Había unos cuantos individuos de aspecto duro alrededor de la entrada del Highland Shelter cuando Theo aparcó su bicicleta. Pasó entre ellos con un educado «disculpen» y su metálica sonrisa, pero sin miedo, porque ninguno de ellos se molestaría en meterse con un niño. En el aire flotaba un fétido olor a garrafón.
—¿Tienes cambio, chaval? —dijo una voz cascada.
—No, señor —contestó Theo, sin aminorar el paso.
Theo encontró a Julio y a su familia en el sótano, acabando de cenar. La madre hablaba un inglés pasable, pero fue obvio que la sorprendía ver a Theo un miércoles por la noche. Este le explicó, en lo que esperaba fuera un perfecto español, que Julio necesitaba un poco más de ayuda con el álgebra. Evidentemente, no entendía el español perfecto porque tuvo que preguntar a Julio qué estaba diciendo Theo. Héctor empezó a llorar en ese preciso instante por algo, y ella le dedicó toda su atención.
La cafetería estaba abarrotada, hacía calor y había más niños llorando. Theo y Julio se refugiaron en una sala de reuniones del piso de arriba, que su madre solía utilizar para reunirse con sus clientas del albergue.
—¿Has hablado con tu primo? —preguntó Theo, después de cerrar la puerta.
—Sí. Me dijo que vendría, pero no estoy seguro. Está muy nervioso, Theo. No te extrañes si no aparece.
—Vale, empecemos con tu álgebra.
—¿No hay más remedio?
—Julio, estás sacando todo Suficientes y no está bien. Tienes que sacar Bienes y Notables.
Al cabo de diez minutos, los dos estaban aburridos. Theo no podía concentrarse porque su mente estaba con el primo de Julio y el explosivo testimonio que podía prestar. Julio tenía la cabeza en otra parte porque aborrecía las matemáticas. De repente sonó el móvil de Theo.
—Es mi madre —explicó, abriéndolo.
La señora Boone se disponía a salir del despacho y estaba preocupada por él. Theo le aseguró que se encontraba bien, trabajando con Julio, y que estaría en casa a tiempo para el chino, aunque quizá sería un chino frío. ¿Qué más daba, frío o caliente?
Cerró el móvil, y Julio lo miró.
—¡Qué chulo que tengas móvil!
—No soy el único chico del colegio que tiene uno —explicó Theo—. De todas maneras, es solo para llamadas locales. No puedo llamar a larga distancia.
—Sigue siendo chulo.
—Y solo es teléfono. No tiene ordenador.
—Nadie de mi clase tiene móvil.
—Solo estás en séptimo. Espera al año que viene. ¿Dónde crees que puede estar tu primo ahora mismo?
—¿Por qué no lo llamamos?
Theo vaciló y se dijo «¿Por qué no?». Al fin y al cabo, no tenía toda la noche para pasarla con el primo. Marcó el número y le entregó el móvil a Julio, que escuchó un momento y se lo devolvió.
—Ha salido el buzón de voz.
Alguien llamó a la puerta.
El primo seguía vistiendo un mono de trabajo caqui con el logotipo de Waverly Creek Golf bordado en grande en la espalda y en pequeño en el bolsillo de la pechera izquierda. Llevaba una gorra a juego. No era mucho más alto que Julio y desde luego parecía tener menos de dieciocho o diecinueve años. Sus negros ojos miraban en todas direcciones y, a pesar de que se sentó, dio la impresión de estar a punto de marcharse en cualquier momento.
Rehusó dar la mano a Theo y también su nombre o su apellido, pero habló rápidamente en español con Julio. Su tono era tenso.
—Quiere saber por qué debe confiar en ti —explicó Julio, y Theo le agradeció que hiciera de intérprete porque no había entendido prácticamente nada de aquel español.
—Mira, Julio —dijo—. ¿Por qué no repasamos la situación? Él fue a verte, tú viniste a verme, y ahora yo estoy aquí. Yo no he empezado esto. Si quiere marcharse, que se marche. Yo me vuelvo a casa encantado.
Fueron palabras duras que, en inglés aún sonaron más duras. Julio las tradujo al español, y el primo fulminó a Theo con la mirada, como si lo hubieran insultado.
Theo no deseaba marcharse, aunque sabía que era lo mejor que podía hacer y que no debía implicarse. Se lo había repetido una y mil veces, pero lo cierto era que disfrutaba estando donde se hallaba en ese preciso momento.
—Dile que puede confiar en mí y que no contaré a nadie lo que me diga.
