Cuando los miembros del jurado hubieron ocupado sus asientos, el silencio se hizo en la sala, y todos los ojos estuvieron puestos en el juez Gantry, este dijo:
—Señor Nance, tengo entendido que le queda un testigo más.
Clifford Nance se puso en pie con gesto solemne.
—Sí, señoría —respondió dándose importancia—. La defensa llama al señor Pete Duffy.
La tensión aumentó de repente cuando el acusado se dirigió al estrado de los testigos. Por fin, después de cuatro largos días de juicio, el acusado prestaría declaración y daría su versión de lo ocurrido. Sin embargo, al hacerlo así, tendría que someterse igualmente a las preguntas de la acusación. Theo sabía que los acusados no testificaban en el sesenta y cinco por ciento de los casos, y también la razón: primero, solían ser culpables del crimen e incapaces de superar un astuto y peligroso interrogatorio del fiscal; segundo; normalmente tenían antecedentes penales que, una vez en el estrado, se convertían en materia de dominio público. En todos los juicios, los jueces suelen explicar al acusado que no está obligado a declarar, que no tiene necesidad de decir una palabra ni aportar testigo alguno en su favor. La carga de demostrar su culpabilidad recae por completo en la acusación.
Theo también sabía que un jurado suele sospechar de los acusados que no quieren declarar para salvar su gaznate, pero era incapaz de decir si sospechaban de Duffy. Los jurados contemplaron atentamente a Duffy mientras tomaba asiento, levantaba la mano derecha y juraba decir la verdad.
Theo pudo ver todo aquello porque, gracias al juez Gantry, se encontraba sentado en un asiento preferente de la segunda fila, tras la mesa de la defensa, con Ike a su derecha y su padre a la izquierda. Su madre se había marchado al bufete porque tenía una cita. Les había dicho que no podía perder la tarde viendo un juicio, aunque lo cierto era que los tres miembros de su familia sabían que lo deseaba.
Clifford Nance se aclaró la garganta y pidió al acusado que dijera cómo se llamaba, cosa necesaria aunque absurda teniendo en cuenta las circunstancias. Todos los presentes en la sala sabían no solo quién era, sino también muchas cosas de él. El señor Nance empezó haciéndole una serie de preguntas sencillas para dejar sentadas las cuestiones básicas: su situación familiar, sus estudios, ocupación, negocios, falta de antecedentes penales y demás cuestiones. Los dos habían pasado horas ensayándolas, y el acusado se sometió a las preguntas como si de una rutina se tratara, mirando a los miembros del jurado con frecuencia en un esfuerzo por aparentar un tono coloquial. «Confiad en mí», parecía estar diciéndoles. Se trataba de un hombre de aspecto agradable y elegantemente vestido, cosa que a Theo, que había leído acerca de la estrategia en el vestir de los abogados y sus clientes, le pareció fuera de lugar, porque ninguno de los miembros del jurado llevaba chaqueta y corbata.
El interrogatorio entró en materia cuando el señor Nance planteó la cuestión del seguro de vida de un millón de dólares de la señora Duffy. El testigo explicó que creía en la bondad de los seguros de vida y que, ya desde joven, con mujer e hijo recién nacido, había ahorrado he invertido en un seguro de vida para él y su mujer. Ese tipo de seguros eran eficaces herramientas para proteger a una familia en el caso de un fallecimiento inesperado. Más adelante, cuando se casó por segunda vez, con Myra, le insistió para contratar otro, a lo que ella se mostró dispuesta. En realidad, las dos pólizas valoradas en un millón de dólares cada una habían sido idea suya, que deseaba sentirse protegida en caso de que a él le ocurriera algo.
A pesar de que parecía totalmente relajado, el señor Duffy resultaba creíble. El jurado escuchaba con atención, lo mismo que Theo, que no dejaba de pensar en que se hallaba presenciando el juicio más importante en la historia de Strattenburg.
Y por si fuera poco, estaba haciendo novillos con una buena excusa.
