aspecto. ¿Te parece justo?».
Elsa siempre convenía que no era justo en absoluto.
Lo cierto era que la señora Boone disfrutaba gastándose el dinero en ropa elegante y en estar guapa. Al señor Boone la moda le traía sin cuidado; y la pulcritud, aún más. Solo se llevaba tres años con su mujer, pero en espíritu, eran décadas.
En ese momento, Marcella Boone estaba hablando con un juez que no parecía mostrarse de acuerdo con ella. Cuando por fin colgó, su actitud cambió rápidamente.
—Hola, cariño —dijo a Theo con la mejor de sus sonrisas—. ¿Qué tal tu día?
—Estupendo, mamá. ¿Y el tuyo?
—Como de costumbre. ¿Algo nuevo en el colegio?
—Solo una salida para mañana, para ver el juicio. ¿Piensas asistir?
Su madre negó con la cabeza antes de responder.
—No. Mañana tengo una vista a las diez con el juez Sandlord. Estoy demasiado ocupada para ir a ver un juicio, Theo.
—Papá dice que ya ha hablado con el juez Gantry y que tienen un plan para mantenerme alejado del tribunal. ¿Crees que es verdad?
—Al menos, espero que lo sea. El colegio es más importante.
—El colegio es un aburrimiento, mamá. Solo me gustan dos asignaturas. Todo lo demás es una pérdida de tiempo.
—Yo no diría que tu educación sea una pérdida de tiempo.
—Puedo aprender mucho más en los tribunales.
—Quizá, pero ya tendrás ocasión algún día de pasar allí tanto tiempo como quieras. Por el momento nos concentraremos en el octavo curso, ¿vale?
—He pensado en apuntarme a algún cursillo de derecho en internet. Hay una web muy chula que tiene cantidad de cosas.
—Theodore, cariño, no estás preparado para la facultad de derecho. Ya hemos hablado de esto. Disfruta de octavo y, luego, pasa al instituto y a lo que venga después. Tienes que disfrutar de las cosas de tu edad.
Theo se encogió de hombros y no dijo nada.
—Bueno, ahora a hacer los deberes —le dijo su madre. El teléfono sonó. Elsa le pasaba otra llamada importante—. Ahora tienes que disculparme, Teddy, y por favor, sonríe.
Theo salió del despacho y, cargado con su mochila, cruzó el cuarto de la fotocopiadora —que, como de costumbre era un completo desorden— y dos habitaciones que hacían de almacén y se hallaban repletas de cajas y archivos viejos.
Estaba seguro de que era el único chico de octavo de todo Strattenburg que tenía su propio despacho de abogado. Se trataba de un cubículo que alguien había añadido años atrás al edificio. Antes de que Theo lo ocupara, lo habían utilizado para guardar viejos libros de leyes prescritas. Su escritorio era una vieja mesa de jugar a cartas que no estaba tan ordenada como la de su madre, pero sí mucho más que la de su padre. Tenía una gastada silla giratoria que había rescatado cuando sus padres remozaron la biblioteca que había en la planta baja, junto al escritorio de Elsa.
Encontró a su perro acurrucado en ella. Judge pasaba todos los días en el bufete, dormitando o dando vueltas sin hacer ruido, intentando evitar a los humanos porque siempre estarían muy ocupados y no hacían más que echarlo de todas las reuniones. Por la tarde, iba al cubículo de Theo, se encaramaba a la silla y lo esperaba.
—Hola, Judge —lo saludó, rascándole la cabeza—. ¿Has tenido un buen día?
Judge saltó al suelo y meneó el rabo. La viva imagen de un perro feliz. Theo se instaló en su silla, dejó la mochila encima de la mesa y echó un vistazo en derredor. En una de las paredes había pinchado un póster de los Twins con el calendario de la temporada. Por lo que sabía, era el único seguidor de los Twins de la ciudad. Minnesota se hallaba a mil kilómetros de distancia, y él nunca había estado allí. Era seguidor de aquel equipo porque nadie más en Strattenburg lo era y le parecía justo que al menos hubiera uno en la ciudad. Se había decidido por los Twins años atrás y, en esos momentos, se aferraba a ellos con una lealtad que la larga temporada ponía a prueba.
En otra pared había un gran dibujo, medio caricatura, de Theo Boone, abogado en ejercicio, vestido con chaqueta y corbata, compareciendo ante un tribunal. En el dibujo, el mazo del juez pasaba volando junto a su cabeza y en el bocadillo se leía: «¡Protesta rechazada!», mientras al fondo se veía al jurado tronchándose de risa a su costa. En la esquina inferior derecha, el artista había garabateado su nombre: «April Finnemore». Ella se lo había regalado por su aniversario, el año anterior. En esos momentos, el sueño de April era escapar a París y pasar el resto de su vida pintando y dibujando escenas callejeras.
Una puerta conducía al pequeño porche que daba al patio trasero, que estaba cubierto de gravilla y servía de aparcamiento.
Como hacía siempre, vació la mochila y empezó sus deberes, que, según la rígida norma impuesta por sus padres en primero, debían estar acabados antes de la hora de la cena. Una dolencia asmática mantenía a Theo alejado del equipo de deporte en el que ansiaba jugar, pero al mismo tiempo le aseguraba buenas notas en el colegio. Con los años había llegado a aceptar a regañadientes que sus éxitos académicos eran un buen sustituto de los partidos que añoraba. A pesar de todo, podía jugar al golf, y él y su padre salían al campo todos los sábados, a las nueve de la mañana.
Alguien llamó a la puerta de atrás, y Judge, que estaba acurrucado bajo la mesa, gruñó.