Julio tradujo de nuevo, y el primo pareció relajarse un poco.
Saltaba a la vista que estaba muy preocupado y necesitaba ayuda. Julio siguió parloteando en español, hablando bien de Theo, que consiguió entender algo.
El primo sonrió.
Theo había impreso una foto del Creek Course, obtenida a través de Google Earth, y marcado la situación de casa de los Duffy. El primo, que seguía sin decir su nombre, empezó a contar su historia. Señaló un lugar entre los árboles, junto al dog-leg de la calle seis, y habló rápidamente de lo que había visto. Se había sentado en unos troncos, cerca de un riachuelo, tras los árboles, y estaba comiendo tranquilamente, ocupado en sus asuntos, cuando vio que un hombre entraba por la parte de atrás de una casa y salía minutos después. Julio siguió haciendo valientemente de traductor, interrumpiendo a menudo a su primo para poder dar a Theo la versión en inglés, y él, para su satisfacción, empezó a entender mejor el español a medida que su oído fue acostumbrándose a la forma de hablar del primo.
Este describió el frenesí que se apoderó del campo de golf cuando apareció la policía y comenzaron a correr todo tipo de rumores. Según uno de sus amigos, un chico de Honduras que servía mesas en el restaurante de la casa-club, el señor Duffy estaba tomando un tentempié cuando le comunicaron la noticia del hallazgo de su mujer. Entonces montó una escena, salió a corriendo, subió en su coche de golf y regresó a casa a toda velocidad. Ese amigo le había explicado que Duffy vestía un suéter negro, pantalón marrón oscuro y una gorra de golf a juego. Correspondía perfectamente, aseguró el primo. Era el mismo conjunto que había visto llevar al hombre que había entrado en casa de los Duffy y salido minutos después.
Theo sacó de su carpeta cuatro fotos de Pete Duffy que había conseguido en internet, en la página web del diario de la ciudad, y ampliado a diez por quince. Las extendió sobre la mesa y esperó, pero el primo no pudo identificarlo. Calculaba que se hallaba a una distancia entre cincuenta y ochenta metros del hombre cuando estaba comiendo tranquilamente y lo vio. Desde luego, el hombre se parecía mucho al de las fotos, pero no podía asegurar que fuera el mismo. De lo que sí estaba seguro era de cómo iba vestido.
Una identificación completa por parte del primo habría sido de ayuda, pero no crucial. Sería fácil establecer cómo iba vestido el señor Duffy, y el hecho de que un testigo hubiera visto entrar en la casa, minutos antes del asesinato, a un hombre con idéntica indumentaria supondría una prueba irrefutable. Al menos, en opinión de Theo.
Mientras escuchaba a Julio traducir al español, estudió detenidamente al primo. No había duda de que estaba diciendo la verdad. ¿Por qué no iba a decirla? No tenía nada que ganar mintiendo, y sí mucho que perder. Además, su relato resultaba creíble y encajaba perfectamente en la teoría de culpabilidad de la acusación. El problema era que el fiscal no tenía la menor idea de que existiera semejante testigo.
Theo siguió escuchando y se preguntó qué debía hacer a continuación.
El primo hablaba cada vez más deprisa, como si hubiera superado cualquier reserva y deseara descargarse de todo. Julio hacía lo posible por traducir mientras Theo tecleaba febrilmente en su portátil, anotando cuanto podía. En un momento dado, interrumpió el relato, pidió a Julio que le repitiera algo, y todo volvió a empezar.
Cuando a Theo se le acabaron las preguntas, echó un vistazo al reloj y se sorprendió por lo tarde que era. Pasaban de las siete, y a sus padres no les haría ninguna gracia que llegara tarde a cenar. Dijo que tenía que marcharse, y el primo le preguntó qué ocurriría a partir de entonces.
—No estoy seguro —repuso Theo—. Dame un poco de tiempo. Debo consultarlo con la almohada.
—Pero has prometido no decir nada —dijo Julio.
—Y no lo haré hasta que nosotros, los tres, hayamos pensado un plan.
—Si se asusta, desaparecerá —dijo Julio, señalando a su primo—. No pueden pillarlo, ¿lo entiendes?
—Claro que lo entiendo.
El chow mien de pollo estaba más frío de lo habitual, pero Theo no tenía hambre. Los Boone cenaban con bandejas en el estudio, y Judge, que desde su primera semana como miembro de la familia se había negado a comer comida para perros, lo hacía en su cuenco, junto al televisor. A su apetito no le pasaba nada malo.