A continuación, el señor Nance pasó a tratar de los negocios del señor Duffy, y este tuvo una gran actuación: reconoció que algunas de sus operaciones inmobiliarias habían salido mal, que los bancos lo estaban exprimiendo, que había dejado en la estacada a más de un socio y que había cometido indudables errores. Su humildad resultó conmovedora y fue bien recibida por el jurado. Incluso le supuso mayor credibilidad. Negó rotundamente que estuviera al borde de la bancarrota y enumeró toda una serie de pasos que se proponía dar para reducir su endeudamiento y salvar sus activos.
Buena parte de aquello carecía de sentido para Theo, que intuyó que al jurado le ocurría lo mismo. Pero no importaba. Clifford Nance había preparado bien a su cliente.
Si según la acusación, el móvil del delito había sido el dinero y la codicia, dicha teoría parecía cada vez más endeble.
Nance pasó entonces a ocuparse de la delicada cuestión de las dificultades conyugales de su cliente. Y de nuevo, el acusado hizo un buen trabajo. Admitió que la relación iba mal. Sí, habían recurrido a asesores matrimoniales. Sí, habían consultado a distintos abogados de divorcios. Sí, habían tenido discusiones, pero ninguna violenta. Y sí, en una ocasión se había marchado de casa durante un mes, tiempo durante el cual se había sentido tan desdichado que se había reafirmado en su convicción de arreglar las cosas. Cuando su mujer fue asesinada, los dos eran felices juntos y hacían planes para el futuro.
Otro golpe contra las teorías de la acusación.
A medida que la tarde fue pasando, Clifford Nance condujo a su testigo al asunto del golf y los dos le dedicaron mucho tiempo. Demasiado, en la humilde opinión de Theo. El señor Duffy insistía en que le gustaba jugar solo y que llevaba décadas haciéndolo. Su abogado sacó un expediente y anunció que contenía las tarjetas de las salidas de su cliente, que se remontaban a veinte años atrás. Cogió una y se la entregó a su testigo, que la identificó sin dificultad. Era de un campo de California, hacía catorce años. Había hecho ochenta y un golpes, nueve por encima del par, y había jugado solo.
A una tarjeta le siguió otra y otra, y el testimonio no tardó en convertirse en un recorrido por los campos de golf de Estados Unidos. Pete Duffy jugaba mucho a golf, era un jugador concienzudo, anotaba sus resultados y jugaba solo. Se tomó la molestia de explicar que también jugaba con amigos, por negocios, y que incluso jugaba con su hijo cuando se le presentaba la ocasión; pero lo que más le gustaba era jugar solo en un campo sin gente.
Cuando la gira finalizó, no quedaba ninguna duda de que las teorías de la acusación habían sido rebatidas. La idea de que Pete Duffy hubiera pasado dos años planeando el asesinato y que hubiera jugado solo ese día para que no hubiera testigos de su crimen parecía francamente infundada.
Theo no dejaba de pensar: «En esta sala hay cuatro personas que conocen la verdad: yo, Ike, mi padre y Pete Duffy. Nosotros sabemos que mató a su mujer».
Ike no dejaba de pensar: «Este tío se va a ir de rositas y no vamos a poder evitarlo. Es el crimen perfecto».
Woods Boone no dejaba de pensar: «¿Cómo podemos dar con ese misterioso testigo y hacerlo declarar antes de que sea demasiado tarde?».
La última tarjeta de resultados fue la del día del crimen. El señor Duffy jugó dieciocho hoyos, hizo seis sobre par y jugó solo. Naturalmente, los resultados los había anotado él, de modo que su veracidad era dudosa.
(Theo ya sabía que, en golf, la mayoría de las tarjetas reflejaban algo distinto de la realidad).
El señor Nance adoptó un tono mucho más sombrío cuando interrogó a su cliente acerca del día del crimen, pero este respondió bien: cuando habló del brutal asesinato de su mujer bajó la voz, que sonó dolida y quejumbrosa.
«Me pregunto si va a echarse a llorar», pensó Theo, conmovido por el testimonio.
Pero Pete Duffy contuvo las lágrimas y lo hizo estupendamente a la hora de describir el horror de saber la noticia, correr a su casa en el coche de golf y encontrar allí a la policía. El cuerpo de su esposa yacía en la misma posición, y cuando la vio tirada en el suelo uno de los detectives tuvo que sostenerlo. Más tarde, lo examinó un médico que le administró un sedante.
