Mientras caminaba por detrás de sus padres y de Ike, Theo se dijo que seguramente aquella era la primera vez que entraba en los juzgados a disgusto. Siempre le emocionaba estar allí, ver a los auxiliares y a los abogados ir de un lado a otro, atareados con sus importantes asuntos; contemplar el amplio vestíbulo de mármol, con la gran araña colgando del techo y los grandes retratos de jueces fallecidos en las paredes. Los juzgados le habían gustado toda la vida; sin embargo, en esos momentos cualquier sentimiento positivo había desaparecido. A Theo le daba miedo lo que pudiera pasar, aunque no tenía la menor idea de lo que podía ser.
Subieron por la escalera hasta el primer piso, hasta la cerrada y vigilada puerta del tribunal. Un alguacil llamado Snodgrass les informó de que el juicio estaba en plena sesión y que la puerta no se abriría hasta el siguiente receso. Así pues fueron por el pasillo hasta el despacho del honorable Henry L. Gantry, donde su secretaria, la señorita Irma Hardy, estaba escribiendo en el ordenador cuando ellos entraron.
—Buenos días, Irma —la saludó la señora Boone.
—Vaya, buenos días, Marcella. Hola Woods. Caramba, Theo, tú por aquí. —La señorita Hardy se había puesto en pie y quitado las gafas, obviamente sorprendida por la presencia de la familia Boone en pleno. Miró a Ike con aire suspicaz, como si sus caminos se hubieran cruzado tiempo atrás, en circunstancias poco gratas. Ike iba vestido con vaqueros, zapatillas deportivas blancas y camiseta, pero afortunadamente se había puesto una vieja chaqueta marrón que le daba cierto aire de respetabilidad.
—Soy Ike Boone —se presentó, tendiendo la mano a la señorita Irma—, el hermano de Woods y el tío de Theo. En su día trabajé como abogado.
La señorita Hardy compuso una rígida sonrisa, como si recordara el nombre, y le estrechó la mano.
—Escucha, Irma, tenemos un asunto muy importante que tratar con el juez Gantry —explicó la señora Boone—. Sé que en estos momentos se encuentra en el estrado, presidiendo el juicio del señor Duffy, pero por eso estamos aquí. Me temo que es de una importancia crucial que podamos hablar con él.
—¿A qué hora hará la pausa para almorzar? —intervino el señor Boone.
—Normalmente, alrededor de las doce, como siempre; pero aprovechará para reunirse con todos los abogados durante el almuerzo. Ya sabéis que está sumamente ocupado.
Theo miró el gran reloj de pared que colgaba tras la señorita Hardy. Marcaba las once y diez.
—Es imperativo que veamos al juez lo antes posible —insistió la señora Boone, excesivamente, en opinión de Theo. Pero, claro, era especialista en divorcios, y no destacaba por su timidez.
Sin embargo, aquel era el terreno de la señorita Hardy, y ella no estaba dispuesta a dejarse avasallar.
—Bueno, pues no estaría mal que antes me dijerais de qué va todo esto.
—Me temo que es confidencial —contestó el señor Boone, con expresión grave.
—Lo sentimos, Irma —se disculpó la señora Boone—, pero es que no podemos decirte nada.
En el despacho había unas cuantas sillas libres, bajo otros tantos retratos de jueces fallecidos. La señorita Hardy los despachó con un gesto de la mano.
—Esperad ahí. Avisaré a su señoría cuando haga la pausa para almorzar.
—Gracias, Irma —dijo la señora Boone.
—Sí, gracias —añadió su marido.
Todos respiraron con alivio, sonrieron y tomaron asiento.
—¿Cómo es que no estás en el colegio, Theo? —le preguntó la señorita Hardy.
—Es una historia muy larga. Le prometo que algún día se la contaré.
Los Boone se pusieron cómodos y, al cabo de quince minutos, Ike se levantó y masculló algo sobre la necesidad de salir a fumar. La señora Boone estaba hablando por el móvil, despachando cierto asunto urgente con Elsa en la oficina; y el señor Boone, leyendo un documento de la carpeta que había llevado consigo.
Theo se acordó de Woody y de la detención de su hermano. Abrió la mochila, sacó su portátil y empezó a buscar el registro de detenidos. Semejante información no estaba disponible para el público en general, pero Theo, una vez más, utilizó el código del bufete de sus padres para encontrar lo que necesitaba.
