14

Judge devoró su cuenco de espaguetis, pero Theo apenas tocó el suyo. Dejó los platos en el lavavajillas, cerró la casa y subió a su cuarto para ponerse el pijama, cogió el portátil y se instaló en la cama. Abrió una conexión con April y estuvieron charlando unos minutos. Ella también estaba en la cama, pero, como siempre, con la puerta cerrada con llave. Se sentía mucho mejor. Ella y su madre habían salido a tomar una pizza e incluso habían conseguido reírse juntas. Su padre se encontraba fuera de la ciudad o al menos eso creían, lo cual hacía la vida más fácil. Se dieron las buenas noches, y Theo cerró el ordenador y cogió el último número de Sports Illustrated; pero no fue capaz de leer ni de concentrarse. Tenía sueño, porque la noche anterior había descansado poco y mal, y a pesar de que estaba preocupado e incluso asustado, no tardó en dormirse.

Su padre fue el primero en llegar a casa. Subió lentamente la escalera y entreabrió la puerta del dormitorio de Theo. Las bisagras chirriaron como de costumbre. Encendió la luz y sonrió al ver la serena imagen de su hijo profundamente dormido.

—Buenas noches —le susurró, antes de apagar la luz rápidamente.

El ruido de la puerta despertó a Theo, que se quedó tumbado, mirando al techo y pensando en los letales guantes de golf que seguían escondidos en su despacho. Había algo terriblemente equivocado en el consejo de su tío Ike de que se olvidara del asunto, que hiciera caso omiso de la existencia de un testigo clave y se mantuviera al margen mientras el sistema judicial caminaba hacia el desastre.

Sin embargo, una promesa era una promesa, y había dado su palabra a Julio y a su primo de que guardaría el secreto. Pero ¿y si no lo hacía? ¿Y si lo primero que hiciera por la mañana fuera presentarse en el despacho del juez Gantry para entregarle los guantes y contarle toda la historia? En ese caso, el primo estaría listo. Jack Hogan y la policía irían tras él y lo encerrarían para tenerlo vigilado. Su testimonio sacaría las castañas del fuego a la acusación, se declararía juicio nulo y se señalaría un fecha para el nuevo. Las noticias ocuparían la primera plana de los periódicos y la televisión. El primo se convertiría en el héroe de la película, pero también acabaría entre rejas por inmigrante ilegal.

Sin embargo, ¿acaso no podría el primo hacer un trato con la policía y el fiscal? ¿No sabrían mostrarse generosos porque lo necesitaban? Quizá sí o quizá no. En cualquier caso resultaba demasiado arriesgado.

A continuación, empezó a pensar en la difunta señora Duffy. En la carpeta tenía un recorte de periódico con una bonita foto de ella. Era una mujer guapa, rubia y con una dentadura perfecta. Se imaginó cómo habrían sido sus últimos segundos de vida, cuando descubrió con horror que su marido —con un guante en cada mano— no había entrado en casa por algún inocente motivo, sino para estrangularla.

El corazón empezó a latirle con fuerza. Apartó la manta y se sentó al borde de la cama. La señora Duffy era solo dos años más joven que su madre. ¿Qué habría sentido él si su madre hubiera sufrido una agresión tan brutal?

Si el jurado declaraba no culpable al señor Duffy, este se iría de rositas a pesar de ser un asesino; además, no podría ser juzgado una segunda vez por ese delito. Theo conocía bien el principio que impedía que un hombre fuera juzgado una segunda vez por el mismo crimen. Y puesto que no había más sospechosos, el caso quedaría sin resolver.

El señor Duffy se embolsaría su millón de dólares, seguiría jugando al golf y seguramente se buscaría otra esposa guapa y joven.

Theo volvió a meterse bajo la manta e intentó cerrar los ojos. Se le había ocurrido una idea. Después del juicio, cuando el señor Duffy hubiera sido declarado inocente, esperaría unos meses y le mandaría los guantes; se los enviaría en un sobre confidencial con una nota que dijera: «Sabemos que la mató. Lo estamos vigilando».

¿Y por qué iba a hacer semejante cosa? No lo sabía. Solo era otra estúpida ocurrencia.

Sus pensamientos se hicieron más dispersos. En la escena del crimen no habían encontrado sangre, de modo que tampoco habría rastros de sangre en los guantes; pero ¿y el pelo? ¿Y si resultaba que un cabello de la señora Duffy se había quedado enredado en uno de ellos? La víctima lo llevaba largo, por encima de los hombros. Theo no se había atrevido a abrir la bolsa de plástico, no había tocado los guantes, de modo que no sabía qué podía haber en ellos. Una hebra de cabello sería una prueba más de que el señor Duffy la había asesinado.