«¡Menudo embustero! —se dijo Theo—. ¡Valiente patraña! Tú la mataste, y hay un testigo. Tengo tus guantes escondidos en el bufete».
Pete Duffy contó la pesadilla que había sido tener que llamar a la familia y a los amigos de su esposa, organizar el funeral y asistir al entierro. La soledad, el vacío de vivir en la misma casa donde ella había sido asesinada. La intención de venderla y mudarse a otro sitio. Las visitas diarias al cementerio.
Y después, el horror de ser sospechoso, de verse acusado, detenido y llevado a juicio. ¿Cómo podía alguien considerarlo sospechoso de haber asesinado a la mujer que amaba y adoraba?
Al fin, se derrumbó. Hizo un esfuerzo por controlarse, se enjugó las lágrimas y repitió: «Lo siento, lo siento». Resultó muy conmovedor, y Theo observó la expresión del jurado: absoluta compasión y credulidad. Duffy lloraba para salvar la vida, y le estaba dando resultado.
Mientras su cliente intentaba recobrar la compostura, Clifford Nance decidió que había logrado lo que quería.
—No hay más preguntas, señoría —anunció—. Cedo la palabra al fiscal.
Jack Hogan se levantó de inmediato.
—¿Puedo sugerir un breve receso, señoría?
Un receso supondría interrumpir el procedimiento y alejar al jurado de la emoción del testimonio que acababan de oír. Eran las tres y media. Todo el mundo necesitaba un descanso.
—Está bien —convino el juez Gantry—. Quince minutos y empezaremos con la segunda ronda de preguntas.
Los quince minutos se convirtieron en treinta.
—Se le está agotando el tiempo —comentó Ike—. Es viernes por la tarde, y la gente está cansada. El juez enviará al jurado a casa y lo citará para el lunes.
—No lo sé —contestó Woods Boone—. Quizá quiera escuchar las conclusiones finales esta misma tarde.
Se hallaban apelotonados en el pasillo, cerca de las máquinas de refrescos. Otros grupos de espectadores esperaban igual que ellos, mirando los relojes de la pared. Entonces apareció Omar Cheepe, que necesitaba beber algo. Metió unas monedas en una de las máquinas, eligió una bebida sin apartar la vista de los Boone y sacó la lata del cajón.
Ike seguía hablando.
—Hogan no podrá hacerle ningún daño. Ese hombre es demasiado astuto.
—El jurado lo declarará inocente en menos de una hora —aseguró Woods.
—Va a salir libre —convino Theo.
—Tengo que volver al bufete —dijo Woods.
—Y yo a mi oficina —aseguró Ike.
Típico de los Boone. Sin embargo, nadie hizo ademán de marcharse porque todos deseaban presenciar el final del juicio. Theo se sentía contento de que estuvieran los tres juntos y sin discutir, lo cual constituía una rareza.
Hubo movimiento al final del pasillo, y la gente empezó a desfilar hacia la sala. Unos cuantos se habían marchado durante el receso. Al fin y al cabo, era viernes por la tarde.
Cuando estuvieron todos dentro, sentados y en silencio, el juez Gantry ocupó su lugar en el estrado, miró a Jack Hogan y asintió. Era el momento de la segunda ronda de preguntas. Cuando un acusado se sentaba en el banquillo y era el turno del fiscal, el resultado no solía ser agradable.
Jack Hogan se acercó al testigo y le entregó un documento.
—¿Reconoce usted esto, señor Duffy? —le preguntó con evidente suspicacia.
Duffy se tomó su tiempo. Lo miró por delante y por detrás y pasó varias páginas.
—Sí —contestó finalmente.
—Haga el favor de decir al jurado qué es.
—Es una notificación de embargo.
—¿De qué propiedad?
—Del centro comercial de Rix Road.
—¿De aquí, en Strattenburg?
—Sí.
—¿Y usted es el propietario del centro comercial de Rix Road?
—Sí, yo y mi socio.
