12

La chica más popular de octavo era una morena de rizos llamada Hallie. Muy mona y extrovertida, le gustaba coquetear. Capitaneaba el equipo de animadoras, pero también sabía jugar. Ninguno de los chicos la ganaba al tenis y, en una ocasión, incluso había derrotado a Brian en los cien metros libres y en los cincuenta metros braza. Dado que sus preferencias se centraban básicamente en las actividades deportivas, su interés por Theo era del nivel de un Bien o incluso de un Suficiente.

Sin embargo, gracias a que el perro de Hallie tenía carácter, Theo estaba a punto de ascender de categoría.

Se trataba de un schnauzer que solía ponerse nervioso cuando lo dejaban solo en casa durante el día. De alguna manera había conseguido salir por la trampilla y excavado un agujero bajo la valla. Los de la perrera lo habían atrapado a un kilómetro de casa. Theo se enteró de la historia mientras acababa de comer, cuando Hallie y dos amigas fueron a sentarse a su mesa y ella se la contó. Estaba desamparada y hecha un mar de lágrimas, y Theo no pudo evitar fijarse en lo guapa que era incluso cuando lloraba. Fue un momento muy especial para él.

—¿Es la primera vez que pasa? —preguntó.

Ella se enjugó las lágrimas de las mejillas.

—No. A Rocky ya lo cogieron hace unos meses.

—¿Lo van a gasear? —preguntó Edward, que formaba parte del grupo que se había reunido alrededor de Theo, de Hallie y de sus amigas.

Normalmente, Hallie congregaba a montones de chicos. La idea de que pudieran gasear a su perro la hizo llorar con más fuerza.

—Cállate —le espetó Theo a Edward, que en cualquier caso era un gilipollas—. No, no lo van a gasear.

—Mi padre ha salido fuera de la ciudad, y mi madre estará ocupada atendiendo a sus pacientes hasta última hora del día por lo menos. No sé qué hacer.

Theo apartó el plato y sacó su portátil.

—Tranquila, Hallie. No es la primera vez que hago esto —le dijo mientras tecleaba. El grupo se acercó un poco más—. Supongo que tu perro estará registrado, ¿no?

En Strattenburg regía una ordenanza que obligaba a registrar todos los perros. Los callejeros eran recogidos y encerrados en la perrera durante treinta días. Si pasado ese plazo nadie los reclamaba o los adoptaba, los funcionarios acababan «durmiendo» a los desdichados animales. O gaseándolos, como tan crudamente había dicho Edward; aunque la verdad era que no utilizaban gas.

La familia de Hallie era más acomodada que la mayoría. Su padre era empresario; y su madre, una médica muy ocupada. Sin duda su perro estaría registrado.

—Sí —contestó Hallie—. A nombre de mi padre.

—¿Y cómo se llama tu padre? —preguntó Theo, esperando para teclear.

—Walter Kershaw.

Theo escribió el nombre. Todo el mundo contuvo el aliento. Los lloros habían cesado.

—Muy bien —explicó Theo, estudiando la pantalla—. Estoy consultando el registro de entrada del Servicio de Animales. —Tecleó un poco más—. Aquí está. Rocky ha sido llevado a la perrera a las nueve y media de esta mañana. Está acusado de infringir la ordenanza de correa obligatoria. Es su segunda infracción este año. La multa serán veinte dólares más ocho por el alojamiento. Si lo hace otra vez, lo encerrarán diez días y la multa será de cien pavos.

—¿Cuándo puedo ir a buscarlo? —quiso saber Hallie.

—El Tribunal de Animales funciona cuatro días a la semana hasta las seis. Los lunes está cerrado. ¿Puedes presentarte en el tribunal esta tarde?

—Supongo, pero ¿no hará falta que vengan mis padres?

—No. Ya iré yo. No es la primera vez que hago esto.

Edward intervino:

—¿No necesita que la acompañe un abogado de verdad?

—No ante el Tribunal de Animales. Hasta un tarado como tú podría ir.

—¿Y qué pasa con el dinero? —preguntó Hallie.

