15

A mitad de clase de geometría, mientras la señorita Garman seguía lanzando indirectas acerca de un control, y Theo, con la mirada clavada en la pared, hacía esfuerzos por mantenerse despierto, el intercomunicador que había encima de la puerta sonó y sobresaltó a todos.

—Señorita Garman, ¿está Theo Boone en clase? —preguntó la voz chillona de la señorita Gloria, la secretaria de toda la vida del colegio.

—Sí, está aquí —contestó la señorita Garman.

—Por favor, envíelo abajo. Tiene que salir.

Theo recogió sus cosas, las metió a toda prisa en la mochila y se dirigió hacia la puerta.

—Si hacemos un control podrás recuperarlo el lunes —le dijo la profesora.

«Gracias por nada», se dijo Theo.

—Estupendo.

—Que tengas un buen fin de semana —dijo ella.

—Y usted también.

Llegó al vestíbulo en un abrir y cerrar de ojos, preguntándose quién lo habría ido a buscar y por qué razón. Quizá su madre, preocupada por sus enrojecidos ojos y su cara de cansado, había decidido llevarlo al médico. Pero lo más seguro era que no. No solía reaccionar con exageración y no lo llevaba al médico a menos que estuviera medio moribundo. O quizá se trataba de su padre, que lo había pensado mejor y había decidido permitirle que fuera a ver el último día del juicio. Pero lo más seguro era que tampoco fuera eso. Su padre, como siempre, vivía en otro mundo.

Quizá se trataba de algo mucho peor. De alguna manera, por alguna razón, alguien lo había delatado, y la policía estaba esperándolo con una orden de registro para encontrar los guantes. En ese caso, se descubriría el secreto, y él, Theo Boone, se hallaría en un grave aprieto.

Aminoró el paso. Cuando llegó a la esquina del pasillo se asomó a una ventana y echó un vistazo a la entrada del colegio. Ningún coche de policía, nada que hiciera pensar en problemas. Siguió caminando, aunque más despacio.

Ike lo esperaba. Estaba charlando con la señorita Gloria cuando Theo entró en recepción.

—Este señor asegura que es tu tío —dijo la secretaria, con una sonrisa.

—Me temo que es verdad —contestó Theo.

—Y que tenéis que asistir a un funeral en Weeksburg.

Ike lo estaba apremiando con la mirada. Theo vaciló un segundo, luego asintió.

—Sí. No me gustan los funerales.

—No vas a volver, ¿verdad? —preguntó la señorita Gloria, alargándole un sujetapapeles.

—No —intervino Ike—. El funeral es a la una y media. Le ocupará el resto del día.

—Firma aquí —ordenó la secretaria.

Theo firmó y salió del despacho. El coche de Ike era un Triumph Spitfire, un dos plazas con más de treinta años de pésimo mantenimiento a cuestas. Como todos los elementos en la vida de Ike, se aguantaba con alfileres y funcionaba de milagro.

Habían doblado la esquina cuando Theo se decidió a hablar.

—Un funeral, ¿eh? Me gusta la idea.

—Ha funcionado.

—¿Y adónde vamos?

—Has acudido a mí en busca de ayuda, ¿verdad? Pues bien, mi consejo es que vayamos al despacho de Boone & Boone, te encierres con tus padres y se lo cuentes todo.

Theo suspiró. No estaba en situación de discutir. Las cuestiones en juego eran demasiado complicadas para él.

Elsa se llevó una sorpresa cuando los vio entrar, y se puso en pie de un salto.

—¿Pasa algo malo? —preguntó.

—Buenos días, Elsa —la saludó Ike—. Tienes el mismo exótico aspecto de siempre.

Esa mañana llevaba un suéter color naranja con gafas y lápiz de labios a juego. Hizo caso omiso de Ike, miró a Theo y le preguntó:

—¿Se puede saber qué estás haciendo aquí?

—He venido por el funeral —respondió, yendo hacia la biblioteca.

—Por favor, ¿quieres llamar a Woods y a Marcella? —pidió Ike—. Debemos tener una reunión familiar en la biblioteca.