—Y el banco le envió esta notificación de embargo en septiembre pasado porque usted no atendió los pagos de la hipoteca. ¿Es así?
—Eso fue lo que dijo el banco.
—¿No está usted de acuerdo, señor Duffy? ¿Está usted diciendo al jurado que en septiembre pasado no iba retrasado en el pago de la hipoteca? —Jack Hogan agitó otros documentos mientras preguntaba, como si tuviera muchas otras pruebas.
Duffy tardó unos segundos en contestar.
—Sí, es cierto —dijo fingiendo una sonrisa—, íbamos retrasados en el pago de la hipoteca.
—¿Y cuánto les había prestado el banco en esa propiedad?
—Doscientos mil dólares.
—Doscientos mil dólares —repitió Hogan, mirando al jurado.
A continuación fue hasta su mesa, dejó unos papeles y cogió otros.
—Y dígame, señor Duffy, ¿era usted propietario de un almacén situado en Wolf Street, en el polígono industrial de la ciudad?
—Sí, señor. Tenía dos socios en ese negocio.
—Pero vendió el almacén, ¿no es verdad?
—Sí, lo vendimos.
—Y la venta se produjo el pasado septiembre, ¿no?
—Si usted lo dice… Estoy seguro de que tiene todos los papeles.
—Desde luego que sí. Y mis papeles demuestran que ese almacén estuvo a la venta más de un año, que su precio en el mercado era de seiscientos mil dólares, que la hipoteca que el State Bank tenía sobre él era de quinientos cincuenta, y que usted y sus socios los vendieron al final por poco más de cuatrocientos mil. —Hogan no dejaba de blandir papeles mientras hablaba—. ¿Está usted de acuerdo, señor Duffy?
—Sí, me parece que sí.
—O sea, que perdió una buena cantidad en esa operación.
—No fue uno de mis mejores negocios.
—¿Tenía usted mucha prisa por vender ese almacén?
—No.
—¿Necesitaba usted el dinero, señor Duffy?
El testigo se agitó en su asiento, incómodo.
—Bueno, nosotros, mis socios y yo, necesitábamos vender ese almacén.
Durante los siguientes veinte minutos, Hogan machacó al señor Duffy y a sus socios con sus apuros financieros. Duffy se negó a reconocer que hubiera estado desesperado, pero cuando el interrogatorio se hizo más duro resultó obvio que el testigo había montado negocio tras negocio a medida que iban fracasando. Hogan disponía de muchísima documentación. Mostró copias de dos demandas presentadas contra Duffy y sus exsocios y lo presionó con las alegaciones de ambas. Duffy negó que él fuera el responsable, y reconoció que los negocios no le habían ido bien, pero se aferró a la tesis de que no estaba ni remotamente en bancarrota.
Jack Hogan hizo un estupendo trabajo a la hora de retratar a Duffy como un comerciante poco escrupuloso que a duras penas conseguía mantenerse un paso por delante de sus acreedores. A pesar de todo, de ahí a relacionar sus problemas económicos con el asesinato había un gran trecho.
Cambiando de asunto, Hogan se preparó para lanzar otra bomba. Indagó educadamente acerca de las desavenencias conyugales de Duffy y, tras algunas respuestas, preguntó:
—Dígame, señor Duffy, usted ha declarado que se marchó de casa, ¿no es así?
—Así es.
—Y esa separación ¿duró todo un mes?
—Yo no la llamaría «separación». Nunca hablamos de ese período en tales términos.
—Entonces ¿cómo lo llamaban?
—No nos molestamos en llamarlo de ninguna manera, ¿sabe usted?
—Está bien, ¿y cuándo se marchó usted?
—No llevo un diario, pero diría que fue en Julio del año pasado.
—Es decir, unos tres meses antes de que su esposa fuera asesinada.
—Más o menos.
—¿Y adónde se mudó a vivir usted?
—No creo que llegara a mudarme de verdad. Simplemente cogí un poco de ropa y me fui.
—De acuerdo, y ¿adónde fue?
—Pasé unas cuantas noches en el Marriott que hay al final de la calle. Después estuve en casa de uno de mis socios, que también está divorciado y vive solo. Fue un mes muy malo.