—¿Por qué no cenas, Theo? —le preguntó su madre, sosteniendo una pata de pollo con los dedos.
—Estoy cenando.
—Pareces preocupado —dijo su padre, que prefería el tenedor.
—Es verdad —convino su madre—. ¿Ha ocurrido algo en el albergue?
—No. Solo estaba pensando en Julio y en su familia, en lo difícil que debe de ser para ellos.
—Eres un chico muy bueno, Theo —dijo su madre.
«Si supieras…», pensó.
Perry Mason, en blanco y negro, se hallaba en pleno juicio y a punto de perder el caso: el juez se había hartado de él, el jurado parecía no creer nada, y el fiscal rebosaba seguridad en sí mismo. De repente, Perry contempló a la multitud de espectadores y llamó a un testigo sorpresa. Este subió al estrado y empezó a relatar una historia completamente distinta de la expuesta por el fiscal. El nuevo relato encajaba perfectamente. El testigo sorpresa superó el contrainterrogatorio de la acusación y el jurado falló a favor del cliente de Perry Mason.
Otra victoria ante los tribunales. Otro final feliz.
—Las cosas no funcionan así —dijo el señor Boone, que se las arreglaba para decir lo mismo, como mínimo tres veces, en cada episodio—. No existen los testigos sorpresa.
Theo vio que se le presentaba una oportunidad.
—Pero ¿qué pasaría si apareciera de repente un testigo, uno que fuera crucial para descubrir la verdad y que nadie supiera que existe?
—Si nadie sabe que existe, ¿cómo podría presentarse ante el tribunal?
—¿Y si surgiera de repente? —contestó Theo—. ¿Qué pasaría si un testigo se enterara del juicio por los periódicos o la televisión y se presentara voluntariamente a declarar? Nadie sabría que existe ni que ha presenciado el crimen. ¿Qué haría el juez en ese caso?
No era frecuente que Theo pudiera desconcertar a la vez a los dos abogados de la familia. Sus padres meditaron la pregunta. Dos cosas estaban claras en ese momento: una, que tanto su padre como su madre tendrían su propia opinión; y dos, que no habría forma de que se pusieran de acuerdo.
Su madre fue la primera en hablar.
—La acusación no puede presentar a un testigo cuya identidad no ha revelado al tribunal ni a la defensa. Las normas procesales proscriben los testigos sorpresa.
—Sí —intervino su padre, casi interrumpiendo a su mujer y listo para argumentar—, pero si el fiscal desconoce la identidad del testigo, no puede revelarla. Un juicio, lo que procura es establecer la verdad. Negar a un testigo la oportunidad de declarar es como ocultar la verdad.
—Las normas son las normas.
—Pero el juez puede cambiarlas cuando lo estime necesario.
—La condena no podría ser recurrida.
—No estoy tan seguro de eso.
Se enzarzaron en una discusión, y Theo guardó silencio. Pensó en recordarles que ninguno de los dos era especialista en derecho penal, pero semejante comentario lo habría convertido en el objeto de sus iras. Esas discusiones eran frecuentes en el hogar de los Boone, y Theo había aprendido mucho derecho en las cenas, en el porche de casa e incluso en el asiento trasero del coche.
Por ejemplo, había aprendido que sus padres, en su condición de abogados, eran considerados funcionarios judiciales y, como tales, tenían el deber de colaborar a la hora de administrar justicia. Si otros letrados violaban las normas de la ética profesional, si un juez se desviaba del recto proceder, entonces se suponía que sus padres debían obrar en consecuencia. Según sus padres, muchos abogados hacían caso omiso de dicha responsabilidad, pero ellos no.
Theo tenía miedo de hablarles del primo de Julio. Su sentido del deber los obligaría seguramente a ir a ver al juez Gantry; pero, si eso sucedía, la policía detendría al primo, lo llevaría a la fuerza ante el tribunal, lo obligaría a declarar y después lo arrestaría por inmigrante ilegal. Luego, lo encarcelarían y lo llevarían a algún centro de internamiento donde, según el señor Mount, pasaría meses antes de que lo repatriaran a El Salvador.
La credibilidad de Theo quedaría tocada para siempre, y una familia resultaría gravemente perjudicada.
Pero, si no, un culpable quedaría en libertad y Pete Duffy saldría del juzgado como un hombre libre tras haberse librado de una condena por asesinato.
Theo se atragantó con el pollo frío.
Sabía que esa noche no pegaría ojo.