Intentó concentrarse en su espectacular victoria ante el Tribunal de Animales representando a Hallie, su cliente y novia potencial; sin embargo, sus pensamientos regresaban inevitablemente a la escena de crimen. Al final, dejó de moverse y se durmió.

Su madre llegó a casa poco antes de las once. Miró en la nevera para comprobar qué había cenado Theo, echó un vistazo al lavaplatos para asegurarse de que todo estaba en orden y habló con su marido, que estaba leyendo en el salón. Luego, subió a ver a su hijo. Theo se despertó por segunda vez en una hora, pero hizo ver que dormía. Ella no encendió la luz —nunca lo hacía—, pero le dio un beso en la frente, le susurró «Te quiero, Teddy», y salió de la habitación.

Una hora más tarde, Theo seguía completamente despierto, preocupado por el sitio que había escogido para esconder los guantes.

Cuando la alarma de su móvil sonó a las seis y media, no supo si estaba dormido, despierto o a medio camino de lo uno y lo otro. Tampoco estaba seguro de que hubiera conseguido dormir. De lo que no tenía la menor duda era de estaba hecho polvo y de mal humor ante un nuevo y largo día. La carga que soportaba no era normal para un niño de trece años.

Encontró a su madre ante los fogones, lugar desacostumbrado en ella, friendo salchichas y preparando tortitas, algo que hacía un par de veces al año. Cualquier otra mañana, Theo se habría levantado con un hambre de lobo, listo para devorar un gran desayuno. Pero no aquella. Sin embargo, no se sintió con ánimo para decirle que no tenía apetito.

—¿Has dormido bien, Teddy? —le preguntó, dándole un beso en la mejilla.

—No mucho.

—¿Por qué no? Pareces cansado. ¿No estarás enfermo?

—Estoy bien, mamá.

—Necesitas zumo de naranja. Está en la nevera.

Desayunaron alrededor del diario.

—Parece que el juicio está a punto de terminar —comentó ella, con las gafas de lectura en la punta de la nariz. Solía empezar los viernes haciendo una rápida visita al salón de belleza para que le arreglaran las uñas, de modo que seguía en bata.

—No estoy muy al tanto, la verdad —contestó Theo.

—No te creo. Oye, tienes los ojos rojos. Pareces cansado.

—Ya te he dicho que no he dormido bien.

—¿Y por qué no?

«Bueno, papá me despertó a las diez; y tú, a las once», pensó, pero lo cierto era que no podía echar la culpa a sus padres. Si no pegaba ojo se debía a otras razones.

—Hoy tengo un examen importante —respondió diciendo una verdad a medias porque la señora Garman los había amenazado con un control de geometría.

—No te preocupes, lo harás bien —dijo ella, volviendo al periódico—. Anda, cómete la salchicha.

Theo consiguió tragarse la salchicha y las tortitas suficientes para contentar a su madre. Le dio las gracias por tan estupendo desayuno, le deseó un buen día, se despidió de Judge acariciándole la cabeza y salió en busca de su bicicleta. Diez minutos más tarde, subía corriendo los peldaños que llevaban al despacho de Ike, donde su excéntrico tío lo esperaba para la segunda reunión matutina consecutiva.

Los viernes, Ike tenía peor aspecto de lo habitual. Sus ojos estaban más rojos incluso que los de Theo, y aquella mañana no se había peinado.

—Será mejor que sea importante —gruñó.

—Lo es —contestó Theo, de pie delante del escritorio.

—Anda, siéntate.

—Prefiero permanecer de pie.

—Como quieras. ¿Qué pasa?

Theo le contó la historia de Julio y de los dos guantes en una bolsa de plástico, que en esos momentos estaba escondida en el fondo de un viejo archivador de casos de divorcio que había en el sótano de Boone & Boone, adonde nadie había bajado en más de una década. No se guardó nada de la historia salvo, naturalmente, la identidad de Julio y de su primo. Solo le llevó unos minutos.

Ike lo escuchó con atención, se rascó la barba, se quitó las gafas y se frotó los ojos, dio sorbos a su café y, cuando Theo acabó, se las compuso para farfullar:

—Increíble.

—Qué vamos a hacer —preguntó Theo, al borde de la desesperación.

—No lo sé. Esos guantes deberían ser examinados por el laboratorio forense. Puede que contengan partículas de la piel de la víctima o sus cabellos. Puede que incluso el ADN del sudor del señor Duffy.

Theo no había pensado en el sudor.

—Esos guantes podrían ser una prueba crucial —dijo Ike, pensando en voz alta mientras se rascaba la barba.

—Escucha, tío Ike, con esto ya no podemos seguir manteniéndonos al margen.

—¿Por qué te los quedaste?

—No es que me los quedara, sino más bien que mi amigo me los dejó encima de la mesa, me gustara o no. Está asustado, su primo está asustado y yo estoy asustado. ¿Qué vamos a hacer?

