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El trayecto desde los tribunales hasta el colegio le llevaba unos quince minutos si lo hacía correctamente. Y Theo siempre solía hacerlo de ese modo, salvo cuando llegaba un poco tarde. Así pues, ese día se lanzó por Market Street en dirección contraria, saltó a la calzada cruzándose delante de un coche, tomó un atajo por un aparcamiento, utilizó todas las aceras a su disposición y —su infracción más grave— se metió por entre dos casas de Elm Street. Oyó que alguien le gritaba desde uno de los porches, pero enseguida se encontró a salvo en un callejón que desembocaba en la zona de aparcamiento reservada a los profesores, situada en la parte de atrás de la escuela. Miró el reloj: nueve minutos. No estaba mal.

Dejó su bicicleta en los soportes que había junto a la bandera, la ató con una cadena y entró con un grupo de niños que acababan de llegar con el autobús. La campana de las 8.40 estaba sonando cuando entró en el aula de Home Room y dio los buenos días al señor Mount, que no solo le daba clase de gobierno, sino que también era su tutor.

—Acabo de hablar con el juez Gantry —le explicó Theo acercándose al escritorio del profesor, que era mucho más pequeño que el que acababa de ver en el tribunal.

En el aula reinaba el habitual caos de todas las mañanas.

No faltaba ninguno de los dieciséis chicos, y todos parecían dedicados a parlotear, bromear o empujarse.

—¿Y qué te ha dicho?

—Que tenemos asientos para primera hora.

—Estupendo. Buen trabajo, Theo.

El señor Mount acabó imponiendo orden y silencio a la clase, pasó lista, hizo los anuncios del día y, diez minutos después, envió a los alumnos por el pasillo a su clase de español con madame Monique. Hubo algún que otro intento de ligue cuando las chicas y los chicos se cruzaron al entrar en sus respectivas aulas. Según la nueva política de segregación de género impuesta por las autoridades docentes, chicas y chicos estaban separados durante las horas lectivas. Durante el resto del tiempo, podían entremezclarse libremente.

Madame Monique era una mujer negra y alta nacida en Camerún, en África occidental. Hacía tres años que se había mudado a Strattenburg, cuando su marido, también camerunés, encontró trabajo de profesor de idiomas en la universidad local. No era la típica maestra de enseñanza media. Ni de lejos. De niña, había crecido en África hablando beti —el dialecto local— y también inglés y francés, que eran las lenguas oficiales de Camerún. Su padre era médico y, por lo tanto, había podido permitirse enviarla a un colegio de Suiza, donde ella había aprendido alemán e italiano. El español lo perfeccionó durante su estancia universitaria en Madrid. En esos momentos estaba estudiando ruso y tenía intención de empezar con el mandarín. Su aula estaba llena de grandes mapas multicolores del mundo, y sus alumnos creían que había estado en todas partes, lo había visto todo y era capaz de hablar en cualquier idioma. «El mundo es muy grande —solía decirles—, y la mayor parte de los habitantes de los demás países hablan más de un idioma». A pesar de que los alumnos se dedicaban principalmente al español, también se los estimulaba para que se atrevieran con otras lenguas.

La madre de Theo llevaba años estudiando español, y Theo había aprendido de ella las palabras y frases más básicas. Algunos de sus clientes eran sudamericanos, y siempre que Theo se los encontraba en el despacho le gustaba practicar. A ellos no parecía disgustarle.

Madame Monique le había dicho que tenía facilidad para los idiomas, y eso lo había estimulado para estudiar con más ahínco. Sus alumnos más espabilados solían decirle a menudo «diga algo en alemán» o «hable un poco de italiano». Ella los complacía, pero el estudiante que lo había pedido tenía que ponerse primero en pie y decir algo en ese idioma. La mayor parte de los compañeros de Theo sabían algunas palabras en varias lenguas. Aaron, cuya madre era española y el padre alemán, era con diferencia el lingüista más dotado de la clase. De todas maneras, Theo estaba empeñado en ponerse a su altura. Después de gobierno, la clase de español era su favorita, y madame Monique ocupaba el segundo lugar entre sus profesores favoritos, después del señor Mount.

