18

Esa noche, Theo durmió bien por primera vez desde hacía días. El sábado se despertó tarde y, cuando bajó por la escalera con Judge, se dio cuenta de que en la cocina se estaba celebrando una conferencia familiar. Su padre se encontraba ante los fogones, preparando huevos revueltos; su madre, todavía en bata, tecleaba en el ordenador situado en un extremo de la mesa; e Ike, que, según recordaba Theo, no había puesto los pies en aquella casa desde hacía trece años, se hallaba sentado en el extremo opuesto con el diario extendido ante él, examinando los anuncios clasificados y tomando notas. Llevaba un gastado chándal de color naranja y una gorra de los Yankees. El aire estaba cargado de conversaciones y aromas de desayuno. Judge corrió hasta la cocina y empezó con sus habituales gemidos suplicando comida.

Theo les dio los buenos días, se acercó a los fogones y echó un vistazo a lo preparado.

—Son huevos revueltos —explicó su padre.

Woods Boone cocinaba aún peor que su esposa, y aquellos huevos tenían un aspecto un poco crudo, al menos eso le pareció a Theo, que se sirvió un vaso de zumo de pomelo y se sentó a la mesa.

Nadie dijo una palabra hasta que Ike comentó:

—Aquí hay un apartamento con dos dormitorios, encima de un garaje, en Millmont. Seiscientos al mes. No es un mal barrio.

—Millmont está bien —convino el señor Boone.

—Esa mujer gana siete dólares la hora y trabaja treinta horas a la semana —explicó la señora Boone, sin levantar la vista de la pantalla—. Una vez deducidos impuestos y otras necesidades no creo que le queden más de trescientos dólares al mes. No se lo puede permitir. Por eso viven en el albergue.

—¿Y dónde crees que encontraremos un piso por trescientos dólares al mes? —preguntó Ike con un deje de irritación en la voz, pero también sin levantar la vista. En esos momentos todos evitaban mirarse unos a otros.

Theo se limitaba a observar y escuchar.

—Si se trata de un apartamento de garaje, seguramente pertenecerá a un soltero —comentó el señor Boone—. No creo que quiera alquilarlo a unos salvadoreños ni a nadie que no sea de aquí.

Sirvió una ración de huevos en un plato, le añadió una tostada y se lo pasó a Theo, que le dio las gracias en voz baja. Judge recibió por fin su parte del desayuno.

Theo empezó a comer en silencio. El desinterés de su familia por hacerlo partícipe de la conversación lo irritó. Además, los huevos estaban claramente demasiado crudos.

—¿Buscando piso? —preguntó al fin.

—Sí —respondió Ike, con aire ausente.

Salvadoreños. Albergue. Las pistas iban en aumento.

—Woods, mira esto —dijo su esposa—. Nick Wetzel anuncia que hace papeles para inmigrantes. ¿Sabes si es un abogado de fiar? No lo conozco.

—Es de los que ponen anuncios constantemente —contestó el señor Boone—. Solía aparecer en televisión ofreciéndose para mediar en accidentes de tráfico. Yo me mantendría alejado de él.

—Bueno, pues solo hay dos abogados en la ciudad que mencionen que hagan papeles —dijo ella.

—Pues habla con los dos —sugirió Ike.

—Eso haré —contestó la madre de Theo.

—¿Qué estáis haciendo? —quiso saber Theo.

—Tenemos un día muy ocupado —le dijo su padre, que se sirvió un café y tomó asiento—, pero tú y yo tenemos un importante partido de golf.

Theo no pudo contener una sonrisa. Jugaban a golf casi todos los sábados, pero no había pensado en ello en los últimos días. Al igual que el resto de la ciudad, había dado por hecho que el juicio se prolongaría el sábado y tenía intención de asistir.

—Estupendo, ¿cuándo?

—Deberíamos marcharnos en media hora.

Treinta minutos más tarde estaban cargando los palos de golf en el maletero del todoterreno de su padre y hablando de la buena mañana que hacía. Estaban a mediados de abril, era un día sin nubes y cálido, las azaleas estaban en flor, y los vecinos se afanaban en sus parterres y jardines.

Al cabo de unos minutos, Theo preguntó adónde iban porque era evidente que no se dirigían al campo municipal donde siempre jugaban.

—Hoy vamos a probar un campo nuevo.

—¿Cuál? —Theo solo conocía tres en los alrededores.

—Waverly Creek.

Theo se tomó un momento para asimilar la noticia.

—Impresionante, papá —dijo al fin—. El escenario de un crimen.

—Algo parecido. Tengo un cliente que vive allí y que nos ha invitado a jugar. De todas maneras no nos acompañará. Saldremos tú y yo solos. Haremos el recorrido del Creek Course, de modo que puede que no encontremos demasiada gente.