—O sea que estuvo usted yendo de un lado para otro durante un mes.
—Eso es.
—Después volvió a casa, hizo las paces con la señora Duffy y los dos vivían felices cuando ella fue asesinada.
—¿Me está haciendo una pregunta?
—La pregunta se la hago ahora —contestó Jack Hogan, regresando con más documentos. Entregó uno a Duffy, y este palideció nada más verlo—. ¿Lo reconoce, señor Duffy?
—Esto… No estoy seguro.
—Pues permítame que lo ayude. Se trata de un contrato de alquiler de cuatro páginas para un apartamento situado en Weeksburg, a unos cuarenta kilómetros de aquí. El alquiler es de un elegante apartamento de dos dormitorios situado en un distinguido edificio. Dos mil dólares al mes. ¿Le suena, señor Duffy?
—No… Yo…
—Y es un contrato de alquiler por un año, que comienza en junio pasado.
Duffy se encogió de hombros, como si no supiera nada.
—No lleva mi firma.
—No, pero sí la de su secretaria, una tal señorita Judith Maze, una mujer que lleva veinte años viviendo con su marido en Strattenburg. ¿No es así, señor Duffy?
—Si usted lo dice. Es mi secretaria.
—¿Y por qué iba ella a firmar un contrato de alquiler como ese?
—No tengo ni idea. Quizá debería usted preguntárselo a ella.
—Señor Duffy, ¿me está diciendo usted que quiere que la llame a declarar como testigo?
—Desde luego, adelante.
—¿Ha visto usted alguna vez este apartamento?
Duffy parecía aturdido, como si se estuviera aferrando a una pendiente resbaladiza. Miró al jurado y lo obsequió con una forzada sonrisa.
—Sí, he estado allí un par de veces.
—¿Sin más compañía? —inquirió Hogan con gran suspicacia.
—Claro que fui solo. Estuve en la ciudad por negocios, se me hizo tarde y me quedé a dormir en el apartamento.
—Muy oportuno. ¿Y quién paga el alquiler?
—No lo sé. Tendrá que preguntar a la señorita Maze.
—Señor Duffy, ¿está usted diciendo a este jurado que no alquiló ese apartamento y que tampoco paga el alquiler?
—Eso mismo.
—¿Y que solo ha dormido allí un par de veces?
—Eso mismo.
—¿Y que el alquiler de dicho apartamento no tiene nada que ver con los problemas que su mujer y usted estaban teniendo?
—No. Se lo repito, yo no alquilé ese apartamento.
Para Theo, que conocía la verdad, la honradez de Duffy acababa de ser puesta en duda. Parecía evidente que mentía con respecto al apartamento. Y si había dicho una mentira, sin duda diría más.
Evidentemente, Jack Hogan no tenía forma de demostrar que Duffy había utilizado la vivienda, de manera que se vio obligado a cambiar de asunto y pasó al golf. El interrogatorio perdió fuelle. Duffy sabía mucho más que el fiscal de ese deporte, y los dos se enzarzaron en una discusión que duró casi una hora.
Eran casi las seis de la tarde cuando Jack Hogan se sentó. El juez Gantry anunció sin pérdida de tiempo:
—He decidido que mañana no se celebre ninguna vista. Creo que el jurado necesita un descanso. Confío en que disfruten de un fin de semana reparador, puesto que volveré a verlos el lunes, a las nueve de la mañana. En ese momento tendrán ustedes las conclusiones finales, y el caso estará en sus manos. Recuerden que no deben hablar de él con nadie y que, si alguien se pone en contacto con ustedes en relación a este caso, deben notificármelo de inmediato. Gracias por su colaboración. Nos veremos el lunes.
Los alguaciles escoltaron al jurado y lo hicieron salir por una puerta lateral.
Cuando hubieron salido, el juez Gantry se dirigió a los letrados.
—¿Algo más, caballeros? —preguntó.
Jack Hogan se levantó.
—Nada más por el momento, señoría.
Clifford Nance se puso en pie y negó con la cabeza.
—Muy bien. La vista queda aplazada hasta el lunes por la mañana.