Tras una larga despedida, Theo volvió a poner los pies en la tierra y subió casi corriendo la escalera hasta el primer piso y la galería, donde encontró a Ike en primera fila. Se sentó junto a él. Eran casi las cinco de la tarde.
El testigo era el agente de seguros que, justo dos años antes, había vendido la póliza de un millón de dólares a los Duffy. Clifford Nance estaba repasando lentamente sus negociaciones con el matrimonio. Tuvo cuidado en insistir en que se habían contratado dos pólizas por separado, una que aseguraba la vida de Myra Duffy, y la otra que cubría la de Pete Duffy; las dos por un importe de un millón cada una. Ambas pólizas sustituían las vigentes hasta ese momento y tenían una cobertura de quinientos mil dólares en caso de muerte. No había nada raro en la transacción. El agente declaró que era una manera bastante habitual de que un matrimonio ampliara prudentemente sus coberturas para protegerse en caso de muerte de alguno de los cónyuges. Tanto el marido como la mujer sabían perfectamente lo que hacían y no dudaron en mejorar sus pólizas.
Cuando Clifford Nance finalizó el interrogatorio, el millón que iba a cobrar el señor Duffy parecía mucho menos sospechoso. Jack Hogan intentó devolver los golpes durante el contrainterrogatorio, pero no acertó a conectar ninguno. Acto seguido, el juez Gantry dio por concluida la sesión.
Theo vio salir al jurado mientras todos esperaban y, después, observó cómo el equipo de la defensa se arremolinaba alrededor de Pete Duffy entre confiadas sonrisas y apretones de mano tras otro productivo día en el juzgado. Parecían todos muy seguros de sí mismos. Omar Cheepe no estaba presente.
—No quiero hablar aquí —dijo Ike en voz baja—. ¿Puedes pasarte por mi despacho?
—Claro.
—¿Ahora?
—Te sigo.
Diez minutos más tarde, estaban en la oficina de Ike con la puerta cerrada. Este abrió una pequeña nevera que tenía tras el escritorio.
—Tengo Budweiser o Sprite.
—Una Budweiser, por favor —pidió Theo.
Ike le entregó un Sprite y abrió una lata de Bud para él.
—Tus alternativas son escasas —le dijo antes de tomar un trago.
—Lo imaginaba.
—La primera es que no hagas nada. Mañana es viernes, y parece que la defensa acabará a media tarde. Se rumorea que Pete Duffy testificará el último. Cabe la posibilidad de que el jurado tenga su veredicto listo a última hora de la tarde. Si no haces nada, el jurado se retirará a su sala para deliberar. Puede que encuentren a Duffy culpable, no culpable o que no lleguen a ponerse de acuerdo en el veredicto.
Theo sabía cómo funcionaba. En los últimos cinco años de su vida había presenciado más juicios que Ike. Su tío prosiguió:
—La segunda es que hables con ese misterioso testigo e intentes convencerlo para que se presente a declarar inmediatamente. No estoy seguro de cómo reaccionará el juez Gantry si se encuentra con semejante testimonio. Dudo que se haya visto alguna vez ante una situación parecida. Sin embargo, es un buen juez y hará lo que sea más justo.
—Ese testigo no se presentará a declarar. Está demasiado asustado.
—De acuerdo, esto nos lleva a tu tercera opción, que es que acudas al juez pero sin revelarle el nombre de tu testigo.
—Es que ni siquiera sé cómo se llama.
—Pero sabes quién es, ¿no?
—Sí.
—¿Y sabes dónde vive?
—Sé en qué barrio, pero no tengo su dirección.
—¿Y sabes dónde trabaja?
—Puede.
Ike lo miró fijamente mientras tomaba otro trago de la lata y se limpiaba los labios con el dorso de la mano.
—Como te estaba diciendo: sin revelar la identidad del testigo, le explicas al juez que en el juicio falta la declaración de un testigo crucial cuya ausencia puede dar pie a un veredicto equivocado. Como es natural, el juez querrá saber todo tipo de detalles: quién es, dónde trabaja, cómo y cuando se convirtió en testigo y qué fue exactamente lo que vio. Me da la impresión de que el juez Gantry tendrá un montón de preguntas y que se enfadará si no se las contestas.
—La verdad es que no me gustan ninguna de las tres opciones —reconoció Theo.
—Ni a mí.
—Entonces, ¿qué hago, Ike?
—Déjalo estar, Theo. No metas la nariz en este lío. No es lugar para un niño. El jurado va a tomar una decisión equivocada, pero si nos basamos en las pruebas que hay, no se lo podremos reprochar. El sistema no siempre funciona. Solo tienes que ver a toda la gente inocente que ha acabado en el corredor de la muerte y a todos los culpables que han salido en libertad. Siempre hay errores, Theo. Déjalo estar.
—Sí, pero este error todavía no se ha producido. Estamos a tiempo de evitarlo.