Ike se levantó, se estiró y tomó otro trago de café.

—¿Vas a ir al colegio?

«¿Qué otra cosa puedo hacer un viernes por la mañana?», se dijo Theo.

—Claro. Y ya llego tarde.

—Está bien, vete al colegio. Yo iré al juicio y pensaré en algo. Más tarde te enviaré un mensaje de texto.

—Gracias, Ike. Eres el mejor.

—No tienes ni idea.

Theo llegó a Home Room cinco minutos tarde, pero el señor Mount estaba de buen humor, y la clase no había empezado todavía. Cuando vio a Theo, lo llamó a un aparte y le dijo:

—Oye, Theo, estaba pensando que quizá podrías darnos las últimas noticias sobre el juicio, luego, durante la asignatura de gobierno.

Lo último que Theo deseaba era tener que hablar del caso Duffy, pero no podía decir que no al señor Mount. Además, este tenía fama de preparar poco sus clases de los viernes y necesitaba a Theo para que lo ayudara a llenar los tiempos muertos.

—Claro —contestó.

—Gracias, bastará con que nos pongas al día. Unos quince minutos, nada más. El caso quedará hoy en manos del jurado, ¿no?

—Seguramente.

Theo ocupó su asiento. El señor Mount dio unos golpecitos en su mesa para pedir silencio y pasó lista; luego, hizo los anuncios del día, la rutina habitual de Home Room. Cuando sonó el timbre del primer cambio de clase, los chicos salieron del aula. Un compañero de clase de Theo, llamado Woody, lo siguió por el pasillo y lo abordó junto a las taquillas. Con solo ver su expresión, Theo supo que algo iba mal.

—Theo, necesito que me ayudes —le dijo Woody en voz baja, mirando a su alrededor.

La vida familiar en casa de Woody era un desastre. Sus padres se habían casado dos o tres veces y no podía decirse que hubiera mucha supervisión por su parte. Él tocaba la guitarra eléctrica con un grupo de aficionados, había empezado a fumar, vestía como un pordiosero y se rumoreaba que se había hecho un tatuaje en el trasero. Theo, como el resto de sus compañeros, sentía curiosidad por dicho tatuaje, pero no sentía la menor necesidad de confirmar el rumor. A pesar de todas esas distracciones, Woody mantenía un siete de promedio en sus notas.

—¿Qué pasa? —preguntó Theo, deseando poder decirle que aquel era el peor momento para pedirle consejo legal. Theo tenía demasiadas cosas en la cabeza.

—¿Puedes dejar que esto quede entre tú y yo? —quiso saber Woody.

—Claro.

Estupendo. Justo lo que Theo necesitaba: más secretos.

Hallie pasó por allí, aminoró el paso y lanzó una simpática sonrisa a Theo, pero enseguida se dio cuenta de que estaba ocupado y desapareció.

—Anoche arrestaron a mi hermano, Theo —le explicó Woody con lágrimas en los ojos—. La policía se presentó en casa pasada la medianoche y se lo llevó esposado. Fue muy desagradable. Ahora está en la cárcel.

—¿Cuáles son los cargos?

—Posesión de drogas, marihuana. Y puede que también distribución.

—Hay una gran diferencia entre posesión y distribución.

—¿Puedes ayudarnos?

—Lo dudo. ¿Qué edad tiene?

—Diecisiete.

Theo conocía al hermano de Woody por su reputación.

—¿Es su primer delito? —preguntó, aunque sospechaba que la respuesta era «no».

—El año pasado le pillaron por posesión. Esa fue la primera, por eso solo le echaron un rapapolvo.

—Lo siento, Woody, pero tus padres tienen que contratar los servicios de un abogado. Es así de simple.

—No hay nada simple. Mis padres no tienen dinero, y si lo tuvieran no se lo gastarían en abogados. Mi casa está en pie de guerra, Theo, los hijos contra los padres, y nadie está dispuesto a tomar prisioneros. Mi padrastro ha discutido mil veces con mi hermano por el tema de las drogas y le ha prometido otras tantas que no pensaba mover un dedo si la policía se lo llevaba.

Sonó el timbre, y el pasillo se vació.

—De acuerdo, búscame en el recreo —le dijo Theo—. No tengo demasiados consejos que darte, pero veré qué puedo hacer.

—Gracias, Theo.

Entraron a toda prisa en la clase de madame Monique. Theo se sentó a su mesa, abrió la mochila y se acordó de que no había hecho los deberes. Lo cierto era que no le importaba demasiado. En esos momentos, daba gracias por vivir en un hogar acogedor y tranquilo, con unos padres estupendos que casi nunca levantaban la voz.

Luego, se acordó de los guantes.