Sin embargo, aquel día le estaba costando concentrarse. Estudiaban los verbos españoles, una tarea tediosa en el mejor de los casos, y Theo tenía la cabeza en otra parte. Le preocupaba April y el mal rato que iba a pasar declarando. Le costaba imaginar el horror que debía de suponer tener que escoger entre su padre o su madre. Cuando consiguió apartar a April de sus pensamientos, no pudo evitar consumirse de impaciencia ante el juicio por asesinato del día siguiente y por presenciar la exposición inicial de las partes.

La mayoría de sus compañeros de clase soñaban con conseguir entradas para los grandes partidos o los conciertos importantes; en cambio Theo solo vivía para los grandes juicios.

La segunda clase fue geometría, con la señorita Garman, y después hubo un descanso en el patio, tras el cual la clase regresó a Home Room, con el señor Mount, para, en opinión de Theo, disfrutar del mejor momento del día. El señor Mount tenía treinta y tantos años y había trabajado como abogado de un gigantesco bufete en un gran rascacielos de Chicago. Su hermano era abogado. Su padre y su abuelo habían sido letrado y juez respectivamente. Sin embargo, él había acabado cansándose de la presión y de las largas horas de trabajo y lo había dejado. Había renunciado a ganar un montón de dinero a favor de algo que le parecía mucho más estimulante. Le encantaba enseñar y, aunque seguía considerándose abogado, opinaba que un aula era mucho más importante que un tribunal.

Y puesto que conocía tan bien el mundo del derecho, dedicaba la mayor parte del tiempo de su clase de gobierno a comentar casos concretos, tanto antiguos como de actualidad, e incluso los ficticios que salían en televisión.

—Muy bien, tíos —empezó diciendo cuando todos estuvieron sentados. Siempre se dirigía a ellos llamándolos «tíos», y para unos chavales de trece años no podía haber mayor cumplido que ese—. Mañana os quiero a todos aquí a las ocho y cuarto. Cogeremos el autobús para ir al tribunal y quiero que lleguemos con tiempo de sobra. Se trata de una salida con el visto bueno del director, de modo que quedaréis eximidos de las demás clases. Traed dinero para comer y almorzaremos en Pappy’s Deli. ¿Alguna pregunta?

Los «tíos» no se habían perdido una palabra, y sus rostros estaban llenos de expectación.

—¿Qué hay de las mochilas? —preguntó alguien.

—Nada de mochilas —contestó el señor Mount—. No podéis llevar nada al tribunal. Las medidas de seguridad serán estrictas. Al fin y al cabo, es el primer juicio por asesinato que tenemos en mucho tiempo. ¿Alguna pregunta más?

—¿Cómo debemos ir vestidos?

Lentamente, todas las miradas se volvieron hacia Theo, incluida la del señor Mount. Era bien sabido que Theo pasaba más tiempo en los tribunales que la mayoría de los abogados.

—¿Chaqueta y corbata? —preguntó Mount.

—No, para nada. Como vamos vestidos ahora ya está bien.

—Estupendo. ¿Más preguntas? ¿No? Bien. He pedido a Theo que nos haga una especie de puesta en escena de lo que veremos mañana, que nos muestre la sala del juicio, a los participantes y que nos explique un poco lo que vamos a ver. Adelante, Theo.

El ordenador ya estaba conectado al protector del techo, así que Theo caminó hasta la mesa que había junto a la pizarra y apretó una tecla. Un gran diagrama apareció en la blanca superficie del encerado.