—No estoy tan seguro. Me parece poco probable que el juez Gantry interrumpa un juicio como este cuando está a punto de finalizar solo porque se entere de que hay un testigo potencial. Es mucho pedir, Theo.
Realmente parecía poco probable, y Theo no tuvo más remedio que estar de acuerdo.
—Supongo que tienes razón.
—Claro que tengo razón, Theo. Solo eres un chaval. Saca el culo de ahí.
—De acuerdo, Ike.
Se produjo un largo silencio mientras los dos se miraban a los ojos, esperando que fuera el otro quien hablara primero.
Fue Ike quien por fin dijo:
—Prométeme que no harás ninguna tontería.
—¿Como qué?
—Como ir a ver al juez. Sé que sois amigos.
Otra pausa.
—Prométemelo, Theo.
—Te prometo que no haré nada sin decírtelo antes.
—Conforme.
Theo se levantó.
—Debo irme. Tengo muchos deberes.
—¿Cómo va ese español?
—Muy bien.
—Tengo entendido que la profesora es algo serio. ¿Cómo se llama, madame…?
—Madame Monique. Es muy buena. ¿Cómo sabías…?
—Me mantengo informado, Theo. No soy esa especie de eremita medio chiflado que algunos creen. ¿No enseñan todavía chino en el colegio?
—Quizá en el instituto.
—Deberías empezar a estudiar chino por tu cuenta. Es el idioma del futuro, Theo.
Una vez más le molestó que su tío se permitiera darle consejos cuando nadie se los había pedido y no eran necesarios.
—Lo pensaré, Ike; pero, por el momento, ya tengo bastante trabajo.
—Puede que mañana vaya a ver el juicio —dijo Ike—. La verdad es que hoy he disfrutado mucho. Envíame un mensaje de texto.
—Claro.
Boone & Boone estaba silencioso cuando Theo apareció pasadas las seis de la tarde. Elsa, Vince y Dorothy hacía rato que se habían marchado; y la señora Boone estaría en casa, seguramente pasando las páginas de otra novela barata. Su club de lectura se reunía a las siete en casa de la señora Esther Guthridge para tomar una copa de vino, cenar algo y hablar de cualquier cosa menos del libro seleccionado ese mes. El club lo componían diez mujeres en total, y cada una seleccionaba un libro todos los meses. Theo no recordaba que a su madre le hubiera gustado alguno, ni siquiera los que ella había escogido. Todos los meses la oía quejarse del que tenía que leer. A Theo le parecía que era una manera muy rara de llevar un club de lectura.
Woods Boone estaba llenando su cartera cuando Theo entró en el despacho del piso de arriba. Este se preguntaba a menudo por qué su padre metía informes y carpetas en la cartera y cargaba con ellos hasta su casa como si fuera a trabajar por la noche si, al final, no lo hacía. Woods Boone nunca trabajaba en casa, ni siquiera abría la cartera, sino que la dejaba bajo la mesita del recibidor. Y allí se quedaba toda la noche, hasta que su dueño volvía a salir temprano para desayunar con sus colegas y regresaba a su despacho, donde la vaciaba y esparcía los papeles por su desorganizada mesa. Theo incluso sospechaba que los papeles que metía eran siempre los mismos, las mismas carpetas e informes.
También se había fijado en que los abogados rara vez iban a alguna parte sin su cartera, puede que solamente a almorzar. Su madre también cargaba con la suya hasta casa, pero a veces la abría y leía algo de lo que contenía.
—¿Un buen día en el colegio? —le preguntó su padre.
—Estupendo.
—Me alegro. Escucha, Theo, esta noche tu madre va a su club de lectura. Yo tengo que ir a ver un rato al juez Plankmore. El viejo se está yendo por momentos y debo resolver algunos asuntos con él. No creo que tardemos en tener un funeral.
—No hay problema, papá.
El juez Plankmore tenía al menos noventa años y se estaba muriendo de varias dolencias. Era una leyenda en el mundillo de los abogados de la ciudad, y todos lo adoraban.
—Han sobrado espaguetis. Te los puedes calentar en el microondas.
—Tranquilo, papá, ya me las arreglaré. Seguramente me quedaré a estudiar un rato aquí y después me iré a casa. Yo me ocuparé de Judge.
—¿Seguro?
—Claro, no hay problema.
Theo fue a su despacho, vació su mochila y estaba intentando concentrarse en sus deberes de química cuando alguien llamó discretamente a la puerta. Era Julio, por segundo día consecutivo.
—¿Podemos hablar fuera? —preguntó, muy nervioso.
—Entra —le dijo Theo—. Aquí se ha marchado todo el mundo. Nadie nos molestará.
—¿Estás seguro?
—Sí. ¿Qué pasa?
Julio tomó asiento, y Theo cerró la puerta.
—He hablado con mi primo hace una hora. Está muy nervioso. Hoy ha aparecido la policía por el campo de golf. Cree que te has ido de la lengua.
