21

El juez Gantry esperó a que oscureciera el domingo para salir a pasear. Vivía a unas manzanas del edificio de los juzgados, en una vieja casa que había heredado de su abuelo —que también había sido un juez distinguido—, y a menudo salía a pasear por las calles de Strattenburg a primera hora de la mañana o a última de la tarde. Aquella noche le apetecía un poco de aire fresco y tiempo para pensar. El juicio del caso Duffy lo había tenido preocupado todo el fin de semana y había pasado horas buscando en sus libros de derecho sin encontrar la respuesta que buscaba. Se debatía entre cuestiones contrapuestas: ¿Por qué debía interrumpir un juicio debidamente documentado? ¿Por qué declarar juicio nulo si no se había infringido ningún precepto ni violado ningún principio ético? Lo cierto era que el juicio había transcurrido con total normalidad gracias a la competente labor de los dos letrados.

Además, en sus investigaciones no había encontrado antecedentes parecidos.

Las luces de Boone & Boone estaban encendidas. A las siete y media, tal como había prometido, el juez Gantry subió los escalones del porche y llamó a la puerta.

La abrió Marcella Boone, que le dio la bienvenida.

—Buenas noches, Henry. Por favor, pasa.

—Hola, Marcella. Hace veinte años que no pisaba estos despachos.

—Eso quiere decir que deberías visitarnos más a menudo —dijo ella, cerrando la puerta tras él.

El juez Gantry no era el único que había salido a pasear esa noche. Un individuo llamado Paco también lo hizo. Llevaba un chándal oscuro, zapatillas de correr y una radio. Se mantuvo a prudente distancia del juez y, puesto que este no pensaba que pudieran espiarlo, no le costó seguirlo. Deambularon por el centro de Strattenburg, uno de ellos sumido en sus pensamientos y ajeno a lo que lo rodeaba; el otro, manteniéndose a una manzana de distancia y siempre entre las sombras. Cuando Henry Gantry entró en Boone & Boone, Paco pasó trotando delante del bufete, anotó el número y la calle y siguió corriendo hasta doblar la esquina. Entonces se detuvo y apretó un interruptor de su radio.

—Está dentro, en el despacho de los Boone.

Momentos después, Omar Cheepe recogía a Paco y salían a Park Street. Cuando tuvieron a la vista el edificio del bufete, aparcaron cerca. Cheepe apagó el motor y bajó la ventanilla para fumar.

—¿Lo has visto entrar? —preguntó.

—No —contestó Paco—. Lo vi doblar la esquina y dirigirse hacia la entrada. Sé que está ahí. Es el único sitio que está abierto por los alrededores.

—Es muy raro.

Era domingo por la noche, y el resto de los edificios de oficinas se veían oscuros y desiertos. Solo se apreciaba actividad en el bufete de los Boone, donde todas las luces de la planta baja estaban encendidas.

—¿Qué crees que pueden estar haciendo? —preguntó Paco.

—No estoy seguro. Los Boone estuvieron en el despacho de Gantry el viernes. Toda la familia, lo cual no tiene sentido porque Gantry estaba muy atareado. No son abogados criminalistas. Él se ocupa de asuntos inmobiliarios; y ella, de divorcios. Así pues, no tiene sentido que se presentaran en el despacho del juez en pleno juicio de un caso de asesinato. Y además estaba el niño. No lo entiendo. ¿Para qué iban sus padres a sacarlo del colegio y llevarlo ante Gantry? Ese chaval se ha pasado toda la semana husmeando por el tribunal.

—¿Es Theo?

—Sí. Ese condenado crío se cree que es abogado. Conoce a todos los polis, a todos los jueces y a todos los auxiliares de juzgado. Se pasa la vida viendo juicios. Seguramente sabe más derecho que muchos abogados. Él y Gantry son muy amigos.

Y ahora resulta que ha ido a ver al juez con sus padres y, de repente, Gantry decide que la vista no se celebre el sábado, como todos creían. Está pasando algo, Paco, y me da la impresión de que no nos favorece.

—¿Has hablado con Nance o con Duffy?

—Todavía no. Había pensado en enviarte allí y que husmearas alrededor del edificio para ver quién hay dentro, pero resulta demasiado arriesgado. Si te ven, se asustarán, interrumpirán lo que estén haciendo y es posible que llamen a la policía. Se trata del juez Gantry, ¿sabes? Las cosas podrían complicarse. Así pues, se me ha ocurrido una idea mejor: llamaré a Gus y que venga con la camioneta. La aparcaremos cerca del bufete y, cuando salgan, les haremos fotos. Quiero saber quién hay allí dentro.

—¿Tú qué crees?

—No lo sé, Paco, pero me apuesto lo que quieras a que los Boone y el juez no están jugando a las cartas. Algo está ocurriendo, y no me gusta.