Tony, el hermano de Woody, había sido llevado al Centro de Detención Juvenil de Strattenburg, un nombre elegante para la cárcel donde encerraban a los menores de dieciocho años. Estaba acusado de posesión de marihuana e intento de venta, un delito que se castigaba con diez años de cárcel. Puesto que solo tenía diecisiete años y era menor, seguramente podría hacer un trato que le permitiera declararse culpable y cumplir dos años en otro centro penitenciario. Eso suponiendo, desde luego, que estuviera dispuesto a declararse culpable. Si optaba por declararse no culpable, tendría que someterse al veredicto de un jurado y arriesgarse a una condena mucho más larga. Solo el dos por ciento de los menores acusados de delitos relacionados con las drogas decidían ir a juicio.
Si los padres o los tutores legales se negaban a colaborar, tal como había dicho Woody que pensaban hacer con su hermano, el estado le proporcionaría un abogado de oficio. En Strattenburg, los abogados de oficio eran muy competentes y se ocupaban diariamente de casos de drogas.
Theo resumió todo aquello en un correo electrónico y se lo envió a Woody. También envió un mensaje al señor Mount, explicándole que no estaba en el colegio y que se perdería la clase de gobierno. De paso mandó un rápido saludo a April.
El reloj de la pared parecía haberse paralizado, y la señorita Hardy seguía atareada con su trabajo. Todos los jueces fallecidos parecían mirar fijamente a Theo y ninguno de ellos sonreía. Parecían ceñudos y serios, como si le preguntasen: «¿Qué haces aquí, chico?». Su padre había salido al pasillo para hablar por teléfono y zanjar una cuestión de vital importancia. Su madre estaba trabajando con su portátil, como si la vida le fuera en ello. Ike estaba asomado a una ventana, echando humo fuera del edificio.
Theo decidió salir a dar una vuelta. Subió por la escalera y se acercó al Tribunal de Familia, donde confiaba encontrar a Jenny, pero ella no estaba. Bajó al Tribunal de Animales, pero lo encontró vacío. Entonces decidió subir por una vieja escalera oscura —que muy pocos utilizaban y cuya existencia aún menos conocían— y se adentró sigilosamente por un pasillo escasamente iluminado del segundo piso hasta que llegó a una estancia que en su día había albergado la biblioteca de los juzgados. En esos momentos se utilizaba como almacén y estaba llena de cajas repletas de documentos y de viejos ordenadores. Una gruesa capa de polvo lo cubría todo, y Theo dejó las huellas de sus pasos en el suelo cuando pasó de puntillas entre los desechos. Estaba tan oscuro que apenas podía verse las manos. Cerca del suelo había una grieta, una pequeña apertura, y por ella Theo pudo ver la sala del tribunal del piso de abajo desde una posición por encima del jurado.
Era una vista espléndida que Theo había descubierto un año antes, cuando la víctima de una violación había declarado en un caso tan desagradable que el juez Gantry había acabado celebrando el juicio a puerta cerrada. El testimonio de la testigo había provocado náuseas a Theo, que deseó no haber fisgoneado. La grieta resultaba invisible desde la sala del tribunal porque se hallaba justo por encima de las pesadas cortinas de terciopelo que había en el recinto del jurado.
Uno de los compañeros de golf del señor Duffy estaba declarando en el estrado de los testigos. A pesar de que no alcanzaba a oírlo claramente, Theo pudo hacerse una idea de sus palabras. El hombre estaba explicando que el señor Duffy era muy competitivo, estaba decidido a mejorar su juego y se lo tomaba muy en serio. Por eso prefería jugar solo. No era nada raro. Muchos golfistas, especialmente los más concienzudos, preferían salir al campo sin compañía para pulir sus golpes.
El tribunal estaba abarrotado. Theo no llegaba a ver la galería, pero imaginó que también estaría llena. Apenas podía distinguir la cabeza del señor Duffy entre sus asesores sentados a la mesa de la defensa. Parecía confiado, casi seguro de que el juicio se estaba desarrollando a su favor y de que el jurado lo declararía inocente.
Estuvo observando unos minutos, pero cuando los letrados se enzarzaron en una discusión a gritos decidió salir de su escondite. Estaba bajando por la escalera cuando vio que algo se movía en el rellano del piso de abajo. Había alguien allí, escondido. Theo se quedó muy quieto y le llegó el olor de algo que se quemaba. El hombre estaba fumando un cigarrillo, cosa que iba contra las normas, que prohibían fumar dentro del edificio. Soltó una gran bocanada de humo y se apoyó en el pasamano de la escalera. Era Omar Cheepe. Su cabezota y sus negros ojos eran claramente visibles. Levantó la vista y miró a Theo sin decir nada. Luego dio media vuelta y se alejó.