Diez minutos más tarde, se detuvieron ante la suntuosa entrada de Waverly Creek. Un gran muro de piedra bordeaba la carretera y se perdía pasada una curva. Una verja impedía el paso del tráfico. Un hombre uniformado salió de una garita y se les acercó mientras el señor Boone bajaba la ventanilla.

—Buenos días —dijo el vigilante, que sostenía un sujetapapeles.

—Buenos días. Me llamo Woods Boone y soy invitado del señor Kilpatrick. Vengo con mi hijo para jugar unos hoyos.

El vigilante comprobó sus papeles.

—Bienvenido, señor Boone. Ponga esto en el salpicadero —le dijo, entregándole una tarjeta amarilla—. Que tengan un buen día.

—Gracias —repuso el señor Boone viendo que la verja se abría.

Theo ya la había cruzado con anterioridad, unos años atrás, con ocasión de la fiesta de cumpleaños de un amigo que se había mudado a otra ciudad. Recordaba las grandes casas, las amplias avenidas, los coches caros y los jardines perfectamente cuidados. Siguieron por una carretera bordeada de viejos árboles desde la que divisaron algunas calles y greens. El campo parecía impecable, como recién salido de una revista. En todos los tees había jugadores practicando el swing; y en los green, otros inclinados sobre sus putters. Theo empezó a impacientarse. No había nada que le gustara más que hacer dieciocho hoyos con su padre en un campo con poca gente, y al mismo tiempo no había nada más frustrante que intentar pegar a la bola teniendo a cuatro jugadores esperando detrás.

La casa-club estaba llena. Había docenas de golfistas deseando salir en una mañana como aquella. El señor Boone recogió las tarjetas en recepción y alquiló un coche eléctrico. Padre e hijo se dirigieron al campo de prácticas. Theo no pudo evitar mirar en derredor, buscando al primo de Julio. Incluso era posible que viera al señor Duffy en persona, jugando con sus amigos tras una dura semana en el juzgado. Este había depositado una fianza el día de su arresto y no había pisado la cárcel.

Y tal como iba el juicio, parecía poco probable que acabara entre rejas.

Sin embargo, Theo no vio a ninguno de los dos. El hecho de que estuviera pensando en ellos significaba que no estaba pensando en el juego. Tiró unas cuantas bolas, todas desviadas, y empezó a preocuparse por su swing.

Salieron al campo a la vez; su padre desde el tee de amarillas; y él, desde el naranja. Su golpe con el driver fue una línea recta de apenas cien metros.

—Mantén la cabeza quieta cuando golpees —le dijo su padre mientras subían al coche eléctrico.

Los consejos aumentarían a medida que el día avanzara. El señor Boone llevaba treinta años jugando al golf y solo tenía un nivel medio, pero eso no le impedía dar consejos, especialmente a su hijo.

Delante tenían a un grupo de cuatro, y a nadie por detrás. El Creek Course era más estrecho y corto, y por lo tanto no era el favorito de los socios. Había sido diseñado para seguir el perfil del Waverly Creek, un pequeño pero traicionero riachuelo, famoso por su insaciable apetito de bolas. Los Nueve Norte y los Nueve Sur estaban abarrotados, pero no el Creek Course.

Mientras esperaban sentados en el cochecito a que el grupo de delante acabara de patear en el hoyo tres, el señor Boone comentó:

—Escucha, Theo, el plan es el siguiente. Ike está buscando un piso para la familia Pena. Algo pequeño y barato. Si les hace falta dinero para pagar el alquiler, tu madre y yo podremos echarles una mano. Esto es algo que llevamos hablando desde hace semanas, de modo que no se trata de nada nuevo. Ike, que tiene un gran corazón pero una cuenta corriente pequeña, también está dispuesto a ayudar. Si podemos encontrar un sitio rápidamente, quizá Carola consiga convencer a su sobrino, el primo de Julio, para que vaya a vivir con ellos. Será un ambiente mucho más estable para todos. Ike está buscando en estos momentos, y tu madre está hablando con abogados de inmigración. Es posible que la ley permita que un ilegal legalice su situación si cuenta con un trabajo fijo y un padrino que sea ciudadano norteamericano. Vamos, démosle a la bola.

Salieron, volvieron a subir al coche y enfilaron por el car-path. Las dos bolas estaban en el rough.

El señor Boone siguió hablando mientras conducía.

—Tu madre y yo estamos dispuestos a apadrinar al primo de Julio. Seguramente podré ayudarlo a buscar un trabajo mejor, uno que sea legal. Si vive con su tía y sus primos es posible que consiga legalizar su situación en un par de años. Lo de la nacionalidad es otra historia.

—¿Y dónde está la trampa? —quiso saber Theo.

—No hay ninguna trampa. Queremos ayudar a la familia Pena a salir del albergue y lo haremos al margen de lo que pase con su primo; pero tenemos que convencerlo para que se presente a declarar, para que cuente la verdad, para que se siente en el estrado de los testigos y explique lo que vio al jurado.