Normalmente, Elsa se habría enfadado si alguien le hubiese dicho lo que tenía que hacer, pero comprendió que la situación era seria. Por suerte, la señora Boone estaba sola en su despacho, y el señor Boone seguía trasegando papeles en el piso de arriba. Los dos bajaron rápidamente. Tan pronto como Ike hubo cerrado la puerta, el señor Boone miró a Theo y le preguntó:

—¿Qué está pasando aquí? ¿Por qué no estás en el colegio?

—Tranquilízate —le dijo Ike—. Será mejor que nos pongamos cómodos y hablemos del asunto.

Tomaron asiento. Los padres de Theo lo miraban como si acabara de cometer un delito.

—Bueno —prosiguió Ike—, dejadme que sea yo quien empiece. Luego me callaré y seguirá Theo. El miércoles pasado, hace dos días, Theo tuvo una conversación con uno de sus amigos del colegio. Esta charla condujo a otra y, en el transcurso de dichas conversaciones, Theo tuvo acceso a una información que podría dar un vuelco al caso Duffy. En pocas palabras, hay un testigo, un testigo cuya existencia nadie conoce, ni la policía, ni el fiscal ni la defensa, nadie salvo Theo y su amigo. Como no sabía qué hacer, Theo me consultó; y como yo tampoco lo tengo claro, aquí estamos.

—¿Por qué no nos lo contaste a nosotros, Theo? —le espetó su madre.

—Os lo está contando ahora —replicó Ike.

—Tenía miedo —reconoció Theo—. Y lo sigo teniendo. Además, le prometí a mi amigo que no se lo diría a nadie.

—¿Qué sabe ese testigo? —preguntó el señor Boone.

Theo miró a Ike, e Ike a Theo. «Adelante», le dijo su tío con los ojos. Theo carraspeó y miró a su madre.

—Bueno, ese testigo estaba en el bosque, cerca de casa de los Duffy en el momento del asesinato. Vio al señor Duffy aparcar su coche eléctrico, quitarse los zapatos, ponerse un guante en la mano derecha, entrar en la casa y salir instantes después. Era la hora en que la señora Duffy fue asesinada. El testigo vio al señor Duffy ponerse otra vez los zapatos, guardar los guantes en la bolsa de palos y alejarse a toda velocidad como si nada hubiera ocurrido.

—¿Cómo sabes que era la hora del asesinato? —le preguntó su madre.

—El patólogo testificó que la señora Duffy murió alrededor de las once cuarenta y cinco. Era la pausa para almorzar del testigo, que empezaba a las once y media.

—¿Y el señor Duffy no llegó a ver a ese testigo? —inquirió el señor Boone.

—No porque estaba escondido entre los árboles, comiendo su almuerzo. Trabaja en el campo de golf.

—¿Sabes cómo se llama? —preguntó la señora Boone.

—No, pero sé quién es.

—¿Has hablado con él? —quiso saber el señor Boone.

—Sí.

—¿Dónde hablaste con él? —preguntó la señora Boone.

Theo se sintió como un testigo sometido a un interrogatorio cruzado y vaciló. Ike intervino en su lugar.

—Theo prefiere no divulgar los nombres del testigo ni de su amigo, y si hacéis demasiadas preguntas sus identidades pueden hacerse evidentes.

—Se lo prometí —dijo Theo en tono suplicante—. De hecho, les prometí no decir una palabra de esto a nadie. Lo siento, pero no sabía qué hacer.

—Por eso acudió a mí al principio —dijo Ike—. En busca de consejo. No quería preocuparos. De todas maneras, la historia no termina aquí, ¿verdad, Theo?

Sus padres lo fulminaron con la mirada, y él se encogió en su silla.

—Adelante, Theo —le dijo su tío.

—Vamos, suéltalo ya —ordenó su padre.

Theo les explicó la historia de los guantes.

—¿Y dices que los tienes tú? —preguntó la señora Boone cuando su hijo hubo acabado.

—Sí.

—¿Dónde están ahora?

—Abajo. Escondidos en un archivador lleno de viejos casos de divorcio.

—Cuando dices «abajo» ¿te refieres a aquí, al sótano de este bufete?

—Sí, mamá. Debajo de nosotros.

El señor Boone soltó un silbido.

—¡Caray, hijo!