Theo no sabía si Cheepe lo había seguido o si aquel rellano era el lugar habitual donde Cheepe fumaba. Había colillas por todas partes. Quizá otros también se escabullían hasta allí para fumar. Aun así, una voz interior le dijo que el encuentro no había sido casual.
Era casi la una cuando el juez Gantry abrió bruscamente la puerta de su despacho y fue directo hacia los Boone, que estaban sentados como colegiales esperando para ver al director. No llevaba toga ni chaqueta, iba en mangas de camisa, arremangado y con la corbata floja. La viva imagen de un hombre atareado. No solo no sonreía, sino que parecía bastante irritado.
Los Boone se pusieron en pie nada más verlo. No hubo saludos ni cortesías.
—Será mejor que se trate de algo importante —se limitó a decir el juez Gantry.
—Lo siento, señoría —se disculpó el señor Boone—. Somos conscientes de lo que está ocurriendo y sabemos que está muy ocupado.
—Te presentamos nuestras disculpas, Henry —añadió rápidamente la señora Boone—, pero se trata de un asunto crucial que puede tener un impacto decisivo en la marcha del juicio.
Al llamarlo por su nombre en lugar de «señoría», la señora Boone consiguió relajar un poco el ambiente. Por muy molesto que Gantry pareciera, Marcella Boone no era una mujer que se dejara intimidar fácilmente.
—Serán solo cinco minutos —añadió, cogiendo su bolso.
El juez Gantry miró a Theo como si este fuera un delincuente; luego, se volvió hacia Ike y sonrió.
—Hola, Ike. Ha pasado mucho tiempo.
—Es verdad, Henry —repuso Ike.
La sonrisa desapareció.
—Les concedo cinco minutos —sentenció el juez.
Lo siguieron rápidamente hasta su despacho y, al pasar, Theo miró a la señorita Hardy, que seguía escribiendo en el ordenador y no mostraba el menor interés por la situación. Theo supuso que en media hora se habría enterado de todo.
Los cuatro miembros de la familia Boone ocuparon unas sillas ante una larga mesa de trabajo situada en un rincón del espacioso despacho. El juez se sentó ante ellos. Theo se había situado entre sus padres. A pesar de lo nervioso que estaba, también se sentía protegido.
Su madre fue la primera en hablar.
—Henry, tenemos razones para creer que hay un testigo del asesinato de Myra Duffy, un testigo que se esconde y que ni la policía, ni el fiscal ni la defensa conocen.
—¿Puedo saber qué pinta Theo en todo esto? —quiso saber el juez, arqueando una ceja—. Yo diría que en estos momentos debería estar en el colegio. Estos no son asuntos para un niño.
Ciertamente, Theo habría preferido hallarse en clase en esos momentos; además, lo molestaba que lo llamaran «niño». A pesar de todo, contestó con la mayor formalidad.
—Porque yo sé quién es ese testigo, señoría. Yo lo sé, y ellos no.
Los ojos del juez Gantry se veían enrojecidos y cansados. Dejó escapar un impresionante suspiro, como si fuera una tubería soltando presión. Las profundas arrugas de su frente se alisaron.
—¿Y qué papel tienes tú en todo esto, Ike?
—Soy solamente el asesor legal de Theo —respondió Ike queriendo parecer gracioso pero sin conseguirlo.
—De acuerdo —dijo el juez tras una pausa—. ¿Por qué no empezamos por el principio? Me gustaría saber qué fue lo que vio ese supuesto testigo. ¿Quién puede explicármelo?
—Yo puedo, señoría —respondió Theo—, pero he prometido no revelar su nombre.
—¿A quién se lo has prometido?
—Al testigo.
—De manera que has hablado con él.
—Sí, señoría.
—¿Y crees que estaba diciendo la verdad?
—Sí, señoría.
Volvió a suspirar, y luego se frotó los ojos.
—De acuerdo, Theo. Te escucho.
Theo le contó toda la historia.
Cuando acabó, el silencio invadió el despacho. El juez Gantry descolgó lentamente el teléfono, apretó un botón y dijo:
—Señorita Hardy, haga el favor de avisar al alguacil de que voy a retrasarme treinta minutos. Que el jurado permanezca en la sala de deliberaciones.