—No puedo cobrarte. Todavía no estoy colegiado.

—No me refiero a ti, Theo. Estoy hablando del dinero de la multa.

—Ah, eso. Bueno, el plan es el siguiente: voy a rellenar por internet una solicitud de recogida. Eso significa básicamente que Rocky se está declarando culpable de haber infringido la norma de la correa obligatoria, que es un delito menor, y que tú, como una de las propietarias, pagarás la multa y lo recogerás en la perrera. Cuando salgas del colegio, te vas a ver a tu madre y le pides el dinero. Tú y yo nos encontraremos en el Tribunal de Animales a las cuatro en punto.

—Gracias, Theo. ¿Rocky estará allí?

—No. Rocky no saldrá de la perrera. Tú y tu madre podréis recogerlo allí más tarde.

—¿Por qué no puedo recogerlo en el tribunal?

Theo se sorprendía con frecuencia por las tonterías que llegaban a preguntarle sus amigos. El Tribunal de Animales era el de menor rango de todos. Lo apodaban «El juzgachuchos» y lo consideraban como un vulgar subproducto del sistema judicial. El juez que lo dirigía era un abogado que había sido despedido de todos los bufetes de la ciudad. Llevaba vaqueros y botas militares y se sentía humillado por ocupar tan insignificante cargo. Las normas autorizaban que cualquier propietario de un animal compareciera personalmente para defender su caso sin necesidad de asistencia letrada. La mayoría de los abogados procuraban no aparecer por El juzgachuchos porque eso atentaba contra su dignidad. Su sala de vistas se encontraba en el sótano del edificio de los juzgados, lo más lejos posible de las importantes.

¿De verdad pensaba Hallie que el juez tenía a mano un montón de perros y gatos encadenados a la espera de enjuiciarlos y devolverlos a sus dueños? Los acusados de delitos mayores eran trasladados desde la cárcel y esperaban para comparecer ante el juez en su celda correspondiente; los perros y los gatos, no.

De los labios de Theo estuvo a punto de salir una respuesta sarcástica, pero se contuvo y sonrió a Hallie, que, la verdad fuera dicha, le parecía cada vez más mona.

—Lo siento, Hallie. No funciona así. De todas maneras, esta noche tendrás a Rocky sano y salvo en casa.

—Gracias, Theo. Eres el mejor.

Cualquier otro día, aquellas palabras habrían resonado en la mente de Theo durante horas; pero aquel no era un día normal. Estaba demasiado preocupado por la marcha del caso Duffy. Su tío Ike se hallaba presenciando la vista, y Theo cruzó con él mensajes de texto durante toda la tarde.

A pesar de que el Tribunal de Animales no gozaba del respeto de los letrados de Strattenburg, no solía ser aburrido. El asunto de aquel día tenía como protagonista una boa constrictora llamada Herman con una indudable predilección por escaparse. Sus aventuras no habrían sido un problema si su dueño hubiera vivido en el campo o en un entorno rural. Sin embargo, el hombre, un punk de unos treinta años con tatuajes que le subían por el cuello, vivía en un abarrotado bloque de apartamentos de uno de los barrios menos elegantes de la ciudad. Uno de sus vecinos se había llevado un susto de muerte cuando fue a desayunar y encontró a Herman enroscada en el suelo de la cocina.

El vecino estaba furioso; el propietario de Herman, indignado. La situación era tensa. Theo y Hallie esperaban sentados en un par de sillas plegables. Eran los únicos espectadores que había en la diminuta sala. A su lado, la biblioteca de Boone & Boone era más grande y elegante.

Herman estaba a la vista, en una gran jaula de alambre situada en un extremo del estrado, y el juez Yeck no le quitaba los ojos de encima. Solo había un bedel, una anciana que llevaba años en el puesto y que era conocida como la vieja más excéntrica de los juzgados. No quería saber nada de Herman, y la miraba con cara de pocos amigos desde el rincón del fondo.

El vecino protestaba:

—¿A usted qué le parecería, señor juez, tener que vivir en el mismo edificio que esa bestia, sabiendo que cualquier día puede subirse a tu cama mientras duermes?