—Vamos, Julio, no he hablado de él con nadie. Lo juro.
—Entonces ¿qué hacía allí la policía?
—Ni idea. ¿Querían hablar con tu primo?
—No lo creo. En cualquier caso, él desapareció cuando vio el coche.
—¿Eran policías de uniforme?
—Me parece que sí.
—Mira, Julio, te doy mi palabra de que no se lo he dicho a nadie. Además, si la policía quisiera hablar con tu primo sobre el asesinato, no iría de uniforme ni en un coche con la palabra POLICIA, pintada en las puertas. Ni hablar. Serían detectives que irían de paisano en coches sin identificar.
—¿Estás seguro?
—Sí, estoy seguro.
—Vale.
—Supongo que tu primo se pone bastante nervioso cuando ve a la poli, ¿no?
—Como la mayoría de los ilegales.
—A eso me refiero. No he hablado de él con nadie. Dile que se relaje.
—¿Que se relaje? No es fácil relajarse cuando pueden detenerte en cualquier momento.
—Es verdad.
Julio seguía nervioso, y sus ojos iban de un lado a otro de la habitación como si alguien pudiera estar escuchando. Se produjo un largo e incómodo silencio mientras cada uno esperaba que el otro fuera el primero en hablar.
—Hay algo más —dijo por fin julio.
—¿El qué?
Las manos le temblaban cuando se desabrochó la camisa y sacó una bolsa hermética de plástico y la depositó en la mesa de Theo como si fuera un regalo que no deseara volver a tocar. Dentro había dos objetos de color blanco y arrugados.
Guantes de golf.
—Mi primo me ha dado esto —explicó—. Son los dos guantes de golf que llevaba el hombre al que vio entrar en la casa donde asesinaron a esa mujer. Uno de la mano derecha y otro de la izquierda. El de la derecha es nuevo, pero el de la izquierda está usado.
Theo se quedó mirando la bolsa con los ojos como platos. Durante unos segundos fue incapaz de moverse y de articular palabra.
—¿Dónde los encontró?
—Cuando el hombre salió de la casa, se quitó los guantes y los guardó en la bolsa de palos. Más tarde, al llegar al tee del catorce, los tiró a la papelera que hay junto al dispensador de agua. Uno de los trabajos de mi primo es vaciar las papeleras dos veces al día. Vio que el hombre los tiraba y le pareció extraño que no quisiera un par de guantes que parecían estar bien.
—¿El otro lo vio?
—No creo. Si hubiera visto a mi primo no creo que hubiese dejado los guantes en la papelera.
—¿Y se trata del mismo hombre que está siendo juzgado por asesinato?
—Sí, eso creo. Mi primo está bastante seguro. Lo vio en la tele.
—¿Y por qué cogió los guantes?
—Los chicos del campo suelen rebuscar en las papeleras, por si encuentran algo de valor. Mi primo cogió los guantes y, al cabo de un par de días, empezó a sospechar. Los rumores corren deprisa en un campo de golf y enseguida se empezó a hablar de la mujer asesinada. Así pues, mi primo escondió los guantes y ahora tiene miedo de que la policía lo esté vigilando. Si lo encuentran con los guantes, quién sabe si… Tiene miedo de estar metido en un lío.
—La policía no lo vigila.
—Está bien, se lo diré.
Se hizo el silencio. Theo señaló los guantes con un gesto de la cabeza, sin querer tocarlos.
—¿Y qué hacemos con eso?
—Yo no pienso quedármelos.
—Ya me lo temía.
—Tú sabes lo que hay que hacer, ¿no, Theo?
—No tengo ni idea. La verdad es que en estos momentos lo que me pregunto es cómo es posible que me haya metido en semejante lío.
—¿No podrías dejarlos simplemente en la comisaría?
Theo se mordió la lengua para no contestar algo que habría sido sarcástico, cruel o ambas cosas a la vez. No podía esperar que Julio comprendiera cómo funcionaba el sistema. «Sí, Julio, entraré en la comisaría, le daré al recepcionista una bolsa con dos guantes de golf y le diré que eran los que llevaba ese señor tan simpático al que están juzgando por asesinar a su mujer y que, en realidad, la mató, y que yo, Theo Boone, sé la verdad porque, por alguna razón, he hablado con un testigo clave que nadie conoce y, por favor, señor recepcionista, entregue esta bolsa en Homicidios pero no diga quién se la ha dado».
Pobre Julio.
—No, eso no puede ser, Julio. La policía haría demasiadas preguntas, y tu primo podría tener problemas. Lo mejor es que te lleves estos guantes y hagas como si nunca los hubieras visto.
—Ni hablar, Theo. Ahora son tuyos. —Y dicho esto, Julio se levantó, abrió la puerta y salió diciendo por encima del hombro—: Y recuerda que prometiste no decir nada a nadie.
Theo lo siguió.
—Sí, claro.
—Me diste tu palabra.
—Claro.
Julio desapareció en la oscuridad.