—Sí, señor —repuso con presteza una voz.
El juez Gantry se recostó en su asiento. Los Boone lo observaron, pero evitaron su mirada.
—¿Y tú tienes esos guantes? —preguntó con tono mucho más pausado.
—Están en nuestro bufete, señoría —contestó el señor Boone—. Estaremos encantados de entregárselos.
—No, no —dijo el juez, alzando las manos—. Al menos, no todavía. Quizá más tarde o quizá nunca. Déjenme pensar un momento. —Dicho lo cual se puso en pie y se acercó a una ventana situada detrás de su imponente escritorio. Permaneció allí unos minutos, mirando por el cristal a pesar de lo poco que había que ver. Parecía haberse olvidado de que un piso más abajo había una sala llena de gente que lo esperaba con impaciencia.
—¿Lo he hecho bien? —preguntó Theo a su madre con un hilo de voz. Ella le sonrió y le dio una palmada en el brazo.
—Lo has hecho estupendamente, Teddy. Sonríe.
El juez Gantry regresó, se sentó frente a los Boone, miró a Theo y le preguntó:
—¿Por qué ese testigo no quiere identificarse?
Theo vaciló porque si decía mucho más podía comprometer la identidad del primo de Julio.
Ike decidió echarle una mano.
—Señoría, ese testigo es un inmigrante ilegal, uno de los muchos que hay por aquí. En estos momentos está muy asustado, y es comprensible que lo esté. A la que se huela el menor problema desaparecerá.
—Está seguro de que lo detendrán si se presenta a declarar —añadió Theo.
—Además, Theo le prometió que no hablaría de esto con nadie —insistió Ike.
—Aun así —intervino el señor Boone—, ha creído que era importante informar al tribunal de que existe un testigo clave que no ha declarado.
—Y todo eso sin dejar de proteger la identidad de dicho testigo —concluyó la señora Boone.
—De acuerdo, de acuerdo —repuso el juez Gantry, echando un vistazo a su reloj—. No puedo interrumpir el juicio en estos momentos. Estamos casi listos para las deliberaciones. Si ahora apareciera un testigo sorpresa, sería muy complicado detener el procedimiento y permitirle declarar. Pero es que no tenemos un testigo sorpresa, lo que tenemos es un testigo fantasma. La verdad, no puedo interrumpir el juicio.
Aquellas palabras resonaron en las cuatro paredes del despacho y cayeron pesadamente sobre la mesa. En lo único en lo que pensó Theo fue en el señor Duffy, sentado confiadamente entre sus abogados, seguro de que lo declararían inocente del asesinato que había cometido.
—¿Puedo sugerir algo, señoría?
—Desde luego. Cualquier ayuda me vendrá bien.
—Se rumorea que piensa celebrar sesión mañana, que es sábado, y esperar el veredicto.
—Así es.
—Entonces ¿por qué no envía al jurado a casa hasta el lunes, como en la mayoría de los casos? Vuelva a llamarlos el lunes por la mañana para que empiecen las deliberaciones. Se trata de un juicio, no de una operación de emergencia. No hay ninguna prisa.
—¿Y cuál es el plan?
—No tengo ninguno. Pero eso nos daría un poco de tiempo para pensar en el testigo y quizá para hallar la forma de ayudarlo. No sé, no me parece correcto precipitar un veredicto, especialmente uno que puede ser equivocado.
—¿Equivocado?
—Sí. He presenciado buena parte del juicio. El fiscal empezó con un caso muy endeble, y la verdad es que ha ido a peor. Pete Duffy va a salir libre.
El juez Gantry asintió levemente, como si estuviera de acuerdo, pero no dijo nada. Se abrochó las mangas de la camisa y se ajustó la corbata. Luego, se levantó y cogió la toga que colgaba tras la puerta.
—Lo pensaré —dijo finalmente—. Gracias por su…
—Intrusión —respondió por el señor Boone por él.
El resto de la familia se levantó.
—No, Woods, para nada —dijo el juez—. Esto presenta una situación desconocida, algo con lo que nunca me he encontrado. Te doy las gracias, Theo.
—De nada, señoría.
—¿Piensan quedarse a presenciar el resto del juicio?
—Es imposible encontrar asiento —explicó Theo.
—Bueno, déjenme ver qué puedo hacer al respecto.