El juez Gantry entró en la biblioteca, donde lo esperaban el señor y la señora Boone, Ike y Theo. La larga mesa que dominaba la estancia se veía llena de libros, mapas y libretas y daba la impresión de que allí se había trabajado duramente. Hubo los saludos de rigor y la habitual charla intrascendente acerca del tiempo; pero, con los importantes asuntos que debían tratar, enseguida fueron al grano.

—Bueno —empezó el juez Gantry, cuando todos estuvieron sentados—, no hará falta que diga que esta reunión es completamente extraoficial. Dado que ninguno de vosotros está relacionado con el caso, no estamos haciendo nada incorrecto, evidentemente; pero ya imagino las preguntas que me harán si alguien se entera. ¿Entendido?

—Desde luego, Henry —dijo la señora Boone.

—No hay problema —repuso Ike.

—Ni una palabra —aseguró el señor Boone.

—Desde luego, señoría —convino Theo.

—Bien, me parece que queríais mostrarme algo.

Los tres Boone adultos miraron a Theo, que se levantó rápidamente. Tenía el portátil abierto ante él. Apretó una tecla y una foto apareció en la pantalla que había al fondo de la sala. Theo cogió un puntero láser, y un punto rojo bailó sobre la imagen.

—Esto es una foto aérea de la calle del hoyo seis del Creek Course. Por aquí está la casa de los Duffy, y aquí es donde estaba sentado el testigo en el momento de almorzar. —Apretó la tecla y apareció otra imagen—. Esto es una foto que tomamos ayer por la mañana en el campo. El testigo estaba sentado en este montón de troncos, cerca del arroyo seco, completamente oculto a la vista. —Otra tecla y otra foto—. Sin embargo, y como puede ver, el testigo tenía una vista perfecta de las casas situadas al otro lado de la calle, a unos cien metros de distancia.

—¿Estás seguro de que ese es precisamente el sitio donde se encontraba?

—Sí, señoría.

—¿Puedes reconstruir el momento y los acontecimientos?

—Sí, señoría.

—Será mejor que por el momento dejes lo de «señoría», Theo.

—De acuerdo. —Theo mostró otra foto aérea e iluminó una construcción con el puntero—. Eso es el cobertizo de mantenimiento. Como se puede ver, está cerca del bosque de la calle seis. La pausa para almorzar empieza a las once y media, en punto porque el supervisor es muy estricto y quiere que todos sus hombres estén de vuelta al trabajo a las doce. A nuestro hombre le gusta alejarse de los demás para comer solo, rezar y contemplar la foto de su familia porque los echa mucho de menos. Como puede verse, no hay más que un corto paseo por el bosque hasta su escondite favorito. Nuestro hombre calcula que estaba a la mitad de su almuerzo cuando vio que un hombre entraba en casa de los Duffy.

—Alrededor de las once cuarenta y cinco, ¿no?

—Sí, señor, y como usted sabe, el forense situó el momento de la muerte de la víctima alrededor de esa misma hora.

—Lo sé. ¿El hombre que entró en la casa volvió a salir antes de que ese testigo acabara de comer?

—Sí, señor. El testigo dice que suele volver al cobertizo unos minutos antes de las doce. Esa mañana vio salir al hombre antes de que hubiera acabado de comer. Calcula que el hombre estuvo dentro de la casa menos de diez minutos.

—Tengo una pregunta importante —dijo el juez Gantry—. ¿Ese testigo vio al hombre saliendo con un saco o una bolsa, algo donde este hubiera podido guardar los objetos robados? Han declarado que se llevaron algunas cosas de la casa: dos pistolas, joyas y una valiosa colección de relojes. ¿El testigo vio si el hombre se llevaba algo?

—No lo creo, señor —respondió Theo, muy serio—. Yo también he estado pensando en esto y mi mejor suposición es que ese hombre se guardó las pistolas en el cinturón, y lo demás en los bolsillos.

—¿Qué clase de pistolas eran? —preguntó el señor Boone.

—Una nueve milímetros y un treinta y ocho corto —dijo el juez Gantry—. Sería fácil ocultarlas bajo la ropa.

—¿Y los relojes y las joyas?

—Unos cuantos collares y pendientes y tres relojes de pulsera. Todo eso cabe fácilmente en los bolsillos de un pantalón.

—¿Y nada de eso ha sido encontrado? —quiso saber la señora Boone.

—No.

—Seguramente estará en el fondo de alguno de los lagos del campo de golf —comentó Ike, con una triste sonrisa.

—Probablemente tienes razón —dijo el juez Gantry para sorpresa de todos. El impasible árbitro que no tomaba partido acababa de decantarse a favor de una parte. Estaba claro que creía que Duffy era culpable.

»¿Y qué hay de los guantes? —preguntó.