—Es inofensiva —objetó el dueño—. No muerde.

—¿Inofensiva? ¿Y los soponcios también son inofensivos? No es justo, señor juez. Tiene usted que protegerme.

—No parece inofensiva, la verdad —dijo el juez Yeck, y todos se volvieron a mirar a Herman, que estaba dentro de la jaula, enroscada en un tronco falso, inmóvil y en absoluto impresionada por la gravedad de la situación—. ¿No es muy grande para ser una boa de cola roja? —preguntó el juez, como si fuera un experto en boas constrictoras.

—Mide dos metros quince —explicó el propietario—. Sí, es bastante larga.

—¿Tiene usted más serpientes en su apartamento? —preguntó el juez.

—Varias.

—¿Cuántas?

—Cuatro.

—¡Santo Dios! —exclamó el vecino, palideciendo.

—¿Todas boas?

—Tres boas y una serpiente real.

—¿Puedo preguntar por qué?

El propietario cambió de postura.

—A unos les gustan los loros, a otros los jerbos o los perros o los gatos o los caballos. A mí me gustan las serpientes. Son unas mascotas muy simpáticas.

—¿Simpáticas? —bufó el vecino.

—¿Es la primera vez que se ha escapado? —quiso saber el juez.

—Sí —contestó el dueño.

—No —replicó el vecino.

—¡A ver si se aclaran! —atajó el juez.

Por fascinante que la escena pudiera resultar, a Theo le costaba concentrarse en Herman y sus problemas. Dos cosas distraían su atención. La más evidente era el hecho de que Hallie estuviera sentada y casi pegada a él, haciendo de aquel momento algo muy especial. Sin embargo, incluso eso pasaba a un segundo plano ante la cuestión de qué hacer con el primo de Julio.

El juicio por asesinato seguía su curso. Los letrados y los testigos no tardarían en acabar su cometido, y el juez Gantry dejaría el caso en manos del jurado. El reloj no se detenía.

—Tiene que protegerme, señor juez —repitió el vecino.

—¿Y qué quiere que haga? —replicó Yeck, cuya paciencia empezaba a agotarse.

—¿No puede ordenar que la eliminen?

—¿Quiere que dicte una pena de muerte para Herman?

—¿Por qué no? En el edificio hay niños.

—Me parece excesivo —dijo el juez, demostrando que no estaba dispuesto a ordenar la muerte de Herman.

—¡Vamos a ver, pero si no ha hecho daño a nadie! —protestó el dueño.

—¿Puede usted garantizar que la serpiente no saldrá de su apartamento? —le preguntó el juez.

—Sí. Tiene usted mi palabra.

—Está bien. Lo que vamos a hacer es lo siguiente: llévese a Herman a casa. No quiero volver a verla. No tenemos sitio para ella en la perrera, y nadie de la perrera la quiere por allí, ¿entendido?

—Si usted lo dice…

—Si Herman se vuelve a escapar, o si alguna de sus otras serpientes salen de su apartamento, no tendré más remedio que ordenar que las eliminen. A todas. ¿Queda claro?

—Sí, señoría. Se lo prometo.

—Mire, señoría, he comprado un hacha —declaró el vecino, muy acalorado—. Un hacha bien larga que me ha costado doce dólares en el Home Depot. —Señaló a Herman—. Si vuelvo a encontrarme eso en mi casa, le garantizo que no tendrá que ocuparse del caso, señoría.

—Cálmese.

—Le juro que la mataré. Tendría que haberlo hecho antes, pero no pensaba con claridad y tampoco tenía un hacha.

—¡Ya basta! —zanjó el juez Yeck—. Caso cerrado.

El dueño corrió hacia la jaula y la levantó con delicadeza del estrado. Herman no se dejó impresionar. Seguía demostrando su sangre fría ante el debate de su posible muerte. El vecino salió de la sala caminando furiosamente. El propietario y su serpiente lo siguieron poco después.

Cuando las puertas se hubieron cerrado, la bedel regresó a su asiento, junto al estrado. El juez ojeó unos papeles y miró a Theo y a Hallie. No había nadie más en la sala.