—¿Y cómo vamos a convencerlo para que lo haga?

—Esa parte del plan está todavía en fase de maduración.

La bola de Theo se hallaba cerca del car-path, a cierta distancia de la calle. Pegó un buen hierro cinco y la dejó cerca del green.

—Buen golpe, Theo.

—De vez en cuando tengo suerte.

El hoyo seis era un dog-leg a la izquierda, con una calle ancha bordeada a la derecha por bonitas casas. Desde el tee de salida se podía ver la parte de atrás del hogar de los Duffy, a unos ciento cincuenta metros del car-path. Cerca de allí, un jardinero estaba cortando el césped.

«Tal como estoy jugando, ese hombre corre peligro», se dijo Theo.

Sin embargo, el jardinero salió ileso de los driver de los Boone. Mientras avanzaban por el camino, el señor Boone comentó:

—¿Verdad que me dijiste que tenías un mapa aéreo de esta zona del campo?

—Sí, en el despacho.

—¿Crees que podrías dar con el sitio donde nuestro testigo estaba escondido?

—Puede ser. Estaba por allí —dijo Theo, señalando una zona de árboles, más allá de la calle. Se acercaron con el coche, bajaron y empezaron a caminar por la espesura como dos golfistas que hubieran perdido sus bolas. El lecho seco de un arroyo discurría entre los árboles, al otro lado había una pila de troncos. El lugar perfecto para sentarse y almorzar tranquilamente.

—Este podría ser el sitio —dijo Theo, señalándolo con el dedo. Dijo que estaba sentado en unos troncos, y que veía perfectamente la casa.

Theo y su padre se sentaron en lo alto del montón. Desde allí tenían una vista despejada de la casa.

—¿A qué distancia crees que está? —preguntó Theo.

—A unos cien metros —repuso el señor Boone sin vacilar, como suelen hacer los golfistas experimentados a la hora de calcular distancias—. Es un escondite estupendo. Nadie podría verlo sentado aquí. A nadie se le ocurriría mirar entre los árboles.

—Cuando estudias la foto aérea, se puede ver el cobertizo de mantenimiento que hay más allá. —Theo señalaba al otro lado de la calle—. Según el primo, los trabajadores se reúnen allí para comer a las once y media; pero el primo prefería comer solo, así que supongo que se escondía aquí.

—He traído una cámara. Voy a hacer unas cuantas fotos.

El señor Boone sacó una cámara digital de su bolsa de palos y tomó unas cuantas imágenes de la zona arbolada, del lecho seco y del montón de troncos. Luego se dio la vuelta y tomó más de la calle y de las casas del otro lado.

—¿Para qué son? —preguntó Theo.

—Es posible que las necesitemos.

Estuvieron unos minutos haciendo fotos. Después, salieron del bosque y casi habían llegado al coche eléctrico cuando Theo miró al otro lado de la calle. Pete Duffy se hallaba en el jardín de su casa, observándolos con unos prismáticos. No había más golfistas cerca.

—Papá… —dijo en voz baja.

—Sí, ya lo he visto —contestó su padre—. Sigamos jugando.

Intentaron hacer caso omiso del señor Duffy mientras daban sus segundos golpes, que no cayeron cerca del green. A continuación subieron al coche y se alejaron. Pete Duffy no bajó los prismáticos en ningún momento.

Acabaron los nueve primeros hoyos en dos horas y decidieron dar una vuelta con el coche para ver los recorridos Norte y Sur. El diseño de Waverly Creek era impresionante, con magníficas mansiones escondidas entre las calles y un grupo de casas pareadas agrupadas alrededor de un lago; también disponía de un parque de juegos para niños, y de senderos para bicicletas y corredores que se entrecruzaban con los car-path pero, sobre todo, tenía unas calles y unos green preciosos.

Un grupo de cuatro estaba saliendo del hoyo catorce cuando se acercaron. Las normas de etiqueta del golf exigen silencio en los tees de salida, de modo que el señor Boone detuvo el vehículo antes de que los vieran. Cuando el grupo se puso en marcha, el señor Boone se acercó al tee de salida. Junto al camino había un surtidor de agua fría, una papelera y una máquina para limpiar bolas.

—Según Julio, su primo vio cómo Duffy tiraba sus guantes en la papelera del catorce. Supongo que debe de ser esta.

—¿No te lo dijo el primo personalmente?

—No. Solamente he hablado una vez con el primo, y fue el miércoles por la noche, en el albergue. Julio se presentó en el despacho a la noche siguiente, con los guantes.

—De modo que no tenemos ni idea de dónde estaba el primo ni de por qué vio a Duffy tirar los guantes en el catorce.

—Supongo que no.

—Y tampoco sabemos por qué los cogió.

—Según Julio, los chicos que trabajan en el campo suelen rebuscar en las papeleras por si encuentran algo de valor.

Tomaron unas cuantas fotos y se alejaron antes de que llegara el siguiente grupo.