Theo cogió una caja marrón, se sentó, la abrió y sacó la bolsa hermética que contenía los guantes de golf. La dejó ante el juez Gantry y, durante un momento, todos contemplaron aquella prueba como si fuera un ensangrentado cuchillo de carnicero. Theo apretó una tecla y en la pantalla apareció otra foto.

—Esto es el tee de salida del hoyo catorce del recorrido Nueve Sur. El testigo estaba arreglando un aspersor, justo aquí, en este montículo, cuando vio al hombre, al mismo hombre, quitarse los guantes y arrojarlos a la papelera.

—Una pregunta —interrumpió el juez Gantry—: ¿llevaba puestos otros guantes cuando tiró estos?

A los Boone les resultó evidente que el juez Gantry había diseccionado la historia desde todos los ángulos.

—Eso no se lo pregunté —reconoció Theo.

—Lo más seguro es que sí —intervino el señor Boone—. No es nada raro que un jugador guarde algún guante en su bolsa de palos.

—¿Tiene importancia? —inquirió la señora Boone.

—No estoy seguro, Marcella. Es solo curiosidad.

Se produjo una larga pausa, como si los reunidos estuvieran pensando todos lo mismo pero ninguno se atreviera a decirlo en voz alta. Finalmente fue Theo quien se decidió:

—Siempre se lo puede preguntar al testigo, señor.

—¿Está aquí?

—Sí, señor.

—Espera en mi despacho —explicó la señora Boone—. En estos momentos está representado legalmente por el bufete Boone & Boone.

—¿Y el bufete incluye a Theo? —preguntó el juez Gantry haciendo reír a todos.

—Henry, tienes que garantizarnos que el testigo no será arrestado ni acusado de nada —dijo el señor Boone.

—Tenéis mi palabra —aseguró el juez.

Bobby Escobar se hallaba sentado frente al juez, al otro lado de la mesa. A su izquierda estaba Julio, su primo e intérprete; y a su derecha, su tía Carola Pena. Puesto que se trataba de una reunión familiar, Rita y Héctor esperaban en el despacho de la señora Boone, viendo la televisión.

Theo empezó su interrogatorio mostrando la misma foto aérea de la calle del hoyo seis del Creek Course, y con el puntero iluminó el sitio exacto donde Bobby solía comer. Luego, pasó otras imágenes y planteó sus preguntas cuidadosamente, dando tiempo de sobra a Julio para que tradujera. La historia se fue desplegando con toda naturalidad.

A pesar de que estaban atentos al menor error, sus padres y su tío se recostaron en sus asientos y lo contemplaron con orgullo.

Cuando los hechos quedaron establecidos, y Bobby demostró ser un testigo fiable, el juez Gantry dijo:

—Bueno, ahora hablemos de la identificación.

Puesto que Bobby no conocía a Pete Duffy, era incapaz de decir si se trataba del mismo hombre que había entrado en la casa. Declaró que la persona que vio vestía suéter negro y pantalón marrón con una gorra a juego, el mismo conjunto que el señor Duffy llevaba cuando se cometió el asesinato. Theo pasó una serie de fotos de Duffy, publicadas en los periódicos, pero lo único que Bobby pudo decir fue que el hombre de la foto se parecía al que había visto. Theo presionó otra tecla y proyectó tres vídeos que había empalmado en los que se veía a Duffy entrando o saliendo de los juzgados. Bobby repitió que estaba casi seguro de que se trataba del hombre en cuestión.

Y entonces, el golpe decisivo. La acusación había aportado como prueba veintidós fotografías de la escena del crimen, de la casa y del vecindario. Una de ellas, la prueba número quince, había sido tomada desde una posición cerca del linde de la calle. Mostraba la parte de atrás del hogar de los Duffy, su patio, las ventanas, la puerta trasera. A la derecha aparecían dos hombres de uniforme junto a un coche de golf. Sentado en él, se hallaba Pete Duffy, con aire aturdido y desamparado. La imagen había sido captada instantes después de que hubiera vuelto corriendo desde el restaurante de la casa-club.

Theo había conseguido la foto «visitando» la página web del tribunal que informaba del desarrollo del juicio. Si el juez Gantry le preguntaba cómo la había conseguido, estaba dispuesto a contestar: «Bueno, señoría, se ha mostrado en el tribunal y ha sido admitida como prueba, de modo que no puede considerarse confidencial, ¿verdad?».

Sin embargo, Gantry no dijo nada. Había visto la foto cientos de veces y no le dijo nada. Pero Bobby la veía por primera vez y empezó a hablar a toda prisa con Julio.

—¡Es él! —exclamó Julio, señalando a Duffy—. El hombre del coche. Es él.

—Señoría —dijo Theo—, quiero dejar constancia de que el testigo acaba de identificar al acusado, el señor Pete Duffy.

—Así es, Theo —contestó Gantry.