—Vaya, usted por aquí, señor Boone —dijo.

—Buenas tardes, señoría —contestó Theo.

—¿Qué asunto le trae ante este tribunal, señor Boone?

—He venido a recoger un perro.

El juez cogió una hoja y la leyó.

—¿A Rocky? —preguntó.

—Sí, señoría.

—Muy bien, acérquense.

Theo y Hallie cruzaron la portezuela batiente y se acercaron al estrado. Theo le indicó a Hallie dónde podía sentarse y permaneció de pie, como los abogados de verdad.

—Proceda —le dijo el juez Yeck, que se lo estaba pasando en grande viendo cómo el joven Theo Boone hacía lo posible por impresionar a su joven y guapa clienta. Sonrió al recordar la primera aparición de Theo en su tribunal, la de un asustado chaval que intentaba desesperadamente rescatar a un pobre chucho al que puso el nombre de Judge antes de llevárselo a casa.

—Sí, señoría —contestó Theo con la debida formalidad— Rocky es un schnauzer enano que está registrado a nombre del señor Walter Kershaw, que en estos momentos se halla fuera de la ciudad por negocios. Su esposa, la doctora Phillys Kershaw, es pediatra y no puede estar aquí en estos momentos. Mi cliente es su hija, Hallie, que va a octavo curso, conmigo. —Theo señaló a Hallie, que estaba muy asustada, pero al mismo tiempo convencida de que Theo sabía lo que hacía.

El juez Yeck sonrió a Hallie antes de volverse hacia Theo.

—Veo que es la segunda vez.

—Sí, señoría —reconoció este—. La primera fue hace cuatro meses, y entonces el señor Kershaw se ocupó personalmente del asunto en la perrera.

—¿Rocky se halla bajo custodia?

—Sí, señoría.

—No negará usted el hecho de que iba sin correa, ¿verdad?

—No, señoría, pero solicito a este tribunal que anule la multa y el cargo por alojamiento.

—¿Sobre qué base?

—Señoría, los dueños de Rocky tomaron todas las medidas razonables para evitar que el perro se escapara. Como siempre, dejaron a Rocky en lugar seguro. La casa estaba cerrada con llave; la alarma, conectada, y las puertas que daban al patio vallado, cerradas. Hicieron todo lo posible por impedir que escapara, pero Rocky tiene mucho genio y suele ponerse nervioso siempre que se encuentra solo. Le gusta correr cuando sale. Sus dueños lo saben y no han sido descuidados.

El juez se quitó las gafas de lectura, mordisqueó una patilla y meditó.

—Dígame, Hallie, ¿es verdad lo que ha dicho su abogado?

—Oh, sí, señoría. Nos preocupa mucho que Rocky pueda escaparse.

—Es un perro muy listo, señoría —aseguró Theo—. De algún modo consiguió salir por el lavadero y escapar haciendo un agujero bajo la valla.

—Supongamos que lo repite.

—Los propietarios están decididos a reforzar las medidas de seguridad.

—Está bien. Suspenderé la multa y las costas. Pero si Rocky se vuelve a escapar, se las pondré dobles. ¿Entendido?

—Sí, señoría.

—Caso cerrado.

Mientras caminaban por el pasillo, hacia la salida principal, Hallie enroscó su brazo alrededor del de Theo. Instintivamente, este aminoró el paso para disfrutar del momento.

—Eres un gran abogado, Theo —dijo ella.

—En realidad, no. Todavía no.

—¿Por qué no me llamas algún día? —le sugirió.

«¿Por qué?». Era una buena pregunta. Seguramente porque daba por hecho que ella estaba demasiado ocupada hablando con todos los otros chicos. Hallie salía con uno distinto todos los meses. Nunca se le había ocurrido llamarla.

—Lo haré —contestó, sabiendo que era mentira.

No buscaba novia. Además, April se llevaría un gran disgusto si empezaba a correr tras un ligue como Hallie.

Chicas, juicios por asesinato, testigos sorpresa…

De repente, la vida se había vuelto muy complicada.