Sandy Coe también estaba en octavo, pero en una clase distinta. Theo lo conocía, aunque no demasiado. Era un chaval agradable pero tirando a callado. Necesitaba hablar, y Theo le dio la bienvenida a su cuarto. Sandy cogió la otra silla que quedaba, una plegable que Theo tenía en el rincón. Cuando los dos estuvieron sentados, el cubículo quedó lleno.
—¿Podemos hablar de tú a tú? —preguntó Sandy, que parecía tímido, además de nervioso.
—Claro. ¿Qué pasa?
—Bueno, necesito un consejo. Al menos eso creo. No estoy seguro de esto, pero tengo que contárselo a alguien.
—Te prometo que todo lo que me digas lo consideraré estrictamente confidencial —contestó Theo, el gran asesor.
—Está bien. A mi padre lo despidieron hace unos meses, y las cosas en casa se han puesto bastante mal. —Hizo una pausa, esperando a que Theo dijera algo.
—Lo siento.
—La otra noche, mis padres tuvieron una discusión muy seria en la cocina. Yo no tendría que haber escuchado, pero no lo pude evitar. ¿Sabes lo que significa «embargo preventivo»? —Sí.
—¿Y qué es?
—En la actualidad hay distintas variantes. Significa que cuando una persona que es propietaria de una casa no puede pagar los plazos de la hipoteca, el banco se va a quedar con la casa.
—No entiendo nada.
—Está bien. Mira, funciona así. —Theo cogió un libro de bolsillo y lo puso encima de la mesa—. Supongamos que esto es una casa y que tú quieres comprarla. Vale cien mil dólares, y puesto que tú no tienes tanto dinero, vas al banco y pides que te lo presten. —Puso un libro de texto junto al de bolsillo—. Y esto es el banco.
—Entendido.
—El banco te presta los cien mil, y entonces ya puedes comprar la casa a quien sea que la venda. Pero tú acuerdas con el banco pagarle quinientos dólares todos los meses durante, pongamos… treinta años.
—¡Treinta años!
—Sí. Ese es el trato más corriente. El banco te carga una cantidad añadida por darte el préstamo; es lo que se llama «interés». De ese modo, tú pagas al banco todos los meses una parte de los cien mil más un pellizco en intereses. Es un buen trato para todos. Tú consigues la casa que quieres, y el banco gana dinero con los intereses. Todo va bien hasta que pasa algo y no puedes hacer tus pagos todos los meses.
—¿Qué es una hipoteca?
—Un trato así se llama una «hipoteca». El banco tiene un derecho preferente sobre tu casa hasta que el préstamo se ha devuelto entero. Cuando no cumples con el pago de los plazos, el banco tiene derecho a quedarse tu casa. El banco te pone de patitas en la calle y se la queda. Eso se hace mediante un juicio hipotecario —concluyó, poniendo el libro de texto sobre el de bolsillo, aplastándolo.
—Mi madre se puso a llorar cuando hablaron de mudarse. Yo he vivido en esa casa desde que nací.
Theo abrió su portátil y lo puso en marcha.
—Es terrible —comentó—, y últimamente pasa mucho. Sandy bajó la cabeza con aire abatido.
—¿Cómo se llama tu padre? —preguntó Theo.
—Thomas, Thomas Coe.
—¿Y tu madre?
—Evelyn.
Theo empezó a teclear.
—¿Dónde vives?
—En Bennington ochocientos catorce.
Theo tecleó un rato más mientras los dos permanecían en silencio.
—¡Vaya! —exclamó al cabo de un momento.
—¿Qué pasa?
—El banco es el Security Trust, de Main Street. Hace catorce años, tus padres contrataron una hipoteca de ciento veinte mil dólares por un período de treinta años. No han hecho los pagos de los últimos cuatro meses.
—¿Cuatro meses?
—Sí.
—¿Y todo esto está en internet?
—Sí, pero no todo el mundo puede encontrarlo.
—¿Y tú cómo lo has conseguido?
—Hay maneras. Muchos bufetes pagan una cuota para tener acceso a cierta información. Además, yo sé cómo bucear más hondo.
Sandy se encogió un poco más y meneó la cabeza.
—¿Quiere decir que vamos a quedarnos sin nuestra casa?
—No exactamente.
—¿Qué quieres decir? Mi padre no tiene trabajo.
—Hay una manera de interrumpir un embargo preventivo, retorcerle el brazo al banco y conservar la casa durante un tiempo, quizá hasta que tu padre vuelva a encontrar trabajo.
Sandy parecía completamente confundido.
—¿Has oído hablar alguna vez de una quiebra?
—Supongo, pero no tengo ni idea de qué es.
—Es vuestra única opción. Tus padres no tendrán más remedio que declararse en quiebra. Eso significa que tienen que contratar a un abogado para que presente en su nombre la solicitud de quiebra ante el tribunal correspondiente.
—¿Cuánto cuesta un abogado?
—No te preocupes por eso ahora. Lo importante es ir a ver a un abogado.
—¿Y no puedes ocuparte tú?
—Lo siento, mis padres no se especializan en quiebras. Pero cerca de aquí hay un tipo muy bueno. Se llama Steve Mozingo. Mis padres le envían clientes. Les cae muy bien.
Sandy apuntó el nombre.
—¿Y tú crees que podremos conservar nuestra casa?
—Sí, pero tus padres tienen que ir a ver a ese tipo lo antes posible.
—Gracias, Theo. No sé qué decir.
—Tú tranquilo. Estoy encantado de ayudar.
Sandy salió a toda prisa, como si fuera a correr hasta su casa con las buenas noticias. Theo lo observó subir a su bicicleta y desaparecer por la parte de atrás del aparcamiento.
Otro cliente satisfecho.