—Esto que veis es un esquema de la sala principal del tribunal —dijo con su mejor dicción de letrado. Cogió un puntero láser, y un punto rojo bailoteó por el diagrama—. Aquí, al fondo y en el centro, está el estrado, que es donde se sienta el juez que dirige el juicio. No sé por qué lo llaman «estrado», ya que se parece más a un trono, pero da igual. El juez es su señoría Henry Gantry. —Dio a otra tecla y una gran foto del juez Gantry, muy formal con su toga y aire de severidad, apareció en pantalla. Theo la redujo de tamaño, la arrastró hasta situarla en el estrado y prosiguió—: El juez Gantry lleva veinte años ejerciendo y solo se ocupa de delitos mayores. Dirige el tribunal con mano firme y cae bien a la mayoría de los abogados. —El puntero láser se trasladó al centro de la sala—. Aquí está la mesa de la defensa, donde se sentará el señor Duffy, el acusado de asesinato. —Theo apretó una tecla, y apareció una foto en blanco y negro sacada de los diarios—. Este es el señor Duffy, de cuarenta y nueve años de edad, casado con la difunta señora Duffy. Lo único que sabemos de él es que está acusado de haber asesinado a su esposa. —Redujo la foto y la depositó en la mesa de la defensa—. Su abogado es Clifford Nance, probablemente el mejor criminalista de esta parte del estado. —Nance apareció en color, con su larga y ondulada cabellera gris, vestido con traje oscuro y sonriendo maliciosamente. Su foto fue reducida y situada al lado de la de su cliente—. Junto a la mesa de la defensa está la de la acusación. El fiscal encargado del caso es Jack Hogan, que también ocupa el cargo de fiscal del Distrito. —La foto de Hogan apareció en grande unos segundos antes de ser reducida y colocada en la mesa correspondiente.

—¿De dónde has sacado esas fotos? —preguntó alguien.

—Todos los años, el Colegio de Abogados publica un directorio de todos los abogados y jueces en ejercicio —contestó Theo.

—¿Y tú estás incluido en él? —Aquello despertó risas generales.

—No, claro que no. Bueno, habrá más abogados y auxiliares sentados a las mesas de la defensa y la acusación. Esta zona suele estar llena. En este lado, junto a la mesa de la defensa, se encuentra el recinto del jurado. Tiene catorce asientos, doce para los miembros del jurado y otros dos para suplentes. La mayoría de los estados utilizan aún el sistema de doce miembros, pero no es raro encontrar un número diferente. Sea cual sea este, el veredicto debe ser por unanimidad, por lo menos en los delitos de sangre. En caso de que algún miembro del jurado se ponga enfermo o se excuse por alguna razón, se le busca un sustituto. El jurado fue seleccionado la semana pasada, de manera que no tendremos que verlo, y es mejor porque resulta muy aburrido. —El puntero se situó ante el estrado—. Aquí se sienta el relator o la relatora. En este caso es una mujer la que maneja el estenógrafo, que es un artefacto de aspecto parecido a una máquina de escribir, pero distinto. Su trabajo consiste en anotar todas las palabras que se digan durante el juicio. Dicho así, puede parecer imposible, pero ella hace que sea fácil. Una vez finalizado el juicio, preparará lo que se llama una «transcripción fidedigna», de modo que el juez y los letrados tengan constancia de todo. Algunas transcripciones tienen miles de páginas. —El puntero se movió de nuevo—. Aquí, cerca de la relatora y junto a la silla del juez, está la silla de los testigos. Cualquiera que deba prestar declaración tiene que levantarse y jurar decir la verdad antes de sentarse aquí.

—¿Y nosotros dónde nos sentamos?

El punto rojo se movió hasta el centro del diagrama.

—Aquí hay una barandilla de madera que separa la zona del público. Esta tiene diez filas de asientos y un pasillo central. Normalmente hay sitio de sobra, pero en este juicio será diferente. —El puntero señaló la parte de atrás de la sala—. Aquí arriba, un piso por encima de las últimas filas, hay una galería con tres filas de bancos. Nosotros nos sentaremos allí, pero no os preocupéis: podremos verlo y oírlo todo perfectamente.

—¿Alguna pregunta? —intervino el señor Mount.

Los chicos miraban el diagrama con ojos muy abiertos.

—¿Quién empieza primero? —preguntó alguien.

Theo se puso a caminar.