Se produjo un largo silencio mientras los cuatro Boone sopesaban la situación e intentaban averiguar qué leyes y disposiciones eran las aplicables en tan extraña situación. A pesar de que había dicho más de lo que pretendía, Theo se sentía aliviado por haber podido compartir su pesada carga. Sus padres sabrían qué había que hacer, e Ike también aportaría su consejo. Estaba seguro de que entre tres adultos podrían resolver el problema.

—Según dice el periódico, es posible que el juicio finalice hoy —comentó el señor Boone.

—Acabo de venir del tribunal —dijo Ike—. Se espera que Duffy testifique esta tarde y sea el último testigo. Cuando la defensa y el fiscal hayan presentado sus conclusiones finales, el caso quedará en manos del jurado.

—Esta mañana, en la cafetería se rumoreaba que el juez Gantry celebrará sesión mañana a la espera de la decisión del jurado —explicó el señor Boone.

—¿Un sábado?

—Eso decían.

Se produjo otra larga pausa. La señora Boone se volvió hacia su hijo.

—Bueno, Theo, llegados a este punto ¿tú qué sugieres que hagamos?

Theo esperaba que fueran los adultos quienes lo supieran. Se encogió un poco más, pero dijo:

—Me parece que lo mejor es ir a ver al juez Gantry y contárselo todo.

—Estoy de acuerdo contigo —dijo ella, con una sonrisa.

—Y yo también —convino Ike.

Al menos para Theo, no supuso ninguna sorpresa que su padre no estuviera conforme.

—Un momento —dijo el señor Boone—. Supongamos que se lo contamos todo al juez Gantry y este presiona a Theo para que confiese el nombre o la identidad del testigo y que Theo se niegue a identificarlo. Entonces ¿qué? ¿Y si el juez lo acusa de desacato?

—No sé qué significa eso —admitió Theo.

—¡Significa problemas! —espetó su padre.

—Quiere decir que el juez te podría encerrar hasta que le des lo que pide —explicó Ike, haciendo una mueca, como si aquello tuviera alguna gracia.

—Preferiría no ir a la cárcel, la verdad —dijo Theo.

—No seas ridículo, Woods —intervino la señora Boone—. Henry Gantry nunca acusaría a Theo de desacato.

—No estoy tan seguro —replicó Woods—. Tienes un testigo potencial que podría cambiar el resultado del juicio y una persona que lo sabe todo acerca de ese testigo. Esa persona es Theo, y si Theo se niega a obedecer al juez, este podría llegar a enfadarse. Yo no lo culparía por ello, la verdad.

—En serio, no quiero ir a la cárcel —insistió Theo.

—No irás a la cárcel —le aseguró su madre—. Ningún juez en su sano juicio encerraría a un niño inocente de trece años.

Se produjo otra larga pausa, hasta que el señor Boone preguntó:

—Theo, ¿qué pasaría si se desvelara de alguna manera la identidad de este testigo?

—Se trata de un inmigrante ilegal, papá. Se supone que no puede estar aquí, y tiene miedo. Si la policía se entera de cómo se llama lo detendrá. Y si acaba en la cárcel habrá sido culpa mía. Y si no consiguen cogerlo, desaparecerá.

—Entonces no nos digas quién es —le aconsejó la señora Boone.

—Gracias, mamá. No pensaba hacerlo.

—Sí, no se lo digas a nadie.

—De acuerdo, pero ahora que sabéis que se trata de un inmigrante ilegal y que trabaja en el campo de golf, no será difícil dar con él.

—¿Cómo llegaste a entrar en contacto con esta persona?

—Tiene un primo que va al colegio. Fue él quien me pidió consejo.

—Como tantos otros chicos de la escuela —añadió Ike.

—Sí. No todos, pero muchos.

Todo el mundo dejó escapar un suspiro. El señor Boone miró a su hijo y sonrió.

—Se trata de esa familia que está en el albergue, ¿verdad? Es Julio, el chico al que ayudas con los deberes de matemáticas, ¿a que sí? Su madre… ¿cómo se llama, Marcela?

—No. Carola.

—Carola. Eso es. He hablado con ella varias veces. Tiene dos gemelos pequeños y otro hijo mayor que se llama Julio. Son de El Salvador, ¿verdad?

Theo asintió. «Sí, papá, lo has adivinado», pensó, y en cierto modo se sintió aliviado. En realidad no había desvelado ningún secreto, pero alguien tenía que saber la verdad.