—Bueno, el estado, en este caso la fiscalía, es quien debe demostrar la culpabilidad del acusado, de modo que presentará el caso en primer lugar. Es lo que se llama «exposición inicial», y sirve para que el fiscal plantee el caso. A continuación, la defensa hará lo mismo. A partir de ahí, la acusación empezará a llamar a los testigos. Como sabéis, el señor Duffy goza de la presunción de inocencia, de manera que el fiscal tiene que demostrar que es culpable más allá de cualquier duda razonable. En este caso, el acusado se ha declarado inocente, lo cual no es frecuente. Un ochenta por ciento de los acusados de asesinato se declaran culpables porque en realidad lo son. El veinte por ciento restante prefiere ir a juicio, aunque de ellos el noventa por ciento es declarado culpable. La verdad es que un acusado de asesinato casi nunca es declarado inocente.

—Mi padre cree que es culpable —dijo Brian.

—Hay mucha gente que opina lo mismo —convino Theo.

—¿Cuántos juicios has visto, Theo?

—No lo sé. Muchos. —Teniendo en cuenta que ninguno de sus quince compañeros había visto jamás un tribunal, aquellas palabras resultaban increíbles—. Lo que sí quiero deciros a los que veis mucha televisión es que no esperéis nada espectacular. Un juicio de verdad es otra cosa y no es ni la mitad de emocionante. No hay testigos sorpresa, confesiones inesperadas ni broncas entre los abogados. Además, en este caso concreto, no hay testigos visuales del crimen. Eso quiere decir que todas las pruebas de la acusación serán circunstanciales. Esa es una palabra que oiréis a menudo, especialmente en boca de Clifford Nance, el abogado defensor. Seguro que no perderá ocasión de insistir en que el fiscal no tiene ninguna prueba directa y que todas son circunstanciales.

—¿Qué quiere decir «circunstancial»? —preguntó uno de los alumnos.

—Quiere decir que las pruebas son indirectas. Te pondré un ejemplo. ¿Hoy has venido en bicicleta al colegio?

—Sí.

—¿Y la has atado con una cadena a los soportes que hay junto al mástil de la bandera?

—Sí.

—Bueno, pues cuando salgas esta tarde, vayas a buscar tu bici y veas que no está y que alguien ha cortado la cadena, tendrás una prueba indirecta de que alguien te la ha robado. Nadie ha visto al ladrón, de modo que no hay una prueba directa. Ahora supongamos que la policía encuentra mañana tu bici en la tienda de empeños de Raleigh Street, que es un sitio conocido por traficar con mercancía robada. El propietario da un nombre a la policía, esta investiga y localiza a un tipo que tiene un historial de antecedentes por robo de bicis. Bueno, pues ahí tienes un montón de pruebas indirectas para acusar a ese tío de haberte robado la bici. No se trata de pruebas directas, son circunstanciales.

Incluso el señor Mount asentía. Ejercía como asesor del equipo de debate de octavo grado y, evidentemente, Theodore Boone era su alumno estrella. Nunca había tenido un discípulo tan despierto.

—Gracias por tu exposición, Theo —dijo—. Y gracias por conseguirnos asientos para mañana por la mañana.

—No ha sido nada —respondió Theo, volviendo a su asiento, muy orgulloso.

Se trataba de una clase brillante de un importante colegio público. Justin era de lejos el mejor atleta, aunque no llegaba a nadar tan rápido como Brian. Ricardo los ganaba a todos en golf y tenis. Edward tocaba el violonchelo; Woody, la guitarra eléctrica; Darren, la batería, y Jarvis, la trompeta. Joey tenía el coeficiente intelectual más alto, y era quien sacaba mejores notas. Chase era el científico loco que siempre amenazaba con volar el laboratorio de química. Aaron hablaba español por su madre, alemán por su padre y, naturalmente, inglés. Brandon repartía diarios a primera hora de la mañana, operaba en bolsa en internet y tenía pensado convertirse en el primer millonario del grupo.

Naturalmente, la clase también tenía dos idiotas irrecuperables y un delincuente en potencia.

Incluso contaba con su propio abogado, y eso, para el señor Mount, era una novedad.